viernes, 19 de enero de 2024

jueves, 7 de septiembre de 2023

Discurso en la ceremonia de reconocimiento por 25 años en la UNAM

 

Estimado Dr. Manuel Martínez Justo

Director de La Fes Acatlán

Estimados funcionarios de nuestro plantel

Queridas y queridos colegas e invitados.

 

Agradezco mucho la oportunidad de dirigir estas palabras, es un verdadero honor, y ya que hablo en nombre de mis compañeros, que, como yo, cumplen 25 años de antigüedad, espero lograr expresar una experiencia compartida.

Aunque recibo este reconocimiento por 25 años, yo inicié mi labor docente en 1982. Tuve que interrumpirla por un tiempo, pero mis recuerdos de nuestra FES se remontan a hace 41 años, cuando era todavía ENEP y nos sentíamos entonces que todo estaba por venir y nosotros éramos los responsables de traerlo, viendo los resultados, nos podemos sentir muy orgullosos. 

Esta ceremonia nos permite hacer un recuento de lo que ha significado ser parte de esta comunidad, en lo personal ha sido un privilegio que agradezco. La UNAM se convirtió en un segundo hogar donde tuve la oportunidad de ser alumno, maestro y funcionario. Siento que le debo mucho a nuestra casa de estudios por lo que procuro, en la medida de mis posibilidades, retribuir con mi trabajo y seguir formando a las nuevas generaciones.

Muchas son las situaciones que nos han tocado vivir como universitarios y no habría suficiente tiempo para recordarlas por lo que me detendré, únicamente, en lo que vivimos recientemente. Cuando pensamos que ya lo habíamos visto todo, nos sorprendió la pandemia del Covid 19, está terrible enfermedad se llevó a muchos familiares, colegas y amigos. Que sean estas palabras también una oportunidad para recordarlos. A la corta distancia ya comenzamos a entender lo que significó está situación en nuestro ámbito, la verdad es que no nos quedó otro remedio que reinventarlo todo: las clases, los exámenes, las asesorías, las juntas y hasta los convivios, los transmitimos por internet, algo absolutamente impensable hace muy poco tiempo. Mudamos el aula y la oficina a la casa, todos entramos a los hogares de los demás, ¡Qué extraña paradoja!  ya que estando más distantes que nunca, invadimos las zonas más íntimas de la privacidad. Pasarán muchos años hasta que podamos entender todos los efectos que tuvo esta pandemia en nuestras vidas y particularmente en el sistema educativo.

Ahora, en estos días, vemos como se nos ofrece una nueva reforma a todo el sistema educativo. Los discursos políticos se acompañan de opiniones de especialistas y de no tan especialistas, las posturas ideológicas a favor y en contra se confrontan movilizando afectos y cargando el debate de emociones que terminan empañando las reflexiones puntuales. Como académicos estamos involucrados porque de lo que se está hablando es de nuestra función primordial: la formación de nuevas generaciones. Para hablar de la actual reforma de la educación invitaré a un fantasma, el de un gran filósofo mexicano, Samuel Ramos. Como todos ustedes saben él también fue profesor de la UNAM y fue el director de la Facultad de Filosofía y Letras en 1944, a él le debemos una de las grandes obras de la filosofía mexicana: El perfil del hombre y la cultura en México escrita en 1934.

La razón por la que lo invoco, en esta oportunidad, es porque en el año de 1941, hace más de ochenta años, Ramos se hacía las mismas preguntas que nos hacemos nosotros en cuanto a la relación entre las ideologías políticas y la educación.  En una disertación que tituló Veinte años de educación en México podemos leer lo siguiente:

De una cosa estoy convencido, y es de que no salvaremos la crisis con doctrinas importadas, con fórmulas hechas de antemano. Nos guarda una tarea difícil, pero ineludible: la de crear nuestras propias normas y doctrinas. A esa labor hay que aplicarnos incansable­mente, sin preocuparse de si nos llaman revolucionarios o reaccionarios, que al fin ésas son etiquetas engañosas, meras ficciones políticas. Lo importante es pensar objetivamente en los problemas del país, no en función de nuestros intereses ni pasiones personales. Mientras vivamos del plagio y la imitación de lo extranjero, estamos perdidos. El destino de un país no depende más que de sí mismo, de su potencialidad de inteligencia y voluntad bien aprovechada y disciplina. No debemos intentar ya resolver nuestros problemas de cultura y educación a ciegas, porque sería imperdonable reincidir en los mismos errores. Demos una prueba de madurez de pensamien­to reconociendo honradamente nuestros fracasos y convirtámoslos en normas de lo que no debemos hacer. De ello depende la salvación de México.[1]

 

Impresiona la vigencia de esta reflexión, parece que fue escrito hoy, esa es la virtud de los grandes pensadores que pueden leer el porvenir a partir de interpretar su presente. Lo que podemos responderle a Ramos es que estamos buscando la manera de corregir nuestros errores, que después de años de recibir instrucciones de organismos internacionales, de instrumentar sus teorías y aplicar sus políticas, hemos vuelto a colocar al profesor en el centro del aula.  Con el paso de los años, comprendimos que la educación es, primordialmente, tarea de los profesores y que, con todo respeto a los administradores de la educación, nosotros sabemos que en la relación entre el docente y el alumno es donde se produce el proceso de formación. Teorías van y otras vienen, las ideologías transitan de una visión a otra, surgen nuevas tecnologías que ofrecen sustituirnos por algoritmos y pantallas. La pandemia nos demostró que la relación personal y presencial es insustituible porque la educación es uno de los vínculos humanos más importante y no puede estar determinada por la lógica del instrumento.

No me dejarán mentir si afirmo que ser maestro implica un reto permanente, nunca está uno lo suficientemente preparado, jamás termina uno de sorprenderse con los aportes y ocurrencias de los alumnos. Para nosotros lo que da valor a nuestro trabajo es la mirada incrédula del alumno que descubre en nuestras palabras un nuevo hallazgo que lo sorprende y maravilla. Quién de nosotros no tiene presente a la maestra o el maestro que marcaron nuestras vidas y a quienes les estaremos eternamente agradecidos. Como reconocimiento a los que nos formaron y obsequiaron generosamente su sabiduría, recibo esta medalla que nos es otorgada el día de hoy.

¡Muchas Gracias!

Santa Cruz Acatlán a 6 de septiembre de 2023

 

 



[1] Ramos Samuel, Veinte años de educación en México, Imprenta universitaria, México 1941. p. 95

viernes, 9 de junio de 2023

Identidad, identificación y apropiación del lenguaje. Una aproximación a la deconstrucción derridiana del psicoanálisis freudiano. Mauricio Pilatowsky

 Publicada en: Horizontes Filosóficos,Revista de Filosofía, Humanidades y Ciencias Sociales. Número 12. 2022-2023 páginas. 5-24.

 Centro de estudios en Filosofía de las ciencias y Hermenéutica filosófica del Comahue. Facultad de Humanidades Universidad Nacional del Comahue. 


1.   Presentación

Uno de los temas centrales de la reflexión filosófica ha sido el de la identidad, en particular cuando se busca definir al ser a partir del lenguaje. En los orígenes del pensamiento griego, encontramos que Parménides afirmaba que: “es una misma cosa el pensar con el ser”[1]. En otra tradición, la hebrea, nos encontramos que el texto bíblico responde de manera enigmática cuando se interroga sobre la relación entre nombrar y ser. En el libro de Éxodo, cuando se describe la manera en la que Jehová se le revela a Moisés a través de una zarza ardiente, nos encontramos con un diálogo fascinante donde el elegido le pregunta al todopoderoso cuál es su nombre y la respuesta que recibe es: “eheie hasher heheie [soy el que seré]” [2].

Han pasado miles de años y nos seguimos cuestionando sobre este tema sin tener una respuesta única y definitiva lo cual da cuenta de lo complejo que resulta hablar de las identidades cuando pretendemos nombrar lo uno y diferenciarlo de lo otro. Lo que resulta paradójico es que, a pesar de esta dificultad, hablamos de ellas como si nos refiriésemos a entes reales cuya existencia está fuera de todo cuestionamiento. Así se constituyen las naciones y los nacionalismos, las comunidades religiosas y sus distintas adscripciones. Podemos también observar cómo se hace referencia a los denominados géneros que establecen diferencias entre lo masculino y lo femenino. En nuestra sociedad se crean grupos donde el factor que aglutina es lo que hemos definido como identidad. La configuración de estos espacios colectivos está mediada por una carga afectiva en donde se genera afinidad entre los que se identifican entre sí y distanciamiento con aquellos que son considerados diferentes. En ciertas circunstancias estas demarcaciones contienen dosis de violencia que en extremos genera discriminación, enfrentamientos, persecuciones, guerras y exterminios.

Más allá de representar un asunto epistemológico, que pretenda precisión en la utilización del término, lo que nos interesa es lo relativo a su funcionamiento como factor de inclusión y a su vez de exclusión. Las prácticas de aglutinamiento siempre se acompañan de mecanismos de diferenciación; no existe nación que no tenga frontera ni un dios único que no compita con otros.  Esta distribución del nosotros y los otros, que no perdona a nadie, se instrumenta con violencia, a veces de forma clara y manifiesta, pero la mayoría de las veces, de forma muy sutil, por lo que el odio y el rechazo, que siempre la acompañan, no se pueden identificar fácilmente. En el nacionalismo se resaltan los elementos imaginarios[3] que identifican a los propios, pero sin exhibir abiertamente las políticas de segregación a los considerados extraños.   Los monoteísmos hacen lo mismo: se refieren a la humanidad como un todo, pero resaltando el amor de su Dios por sus creyentes y sin terminar de reconocer que esto implica la exclusión de los que ellos consideran infieles.

Para comprender el funcionamiento de estos procesos sociales es pertinente detenernos en una breve revisión del proceso psíquico de identificación en la formación del sujeto y la adquisición del lenguaje que lo coloca en el espacio colectivo. Para este propósito retomaremos las investigaciones del psicoanálisis centrándonos en los escritos de Sigmund Freud. En la segunda parte analizaremos algunos aspectos de la propuesta de Jacques Derrida en donde aborda el tema de las identificaciones desde la filosofía; lo que presenta es un análisis del funcionamiento del lenguaje que define como deconstrucción y que complementa lo que descubre el psicoanálisis.

2.   Identidad o identificación

Se habla de identidades para referirse a las adscripciones de los individuos que se consideran parte de algún colectivo o se autodefinen a partir de los elementos que ofrece alguna tradición cultural; es así como se entienden las identidades nacionales, religiosas o culturales. Esta forma de describir el proceso de identificación, que se produce en el sujeto, nombra la acción de identificar con el término que alude al resultado de ésta: identidad.  Esta sustitución no es producto de un error o de falta de atención, sino que surge de un deseo de apropiarse de lo externo, de convertirlo en una supuesta verdad esencial, de objetivarlo de tal manera que consiga borrar el origen desconocido de la acción que lo generó.

La palabra identidad, utilizada para describir el proceso de identificación, confunde la acción con su resultado, un movimiento con un objeto. El psicoanálisis nos brinda las herramientas para comprender cómo se da este proceso en el desarrollo de la conciencia individual y colectiva; la deconstrucción derridiana desvela el mecanismo por medio del cual se genera esta transmisión por medio del lenguaje.

3.   El psicoanálisis

El psicoanálisis surgió en el campo de la medicina y se enfocó, en primera instancia, en el tratamiento de afecciones mentales y emocionales, conforme se fue desarrollando se extendió a otras áreas de la experiencia humana y ha servido para comprender distintos ámbitos de la cultura. Una parte central de sus investigaciones está dirigida a la comprensión de la formación de la consciencia de los individuos y de los elementos que pueden atribuirse al colectivo al que pertenecen. 

A partir de los análisis clínicos se ha podido conocer cómo se forma y opera el aparato psíquico. Sigmund Freud, fundador del psicoanálisis, fue un médico que se especializó en el estudio de las funciones mentales; fue un precursor que tuvo muchos seguidores que han continuado con esta rama de la ciencia. Es este sentido, para abordar esta metodología, es importante no perder de vista el marco disciplinar en el que surge y se mueve, ya que los términos que se emplean describen funciones del organismo y su campo de estudio está conformado por las experiencias de los que acuden a las terapias.  Durante la exploración psicoanalítica el paciente, bajo la dirección del analista, va descubriendo fragmentos de su pasado, reviviendo emociones que tenía olvidadas, y superando miedos y angustias que lo enfermaban.

3.1.       El inconsciente

Gracias a esta rama de la medicina se pudo determinar que los seres humanos tenemos un sistema de conocimiento complejo donde existen una zona en la que se almacenan recuerdos que no pueden recuperarse fácilmente por la consciencia. Para comprender esta división, el psicoanálisis habla de la existencia de un inconsciente que funciona de manera distinta al consciente y cuya exploración es fundamental en el tratamiento de las patologías. Freud lo explica de la siguiente manera:

La diferenciación de lo psíquico en conciente[4] e inconciente es la premisa básica del psicoanálisis, y la única que le da la posibilidad de comprender, de subordinar a la ciencia, los tan frecuentes como importantes procesos patológicos de la vida anímica. Digámoslo otra vez, de diverso modo: El psicoanálisis no puede situar en la conciencia la esencia de lo psíquico, sino que se ve obligado a considerar la conciencia como una cualidad de lo psíquico que puede añadirse a otras cualidades o faltar (Freud, S, 1993, Vol XIX, p.15)

 

El descubrimiento del inconsciente, como parte fundamental de la psique humana, es una de las grandes aportaciones del psicoanálisis. A partir de este hallazgo fue posible identificar el origen de muchas patologías que afectan la vida emocional y se han podido atender y revertir sus efectos destructivos. Lo que se va descubriendo en el trabajo clínico, por medio de una técnica de análisis de lo que el paciente le transmite verbalmente al analista, son aquellos factores que permanecían ocultos a la consciencia y que, al aflorar y ser comprendidos, curan.  Para poder acceder a esta parte de la psique se recurre a la interpretación de sueños, recuerdos, lapsus y asociaciones donde se van rompiendo las barreras que evitaban que estos contenidos fueran accesibles a la consciencia.

Lo que descubrió el psicoanálisis fue que en el inconsciente se alojan todos los recuerdos que el consciente no puede tener presentes sin una adecuada elaboración y que son mantenidas ahí a partir de un mecanismo de defensa que recibe el nombre de represión. “Llamamos represión [esfuerzo de desalojo] al estado en que ellas se encontraban antes de que se las hiciera concientes, y aseveramos que en el curso del trabajo psicoanalítico sentimos como resistencia la fuerza que produjo y mantuvo a la represión” (Freud, S. 1993, Vol. XIX, p.16). El análisis de la estructura psíquica revela que sin esta función sería imposible para el ser humano el poder desarrollarse en todos los ámbitos de su vida y que, de no presentarse anomalías o situaciones particularmente traumáticas, la gran mayoría podría vivir una vida plena gracias a que su aparato represor lo mantiene alejado de aquello que podría perturbarlo e incluso destruirlo[5].

En el caso de las personas que sufren malestares emocionales que pueden presentarse como angustia, depresión, ansiedad, trastornos de personalidad, melancolía u obsesiones –por citar algunas de estas dolencias– lo que sucede es que el mecanismo de represión no funciona adecuadamente y se requiere tratamiento. En estos casos se puede observar cómo lo reprimido en el inconsciente encuentra maneras de irrumpir en la consciencia de modo parcial y caótico, enfermando así a la persona. En la terapia psicoanalítica se busca restablecer el mecanismo de control que permita encausar aquello que no puede ser reprimido.

Para poder explicar los procesos que se observan en la práctica psicoanalítica se habla de zonas o lugares de la estructura psíquica, pero no debemos olvidar que estas definiciones tópicas están relacionadas con funciones dinámicas (Freud, S., 1993, Vol XIX, p.21) que explican el tránsito de una a la otra.  Al respecto comenta Freud que “todo nuestro saber está ligado siempre a la conciencia.  Aun de lo inconciente sólo podemos tomar noticia haciéndolo conciente.” (Idem). De acuerdo con esta forma de comprender las funciones psíquicas existe un constante tránsito de un área a la otra a partir de un puente que se define como preconsciente (Idem). Un hallazgo fundamental del psicoanálisis es el papel del lenguaje en este sistema de transferencias. Las palabras, cuando son pronuncian, movilizan energías que están en el inconsciente, de ahí que se puede definir esta terapia como cura por la palabra.

La explicación de esta dinámica se enfoca en el desarrollo mismo de la psique. El recién nacido es asistido por un adulto que lo alimenta, cobija y limpia: todas estas acciones, cargadas de estímulos sensoriales, se acompañan de palabras. La recepción del lenguaje en esta fase produce una asociación entre las percepciones acústicas y las funciones orgánicas fundamentales.

Estas representaciones-palabra son restos mnémicos; una vez fueron percepciones y, como todos los restos mnémicos, pueden devenir de nuevo concientes. Antes de adentrarnos en el tratamiento de su naturaleza, nos parece vislumbrar una nueva intelección: sólo puede devenir conciente lo que ya una vez fue percepción cc[conciente]; y, exceptuados los sentimientos, lo que desde adentro quiere devenir conciente tiene que intentar trasponerse en percepciones exteriores.  Esto se vuelve posible por medio de las huellas mnémicas. (Freud, S., 1993 Vol. XIX, p. 22)

 

3.2.   Huellas mnémicas y lenguaje.

Antes de abordar lo relativo al lenguaje nos parece pertinente ahondar en aquello que el psicoanálisis entiende por huella mnémica. Freud, en sus investigaciones sobre la función del sueño –publicadas como La interpretación de los sueños (Freud, S. 2002, Vols. IV y V)–, la define de la siguiente manera:De las percepciones que llegan a nosotros, en nuestro aparato psíquico queda una huella que podemos llamar «huella mnémica». Y la función atinente a esa huella mnémica la llamamos —«memoria».” (Freud, S. 2002, Vol. V, p. 531) Existen infinidad de percepciones que el individuo registra a lo largo de su vida y solo algunas dejan una marca en el inconsciente, sólo aquellas “que nos produjeron un efecto más fuerte” (Freud, S. Vol. V, p. 533). La razón por la que algunos estímulos quedan registrados con mayor intensidad está relacionada con una función orgánica donde la memoria es determinante. Para subsistir, el animal hombre requiere de bebidas, alimentos y calor; su carencia genera sufrimiento que desaparece con su satisfacción. Cuando vuelve a presentarse la necesidad, la psique reconoce el dolor de la sed, el hambre o el frío y lo asocia con el placer que produce su mitigación, así es como Freud explica este proceso y entiende el deseo.

Un componente esencial de esta vivencia es la aparición de una cierta percepción (la nutrición, en nuestro ejemplo) cuya imagen mnémica queda, de ahí en adelante, asociada a la huella que dejó en la memoria la excitación producida por la necesidad. La próxima vez que esta última sobrevenga, merced al enlace así establecido se suscitará una moción psíquica que querrá investir de nuevo la imagen mnémica de aquella percepción y producir otra vez la percepción misma, vale decir, en verdad, restablecer la situación de la satisfacción primera. Una moción de esa índole es lo que llamamos deseo; la reaparición de la percepción es el cumplimiento de deseo, y el camino más corto para este es el que lleva desde la excitación producida por la necesidad hasta la investidura plena de la percepción. Nada nos impide suponer un estado primitivo del aparato psíquico en que ese camino se transitaba realmente de esa manera, y por tanto el desear terminaba en un alucinar. Esta primera actividad psíquica apuntaba entonces a una identidad, perceptiva, o sea, a repetir aquella percepción que está enlazada con la satisfacción de la necesidad. (Freud, S., 2002, Vol. V, pp. 557-558)

 

Después de haber aclarado a qué se refiere Freud con el término huella mnémica retomaremos lo relativo al lenguaje y a qué se refiere cuando afirma que la representación palabra es un resto mnémico[6].  Los estímulos que llegan al sujeto en las primeras etapas de su vida dejan su impresión y van configurando la estructura psíquica. Los sentidos van percibiendo lo que llega del exterior para ser articulado en el interior de la vida anímica. Lo que se ve, se escucha, se huele y se siente va dejando su marca y, a partir de lo que se percibe se configura el conocimiento, tanto en el consciente como en el inconsciente. Las palabras que se escuchan se reciben como estímulos acústicos, dentro de la infinidad de sonidos que la consciencia registra ya que en los primeros momentos no existe significado.

Con el crecimiento, aquellos registros acústicos primarios que se expresaron con palabras y que estuvieron asociados con otros estímulos pasan a ser enlaces entre la consciencia y lo que permanece reprimido en el inconsciente. Tomemos como ejemplo la palabra mamá, que es de los primeros fonemas que escucha y luego reproduce el bebé. La palabra es pronunciada por la misma madre cuando atiende a su hijo, cuando lo alimenta, lo limpia y abraza. Cuando el pequeño emite el sonido mamá, que articula como palabra, realiza una de las operaciones más complejas del aparato psíquico en el que asocia el vocablo con las satisfacciones sensoriales que quedaron registradas como huella. En este sentido, la palabra que se reproduce en la consciencia se conecta con aquellas sensaciones que quedan reprimidas en el inconsciente.

Lo que descubrió el psicoanálisis fue que los pacientes, cuando describen sus afecciones, relatan sus sueños, reproducen sus recuerdos y analizan sus experiencias verbalizando, están conectando su consciencia con el inconsciente a partir de las huellas mnémicas de la representación palabra. La cura consiste en ir liberando, por medio de la pronunciación, las energías inconscientes que quedaron reprimidas. Para explicarlo retomemos el ejemplo del paciente que relata un recuerdo o un sueño y habla de su madre diciendo mi mamá. Lo que acompaña a la emisión del vocablo son todas las cargas afectivas reprimidas en el inconsciente, están todas las sensaciones primarias como hambre, sed o frío, pero también el rastro de su satisfacción y del deseo lo cual va saliendo a flote por medio de la asociación con las otras palabras que integran el relato. El proceso analítico consiste en poder verbalizar todas aquellas energías reprimidas en el inconsciente y que enferman al paciente. Al poder nombrarlas se hacen conscientes y se facilita su atención.

 

3.3.   Yo, ello y superyó

Para explicar el funcionamiento del aparato psíquico, Freud habla de otra forma distinta de caracterizar las funciones y que complementa la división entre consciente e inconsciente: las denomina: yo, ello y superyó (Freud, S. 1993, Vol. XIX, pp.1-66).  La primera corresponde a la organización e integración consciente, la segunda está conformada por las pulsiones y la tercera a la de la represión de la que hablamos anteriormente. Para poder comprender a cabalidad cómo se produce el proceso de identificación a partir de la representación palabra es conveniente recuperar algunos elementos de estas funciones.

Cuando uno se refiere a uno mismo como yo se está realizando una operación compleja donde se agrupa y sintetiza lo que identifica como propio separándolo de lo ajeno o extraño. Este posicionamiento se realiza de manera consciente, pero contiene elementos que se relacionan con el inconsciente y que corresponden, de acuerdo con esta caracterización, al ello donde las pulsiones se reprimen por el super yo. Uno de los elementos centrales que le adjudicamos al yo es el de la capacidad de controlar las pulsiones.

La represión evita que las pulsiones y traumas amenacen al yo, este mecanismo es el que Freud denomina superyó. En uno de sus libros, en donde describe cómo el hombre controla sus pulsiones para vivir en sociedad, explica las características de esta función, lo hace abriendo una pregunta: “¿De qué medios se vale la cultura para inhibir, para volver inofensiva, acaso para erradicar la agresión contrariante?” (Freud, S. 2004, Vol. XXI, p.119) Y la respuesta que da es que: “la agresión es introyectada, interiorizada, pero en verdad reenviada a su punto de partida; vale decir: vuelta hacia el yo propio” (Idem). Lo que experimenta el individuo cuando surge un deseo en donde lo pulsional, que se encuentra en el ello, busca irrumpir y destruir así el equilibrio del yo, es una sensación dolorosa e inhibidora que Freud define como sentimiento de culpa.

Llamamos «conciencia de culpa» a la tensión entre el superyó que se ha vuelto severo y el yo que le está sometido. Se exterioriza como necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura yugula el peligroso gusto agresivo del individuo debilitándolo, desarmándolo, y vigilándolo mediante una instancia situada en su interior, como si fuera una guarnición militar en la ciudad conquistada. (Freud, S., 2004, Vol. XXI., pp.119-120)

 

El yo se constituye a partir de la represión de las pulsiones que están en el ello por medio del superyó. Para poder realizar nuestras actividades, mantener vínculos sociales, realizar proyectos y procurar una vida satisfactoria, debemos controlar los deseos y los impulsos que amenazan nuestra integridad y la de los que nos rodean. Desde el estrato pulsional, los otros se nos presentan como rivales potenciales u objetos de deseo que, de no ser por la instancia inhibidora, tenderíamos a agredir o abusar de ellos. De manera consciente nos reprimimos con la sensación de controlar, aunque sea parcialmente, las demandas pulsionales.

La importancia funcional del yo se expresa en el hecho de que normalmente le es asignado el gobierno sobre los accesos a la motilidad. Así, con relación al ello, se parece al jinete que debe enfrenar la fuerza superior del caballo, con la diferencia de que el jinete lo intenta con sus propias fuerzas, mientras que el yo lo hace con fuerzas prestadas. Este símil se extiende un poco más.  Así como al jinete, si quiere permanecer sobre el caballo, menudo no le queda otro remedio que conducirlo adonde este quiere ir, también el yo suele trasponer en acción la voluntad del ello como si fuera la suya propia. (Freud, S., 1993, Vol. XIX, p.27) 

 

El resultado del control de las pulsiones que ejerce el yo por medio del superyó se entiende, a nivel consciente, como consciencia moral, en donde lo permitido se considera bueno y lo prohibido malo. Los valores morales, que guían la vida de los individuos y regulan la convivencia social, son producto de representaciones palabra fijadas en la conciencia en los primeros años de la vida. La voz de la madre fija los parámetros de la moral cuando asocia lo bueno con su complacencia y lo malo con su rechazo. La incorporación de la figura del padre, introducida por la madre, tiene la función de personificar la instancia del superyó y traducir el sentimiento de culpa en miedo a la autoridad. Dicho de otra manera, las represiones de lo pulsional se convierten en leyes que establece el padre y cuyo cumplimiento obedece al miedo de ser castigados por él.

3.4.   La ley del padre

El descubrimiento de la figura del padre, introducida por la voz de la madre, y su relación con la represión del deseo le permitieron a Freud comprender el funcionamiento del superyó. Relacionó la exploración que hizo del desarrollo de la civilización a partir del tabú del incesto (Freud, S., 2002, Vol. XIII) con lo que aparecía en las terapias: la vinculación entre deseos y angustias que se manifestaban como miedos a la retaliación, donde la figura del padre aparecía como amenaza. En realidad, esta personificación obedece a una representación palabra de la respuesta inconsciente negativa en forma de sentimiento de culpa, donde la represión opera para proteger al sujeto. La ley moral, que se verbaliza a partir del lenguaje, tiene su origen en la misma estructura de la psique, a esto se refiere Lacan cuando dice que la Ética:

Comienza en el momento en que el sujeto plantea la pregunta sobre ese bien que había buscado inconscientemente en las estructuras sociales -y donde, al mismo tiempo, es llevado a descubrir la vinculación profunda por la cual lo que se le presenta como ley está estrechamente vinculado con la estructura misma del deseo. Si no descubre de inmediato ese deseo último que la exploración freudiana descubrió bajo el nombre de deseo del incesto, descubre qué articula su conducta de manera tal que el objeto de su deseo se mantenga siempre para él a distancia (Lacan, J., 2007, p.96)

 

No se trata de una prohibición que hace el padre real o de una amenaza de retaliación si se viola el tabú del incesto; ésta sería una explicación burda e incorrecta de lo que el psicoanálisis entiende por superyó. La ley moral responde, más bien, al mecanismo psíquico por medio del cual evitamos que nuestras pulsiones nos destruyan y la manera en la que, por medio de representaciones palabra, se articulan estos mecanismos como prohibiciones que se configuran como leyes. Lacan (2007, p.11) lo explica de la siguiente manera:

La experiencia moral como tal, a saber, la referencia a la sanción, coloca al hombre en cierta relación con su propia acción que no es sencillamente la de una ley articulada, sino también la de una dirección, una tendencia, en suma, un bien al que convoca, engendrando un ideal de conducta. Todo esto constituye también, hablando estrictamente, la dimensión ética y se sitúa más allá del mandamiento, es decir, más allá de lo que puede presentarse con un sentimiento de obligación.

 

El psicoanálisis nos permite comprender cómo funciona el aparato psíquico y el papel de la represión de las pulsiones en la configuración del sujeto y su interacción colectiva. Su acercamiento al tema, como ya se mencionó anteriormente, es desde la clínica y se sustenta en el material que aparece en el análisis de los pacientes. Es en este ámbito en donde se ha descubierto el funcionamiento de la consciencia y el lugar que ocupa el inconsciente; es también en este terreno donde se pudieron determinar las condiciones que permiten la adquisición y desarrollo del lenguaje y de la formación de la conciencia moral. Todo este aprendizaje ha permitido trascender el plano del análisis individual para pasar al análisis del lenguaje como expresión colectiva. 

 

4.   La deconstrucción derridiana

La transición de lo individual a lo colectivo en el estudio psicoanalítico de la cultura se fundamenta en el papel del lenguaje y de su transmisión por lo que, en el desarrollo de sus investigaciones, se abordaron los aspectos relativos a las narrativas que constituyen la consciencia colectiva. Uno de los pensadores que se abocó al estudió del vínculo entre identidad y lenguaje fue el filósofo Jacques Derrida. Su aproximación, a diferencia de la del médico, no parte de la clínica ni del testimonio de los pacientes, sino más bien del estudio de los textos, lo que lo conduce por una ruta de exploración distinta. Lo que podremos constatar a continuación, cuando comparemos las conclusiones de ambos, son sus afinidades en lo relativo al tratamiento del tema de la identidad.

4.1.   Confesar lo inconfesable

 Jacques Derrida desarrolló una filosofía en donde, a partir de un análisis deconstructivo del lenguaje, logró establecer la manera en la que se instrumentan los mecanismos de dominación por medio de las identificaciones y cómo se transmiten a partir de las palabras. En este sentido afirmaba, en un texto que se publicó en 1996 con el título El monolingüismo del otro, o la prótesis de origen: “Toda cultura es originariamente colonial. No consideremos únicamente la etimología para recordarlo. Toda cultura se instituye por la imposición unilateral de alguna “política” de la lengua. La dominación, es sabido, comienza por el poder de nombrar, de imponer y de legitimar los apelativos” (Derrida, J. ,1997, p.12)

Derrida nació en El-Biar Argelia en 1930, que en esa época era una colonia francesa. Su familia era parte de la comunidad judía marginada tanto por musulmanes como por cristianos. Durante la Segunda Guerra Mundial fueron víctimas de discriminación por el régimen pronazi. Unos años después del fin de la guerra, en 1952, viajó a París, en donde estudio filosofía; ahí vivió y murió en el 2004. Para comprender su postura con respecto a sus identificaciones recuperaremos un fragmento de la conferencia que presentó en un Coloquio de intelectuales judíos de lengua francesa que se desarrolló en París en 1998; en esa ocasión se refirió al tema de la siguiente manera:

“A propósito del «declararse judío», prefiero confiarles, y quizá confesar, que esas necesidades filosóficas que se me han impuesto en primer término a través de la modesta experiencia de alguien que, antes de convertirse en lo que llaman ustedes un «intelectual judío de lengua francesa» fue un joven judío de la Argelia francesa entre tres guerras (antes, durante y después la Segunda Guerra Mundial, antes, durante y después de la llamada Guerra de Argelia). En un país en el que el número y la diversidad de comunidades históricas eran tan amplios como en Jerusalén, de Este a Oeste, ese niño judío sólo podía soñar en una pacífica multipertenencia cultural, lingüística, nacional, incluso, a través de la experiencia de la no – pertenencia; separaciones, rechazos, rupturas, exclusiones. Si no me prohibiese a mí mismo todo discurso largo en primera persona (pero ¿puede haber un « vivir juntos » que no sea entre « primeras personas »?), describiría el movimiento contradictorio que, en el momento del celo antisemita de las autoridades francesas en Argelia durante la guerra, ha empujado a un niño, expulsado del colegio sin comprender nada, a sublevarse, para siempre, contra dos maneras de « vivir juntos »: a la vez contra la gregariedad racista, y así, la segregación antisemita, pero también, más oscuramente, más inconfesablemente sin duda, contra el encierro de conservación, de autoprotección de una comunidad judía que, pretendiendo naturalmente, legítimamente, defenderse, constituir o reconstituir su conjunto frente a esos traumatismos, se replegaba sobre sí misma, afanándose en lo que yo resentía ya como una especie de comunitarismo exclusivo, incluso funcional. Creyendo empezar a comprender lo que podía querer decir «vivir juntos», el niño del que hablo tuvo que romper entonces, de forma tanto irreflexiva como reflexiva, por los dos lados, con esos dos modos de pertenencia exclusivos, y en consecuencia excluyentes.[7]

 

 En esta confesión, el filósofo anunció que abordaría el tema de las identificaciones y su relación con el lenguaje desde el análisis de su biografía, lo cual deja claro que para él estas cuestiones debían ser revisadas por el sujeto investigando su propia genealogía en la formación de su yo.  En este sentido vemos como el método deconstructivo propuesto por Derrida coincide con el psicoanálisis en el papel del autoanálisis. Todos estos datos biográficos son relevantes ya que, como lo expuso él mismo, vivió siempre en una suerte de exilio lingüístico, donde aquello que lo hacía ser, refiriéndose al lenguaje, era, al mismo tiempo, aquello que lo enajenaba.

4.2.      Derrida y el monolingüismo del otro

En el texto El monolingüismo del otro, citado anteriormente, y hablando de sí mismo en tercera persona, Derrida afirmaba lo siguiente: “El monolingüe del que hablo habla una lengua de la que está privado. El francés no es la suya. Debido a que está por lo tanto privado de toda lengua y ya no tiene otro recurso –ni el árabe, ni el berebere, ni el hebreo, ni ninguna de las lenguas que habrían hablado los ancestros–.” (Derrida, J., 1997, p.101) El punto de partida de Derrida, dada su propia experiencia, es la de enajenación y apropiación simultanea del vehículo formador de la identidad: la lengua.

Como veremos a continuación, la escritura derridiana se elaboró a partir de la enunciación de un sistema complejo de paradojas y aporías en las que se exhibía lo no dicho en lo dicho. Para comprender esta forma de expresión habrá que considerar la teoría psicoanalítica del lenguaje que expusimos anteriormente y en la cual se expone como las palabras, que se van integrando en la formación del yo, reprimen y liberan, inhiben y subliman las energías que surgen del inconsciente. Al nombrar se ejerce la dominación, pero también se establece una suerte de resistencia frente a la pretensión de establecer una verdad. La manera en la que Derrida reprodujo este movimiento paradójico que genera todo enunciado discursivo es lo que entiende por deconstrucción ya que en él se evidencia la imposibilidad de imponer un sentido único. Es así como el filósofo, de manera deconstructiva, explicó su exilio-morada del lenguaje, que, viviendo siempre de afuera, lo constituía.

“Soy monolingüe.” Mi monolingüismo mora en mí y lo llamo morada; lo siento como tal, permanezco en él y lo habito. Me habita. (1997, p.13)

1.   Nunca se habla más que una sola lengua.

2.   Nunca se habla una sola lengua

1.   Nunca se habla más que una sola lengua, o más bien un solo idioma

2.   Nunca se habla una sola lengua, o más bien no hay idioma puro (1997, pp. 20-21)

 

La situación en la que vivió, y su muy particular experiencia, lo llevaron a tomar esta distancia con respecto a la adquisición y uso del lenguaje, condición que definió como: monolingüismo del otro.  El que hablaba era él, pero al mismo tiempo, al pronunciar cada palabra la identificaba con lo otro, que le venía de afuera; dicho de otra manera, afirmaba que uno no tenía más que una lengua, la propia, y al mismo tiempo reconocía que era impuesta.

El monolingüismo del otro sería en primer lugar esa soberanía, esa ley llegada de otra parte, sin duda, pero también y en principio la lengua misma de la Ley. Y la Ley como Lengua. Su experiencia sería aparentemente autónoma, porque debo hablar esta ley y adueñarme de ella para entenderla como si me la diera a mí mismo; pe­ro sigue siendo necesariamente -así lo quiere, en el fon­do, la esencia de toda ley- heterónoma. La locura de la ley alberga su posibilidad permanentemente en el hogar de esta auto-heteronomía. (Derrida, J., 1997, p.58)

 

Se podría argumentar que el caso específico de Derrida no es representativo de la condición humana y por lo mismo no deja de ser anecdótico. Sin embargo, lo que encontró el psicoanálisis en sus investigaciones, como lo expusimos anteriormente, es que la adquisición del lenguaje en los primeros años de vida se produce al asociar los estímulos acústicos externos con los procesos fisiológicos internos, proceso que deja huellas y orienta la manera de comportarse. Viene de otra parte y se instaura como propia, se recibe como ley externa heterónoma y se adopta como propia autónoma. Este proceso se presenta en todas las personas por lo que las reflexiones autobiográficas del filósofo no se restringen a su situación individual. Lo que sí sucedió, en su caso, es que las condiciones especiales que vivió le permitieron tener una perspectiva distinta a la de la mayoría de las personas que no experimentan el distanciamiento con la lengua que hablan.

La experiencia de ser un exiliado de su propia lengua llevó a Derrida a evidenciar un mecanismo similar con otros elementos constitutivos de la cultura con los que nos identificamos. Por medio de la palabra, que presuponemos que surgió en nosotros pero que en realidad nos viene de afuera y se nos impone como ley, se nos fomenta el nacionalismo y la religión, o se nos adscribe en cierta tradición y se nos reconoce una determinada ciudadanía.  Este proceso, que el filósofo define como colonizador, aludiendo al ámbito político, opera desde el interior de la subjetividad a partir del uso de la lengua propia que nos viene de otro.

El monolingüismo impuesto por el otro opera fundándose en ese fondo, aquí por una soberanía de esencia siempre colonial y que tiende, reprimible e irreprimiblemente, a reducir las lenguas al Uno, es decir, a la hegemonía de lo homogéneo. Se lo comprueba por doquier, allí donde esta homo-hegemonía sigue en acción en la cultura, borrando los pliegues y achatando el texto. Para ello, el mismo poderío colonial, en el fondo de su fondo, no necesita organizar iniciativas espectaculares: misiones, religiosas, buenas obras filantrópicas o humanitarias, conquistas de mercados, expediciones militares o genocidas. (Derrida, J., 1997, p. 58)

 

En la revisión deconstructiva que presenta Derrida se encuentra con aquello que Freud ya había entendido: que todo proceso civilizatorio se acompaña de un componente de violencia y que, para que el yo se entienda en la hospitalidad de su propia casa, debe advertir que la hostilidad del otro también lo constituye. Por medio de un rastreo filológico nos muestra cómo en el mismo lenguaje podemos encontrar las marcas o huellas de esta realidad paradójica en la que solamente puede producirse identidad en el reconocimiento de su otredad y que la certeza de lo propio está condicionada por la presencia amenazante de lo ajeno.

Nuestra cuestión es siempre la identidad. ¿Qué es la identidad, ese concepto cuya transparente identidad consigo misma siempre presupone dogmáticamente en tantos debates sobre monoculturalismo o el multiculturalismo, sobre la nacionalidad, la ciudadanía, la pertenencia en general? Y antes que la identidad del sujeto, ¿qué es la ipsidad? Ésta no se reduce a una capacidad abstracta de decir “yo” [“je”], en una cadena donde el “pse” de ipse ya no se deja disociar del poder, el dominio o la soberanía del hospes (me refiero aquí a la cadena semántica en obra tanto en la hospitalidad como en la hostilidad: hostis, hospes, hosti-pet,posis, despostes,^ potere, potis sum, possum, pote est, potest, pot sedere, possidere, compos, etcétera).[8]

 

4.3.       Mal de archivo

Después de haber abordado el papel del lenguaje en la formación de las identificaciones, Derrida se ocupó también de aquello que Freud definió como huellas mnémicas, recurriendo a su análisis deconstructivo del lenguaje en un texto que tituló Mal de archivo: una impresión Freudiana (1997a). El libro fue el resultado de una polémica que surgió a partir de lo que el historiador Yosef Haim Yerushalmi escribió en su libro: El Moisés de Freud: judaísmo terminable e interminable (Yerushalmi, 1996)  publicado en 1991.[9] Lo que se aborda en este fecundo debate es el tema del psicoanálisis y la identidad judía y que parte del análisis de lo que escribió Freud en su último libro titulado Moisés y la religión monoteísta (Freud, S., 2004, Vol. XXIII), publicado en 1939.

En este trabajo podemos observar como la aproximación filosófica de Derrida complementa lo que la mirada del médico descubrió en su consultorio. Al referirse a los hallazgos del psicoanálisis con respecto a la formación de la identidad y lo que se impone como obligación de ser, afirmó que por una parte, nadie ha aclarado mejor que Freud eso que hemos llamado el principio arcóntico del archivo, lo que en el archivo supone no como arkhé originario sino el arkhe nomológico de la ley, de la institución, de la domiciliación, de la filiación. Nadie ha analizado mejor que él, vale decir también deconstruido, la autoridad del principio arcóntico.”(Derrida, J., 1997a, p.102)

El análisis filológico concuerda con los diagnósticos médicos que permiten el tratamiento de las enfermedades de carácter mental o emocional; en los dos acercamientos metodológicos el tema de las identificaciones ocupa un lugar central. En el análisis deconstructivo del lenguaje que realiza Derrida lo que surge es muy revelador ya que muestra cómo todo proceso, individual o colectivo, que tiene como propósito buscar la «identidad» en un determinado origen o principio, está determinado por un mandato que obliga a recordar.

 

“No comencemos por el comienzo, ni siquiera por el archivo. Sino por la palabra « archivo » - y por el archivo de una palabra tan familiar. Arkhé, recordemos, nombra a la vez el comienzo y el mandato. Este nombre coordina aparentemente dos principios en uno: el principio según la naturaleza o la historia, allí donde las cosas comienzan –principio físico, histórico u ontológico-, mas también el principio según la ley, allí donde los hombres y los dioses mandan, allí donde se ejerce la autoridad, el orden social, en ese lugar desde el cual el orden es dado – principio nomológico.” (1997a, p.9)

 

Desde esta perspectiva se podría afirmar que la configuración de las identidades a partir de las identificaciones responde siempre al llamado de una voz que nos instruye desde el interior de nuestra conciencia pero que viene de afuera, de un otro que alucinamos como propio. La obligación de ser y la exigencia de pertenecer, que acompañan las reivindicaciones religiosas, comunitarias o culturales son mandatos arcónticos que al obedecer nos enajenan. La necesidad de escapar a este mecanismo, y al no poder conseguirlo, volver compulsivamente a intentarlo, repitiendo el ciclo una y otra vez, es lo que Derrida denomina mal de archivo:

Lo turbio del archivo se debe a un mal de archivo. Nos puede el (mal de) archivo (Nous sommes en mal d’archivé). Escuchando el idioma francés, y en él el atributo «mal de», que nos pueda el (mal dé) archivo puede significar otra cosa que padecer un mal, una perturbación o lo que el nombre «mal» pudiera nombrar. Es arder de pasión. No tener descanso, interminablemente, buscar el archivo allí donde se nos hurta. Es correr detrás de él allí donde, incluso si hay demasiados, algo en él se anarchiva. Es lanzarse hacia él con un deseo compulsivo, repetitivo y nostálgico, un deseo irreprimible de retorno al origen, una morriña, una nostalgia de retorno al lugar más arcaico del comienzo absoluto. Ningún deseo, ninguna pasión, ninguna pulsión, ninguna compulsión, ni siquiera ninguna compulsión de repetición, ningún «mal-de» surgirían para aquel a quien, de un modo u otro, no le pudiera ya el (mal de) archivo.(p.98)

 

La búsqueda de un origen o principio que nos defina como sujetos y como miembros de un colectivo y una tradición, nos conduce a un lugar donde lo que se exhibe es lo contrario a lo esperado, es decir la inexistencia de todo aquello que se supone debería estar. La voz interna donde el yo se reconocía como uno se termina identificando con lo externo, lo otro aquello que, desde el exterior me mandata a ser lo que estoy obligado a ser.  Así lo entendió Derrida en lo relativo a sus propias identificaciones, lo podemos constatar en las palabras que pronunció en el Coloquio de intelectuales judíos de lengua francesa que citamos anteriormente. Como lo anuncia el título del encuentro, se le invitó por considerarlo un judío que hablaba francés y él aceptó la invitación. No negó que fuera judío o francoparlante, pero problematizó sus identificaciones aclarando que en su niñez: “tuvo que romper entonces, de forma tanto irreflexiva como reflexiva, por los dos lados, con esos dos modos de pertenencia exclusivos, y en consecuencia excluyentes. (Derrida, J., 2002, pp. 162-3) Y, sin embargo, a pesar de haber roto, se presentaba ahí.  

4.4.   La apropiación como resultado de la deconstrucción.

Con su presentación en el coloquio, Derrida aceptó la paradoja inherente a todo proceso de identificación. Como lo expuso en su participación, la manera de abordar el mal de archivo debía partir del reconocimiento propio de la necesidad psíquica “buscar el archivo allí donde se nos hurta”. Él no podía ocultarse a sí mismo que, con la palabra judío, con la que se le llamaba desde una voz exterior, se detonaba el mecanismo interno que le ordenaba serlo y advertía que su negación traería como consecuencia una retaliación producida por el sentimiento de culpa. Algo similar le sucedía con la lengua francesa con la que elaboraba sus pensamientos y expresaba sus ideas, concientemente reconocía que le fue impuesta, la identificaba con lo exterior, lo ajeno y la opresión, pero era la única que tenía y no podía dejar de pensar, hablar y escribir por medio de ella. Para los judíos argelinos no había otra posibilidad:

En cuanto a la lengua, en sentido restringido, ni siquiera podíamos recurrir a algún sustituto familiar, a al­gún idioma interior a la comunidad judía, a una especie de lengua de retiro que hubiera asegurado, como el yiddish, un elemento de intimidad, la protección de una “casa propia” contra la lengua de la cultura oficial, una ayu­da complementaria en situaciones sociosemióticas dife­rentes. El “ladino” no se practicaba en la Argelia que yo conocí, en particular en las grandes ciudades corno Argel, donde estaba concentrada la población judía. (1997, pp.77-78)

 

La solución que propone Derrida es la deconstrucción: una toma de distancia, una suerte de desdoblamiento en la que el sujeto, desbarata la lengua que lo busca enajenar, la reconfigura y se apropia de ella. Este proceso es factible por la manera en la que opera el lenguaje, en su sentido antinómico, paradójico y aporético, que señalamos anteriormente.

La “escritura”, sí: entre otras cosas, se designaría así cierto modo de apropiación amante y desesperada de la lengua, y a través de ella de una palabra tan interdictoria como interdicta (la francesa fue ambas cosas para mí), y a través de ella de tomo idioma interdicto, la venganza amorosa y celosa de un nuevo adiestramiento que intenta restaurar la lengua, y creo que reinventarla a la vez, darle por fin una forma (en principio deformarla, reformarla, transformarla), y de tal modo hacerla pagar el tributo de la interdicción o, lo que sin duda viene a ser lo mismo, satisfacer ante ella el precio de la interdicción.(1997, p.51)

 

Por medio de la escritura, el filósofo se apropia de la lengua materna que le fue transmitida desde el exterior como suya, haciendo alusión al terreno del erotismo se refería a este proceso como “apropiación amante y desesperada” de la palabra prohibida. Para comprender lo que esto significa entendamos que la interdicción de la que hablaba en esta conferencia se relaciona con el uso del idioma francés en el que le habló su madre pero que era la lengua del antisemita que lo marginaba y le negaba sus derechos. Las palabras tenían una resonancia cargada de ambigüedad, eran las voces amorosas de casa y al mismo tiempo los sonidos del odio y la exclusión. El adulto se rebela y desconoce el edicto que pretende expulsarlo de su propia lengua y como “venganza amorosa” se convierte en un artífice de la palabra adentrándose en sus secretos y mostrando que nadie puede adjudicarse su derecho de propiedad. El judío argelino se apropia del francés y lo deconstruye de tal manera que nadie puede adjudicárselo en una apropiación excluyente.

En el caso concreto de Derrida entendemos que se refería a la relación con la lengua del colono francés antisemita, pero podemos ver como su reflexión buscaba alcanzar un plano universal entendiendo su experiencia individual como un caso extremo de aquello que le sucede a todas las personas[10]. En la mayoría de los casos no resulta para nada evidente que el lenguaje que se habla tiene un origen exterior y se transmite como mandato arcóntico; sin embargo, para el filósofo, el mecanismo de identificación por medio de la palabra opera, como lo entendió el psicoanálisis, por la manera en la que se adquiere el lenguaje en la infancia independientemente de los entornos sociales. Lo que sucedió en su caso concreto fue que su experiencia de marginación lo confrontó con aquello que no resulta tan evidente para la gran mayoría que no sufre una exclusión tan radical.

La deconstrucción derridiana debe entenderse como una reconfiguración de las identificaciones a partir de la apropiación del lenguaje. Pensamos, hablamos y escribimos por medio de palabras que, desde que las adquirimos, nos dicen quiénes somos a partir de qué no somos, está contradicción nos persigue siempre y nos conduce al mal de archivo, a la delirante compulsión de inventarnos un origen que sabemos (inconscientemente) que no existe. Derrida nos abre una manera de entendernos como los artífices de este lenguaje particular que, desde lo no dicho, nombra todo lo que elegimos poder ser en constante rebelión con la obligación de tener que ser.

5.   Conclusiones:

Después de esta breve revisión de lo que significa la identidad, tanto para el psicoanálisis como para la deconstrucción, podemos comprender mejor porque este tema ha ocupado las reflexiones de los hombres de distintas tradiciones culturales a lo largo de milenios y también por qué no existe una repuesta definitiva a los cuestionamientos que suscita. Como pudimos constatar las creencias generalizadas en la existencia de sustratos reales para las identidades culturales, nacionales o religiosas se sostienen en imaginarios. En las tradiciones religiosas se le adjudica a un ente metafísico la elección de sus fieles mientras que los nacionalistas recurren a componentes químicos de la sangre o fuerzas espirituales secularizadas, tenemos también a los que buscan cimentar sus identificaciones en factores como el territorio, la lengua o las expresiones culturales.

Lo que pudimos colegir de nuestra exploración es que la manera en la que opera el aparato psíquico produce un efecto de búsqueda compulsivo e inagotable de un objeto de identificación que inconscientemente se sabe inexistente. El análisis del funcionamiento del lenguaje se suma a esta conclusión y encuentra que, en la palabra transmitida, se reproduce esta operación definida como mal de archivo. La adquisición del habla y su transmisión reproducen este mecanismo que impone una obediencia sin cuestionamiento al origen incierto con el que se nos mandata la identificación: debemos creer en ese dios único, amar a la patria y ser dignos herederos de la sangre que corre por nuestras venas.

Lo que también pudimos aprender de estas aportaciones teóricas es la manera de enfrentarnos a estos dispositivos por medio del mismo lenguaje que los articula. La apropiación de la palabra nos permite enfrentar la irracionalidad con la que opera el mandato inconsciente, al nombrar lo innombrable desaparece el espectro del padre amenazador permitiéndole al yo decidir sobre su destino. La deconstrucción del lenguaje nos permite identificar la violencia que encierra el mandato arcóntico y apropiarnos de la lengua que nos fue impuesta para transformarla en un llamado a la hospitalidad.

6.   Bibliografía citada:

Anderson, B. (1993) Reflexiones sobre el origen y la difusión del Nacionalismo, traducción de Eduardo L. Suárez, Fondo de Cultura Económica, México, 1993.

Éxodo, 3- 13-14, en (1983) Humash Ha-Mercaz: Libro de la Torah y las Haftarot, con traducción, comentario, explicaciones introducción y glosario por Rabbi Meir Matzliah Melamed, Centro Educativo Sefaradí de Jerusalem, Jerusalem.

Derrida, J. (2002) “Confesar- Lo Imposible. « Retornos »Arrepentimiento y Reconciliación en, Reyes Mate (ed.) (2002) La Filosofía después del Holocausto, edición confiada al cuidado de Alberto Sucasas, versión castellana de Patricio Peñalver, Riopiedras Ediciones, Barcelona. pp. 149-181.

________ (1997) El Monolingüismo del otro, o la prótesis de origen, traducción de Horacio Pons, Manantial, Buenos Aires.

_________ (1997a) Mal de archivo; Una impresión Freudiana, Traducción de Paco Vidarte, Editorial Trota, Madrid.

Freud, S. (2004) El malestar en la Cultura, en, Obras completas, vol. XXI, ordenamiento, comentarios y notas de James Strachey, con la colaboración de Anna Freud, traducción de José L. Etcheverry, Amorrortu Editores, Buenos Aires.

________ (1993), El Yo y el Ello, en, Obras completas, volumen XIX, ordenamiento, comentarios y notas de James Strachey, con la colaboración de Anna Freud, traducción de José L. Etcheverry, Amorrortu Editores, Buenos Aires.

_________ (2002) La interpretación de los sueños, en, Obras completas, volúmenes IV y V, ordenamiento, comentarios y notas de James Strachey, con la colaboración de Anna Freud, traducción de José L. Etcheverry, Amorrortu Editores, Buenos Aires.

__________ (2004) Moisés y la religión monoteísta, en Obras Completas, Vol. XXIII, ordenamiento, comentarios y notas de James Strachey, con la colaboración de Anna Freud, traducción de José L. Etcheverry, Amorrortu Editores, Buenos Aires.

___________ (2002a), Tótem y Tabú, en Obras Completas, volumen XIII, ordenamiento, comentarios y notas de James Strachey, con la colaboración de Anna Freud, traducción de José L. Etcheverry, Amorrortu Editores, Buenos Aires.

Hobsbawm, E. ( 2000) Naciones y nacionalismo desde 1780, Crítica, Barcelona.

Lacan, J. (2007) La Ética del Psicoanálisis 1959 – 1960, en, El seminario de Jacques Lacan Libro 7, Texto Establecido Por Jacques-Alain Miller traducción de Diana S. Rabinovich, Ediciones Paidós, Buenos Aires – Barcelona México.

Parménides (1962) Poema, fragmento 3, versión de García Bacca, J.P. El poema de Parménides, México.

 Pilatowsky, M (2014) Las voces desterradas, reflexiones en torno a los imaginarios judíos. Prólogo de Alberto Sucasas, Plaza y Valdés Fes Acatlán, México.

Yerushalmi, Y. H. (1996) El Moisés de Freud; judaísmo Terminable e Interminable, Traducción Horacio Pons, Nueva Visión, Buenos Aires.

 

 

Mauricio Pilatowsky Braverman

Calle Parral #78, interior 502. Colonia Condesa, Alcaldía Cuauhtémoc, CDMX, CP. 06140.

mauripila@gmail.com

mauripila@comunidad.unam.mx

http://mauriciopilatowsky.blogspot.com/

 



[3] Ver: Anderson, B. (1993), Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, traducción de Eduardo L. Suárez, Fondo de Cultura Económica, México y Hobsbawm, E. (2000) Naciones y nacionalismo desde 1780, Crítica, Barcelona.

 

[4]En las citas, se respetará la ortografía de las palabras inconsciente, consciente y consciencia utilizada por los editores en español de las obras completas de Freud.

[5] Debemos considerar que el suicidio es un caso extremo de autodestrucción, pero no es la única expresión de este tipo de patologías. En muchos casos se observan situaciones en donde las personas se causan daño haciéndose heridas, colocándose en situaciones peligrosas o dañándose, dejando de comer o haciéndolo en exceso.

[6] Ver apartado anterior.

[8] Ver Derrida, J., 1997, p. 27. En el texto original se incluye la siguiente nota: “Es ésta una cadena que, como es sabido, Benveniste reconstituye y muestra en varios lugares, en especial en un magnífico capítulo consagrado a “L’ hospitalité” [“La Hospitalidad”] (en 1983, Vocabulaire des institutions indo-européenes, t. 1, París, Minuit, 1969, págs. 87 y sigs.) Madrid Taurus, capítulo al que tal vez vuelva en otra parte de manera más problemática o inquieta”.

[9] Este tema es ampliamente tratado en: Pilatowsky, M. (2014) “Identidad, historia y psicoanálisis; Derrida y Yerushalmi debaten sobre el Moisés de Freud”, en Las voces desterradas, reflexiones en torno a los imaginarios judíos. Prólogo de Alberto Sucasas, Plaza y Valdés Fes Acatlán, México, pp.133-143.

[10] En México podemos comprender el sentido que le da Derrida al francés si lo aplicamos al español.