miércoles, 20 de agosto de 2014

martes, 5 de agosto de 2014

Israel, lo judío, los palestinos y los dilemas de la historia Ricardo Forster

Escrito por el filósofo argentino Ricardo Forster

1

En un ensayo medular, George Steiner despliega una honda y perturbadora reflexión alrededor del equívoco inevitable que atraviesa de lado a lado a esa extraña nación que llamamos Israel (digo extraña porque se la suele medir con una vara muy distinta a la que se utiliza con el resto de las naciones del mundo, una vara signada por lo absoluto, por la pureza total de la que debería dar cuenta por su origen o la del más brutal de los envilecimientos que acaba por transformarla en la patria diabólica, en la nueva encarnación del mal; nada, cuando se habla de Israel, es directo ni ingenuo). Cito, entonces, a Steiner: “En el manifiesto fundacional y secular del sionismo, el Judenstaat de Herzl, el lenguaje y la visión imitan orgullosamente al nacionalismo de Bismarck. Israel es una nación en grado máximo: vive armada hasta los dientes. Para sobrevivir día a día, ha obligado a otros hombres a vivir sin hogar, los ha convertido en seres serviles, desheredados (durante dos milenios, la dignidad del judío consistía en ser demasiado débil para hacer que otro ser humano viviese de forma tan inhóspita y difícil como él mismo). Las virtudes de Israel son las de la sitiada Esparta. Su propaganda, su retórica del autoengaño son tan desesperadas como las de cualquier nacionalismo de la historia. Bajo una presión externa e interna, la lealtad se ha atrofiado dando paso al patriotismo, y el patriotismo ha dado paso al chovinismo. ¿Qué lugar, qué excusa cabe en esa plaza fuerte para la ‘traición’ del profeta, para el rechazo de Spinoza a la tribu? El humanismo, dijo Rousseau, es ‘un hurto cometido contra la patrie’. Bien cierto”. (“El texto, tierra de nuestro hogar”).
Desde la lejanía de su historia, el pueblo de Israel ha sabido atravesar diversas vicisitudes tanto espirituales y materiales como políticas, culturales y sociales; ha conocido al dios de la guerra y de la venganza del mismo modo que supo escuchar la voz clara y potente de los profetas que clamaban contra las injusticias cometidas en su nombre; conoció el reino davídico-salomónico, ese que sería convertido en leyenda y en promesa restitutivo-mesiánica olvidando las penurias de los “constructores de los palacios”, esas masas anónimas que siempre fueron explotadas a lo largo de la historia, para enaltecer la majestuosidad de los poderosos amparados por el “brazo fuerte” de Yahvé; pero también conoció el exilio, la dispersión de las tribus, el sometimiento a los distintos imperios de la antigüedad; supo de la resignación y de la rebeldía; conoció la palabra única y desafiante de Amós y de Isaías que supieron desgarrar los velos de las mentiras y de las injusticias fundando una tradición que se continúa hasta nuestros días; desplegó los lenguajes de una nueva ética que supo hacer del huérfano, de la viuda, del pobre y del extranjero el eje central de la hospitalidad y del acogimiento del otro; supo construir la patria en el Libro cuando perdió la tierra natal.
En su seno convivieron el deseo tribal, ese que recogía los mitos y los símbolos de un pueblo único, fuerte, capaz de someter a otros pueblos y de erigirse en una nación poderosa, junto con la universalización de la promesa mesiánica, esa que se transformaría en el humus de las siembras más significativas que se hicieron en nombre de la libertad y de la igualdad de todos los seres humanos. Pueblo girado sobre sí mismo, enclaustrado en su autorreferencialidad; pueblo de la escritura y de lo abierto, hijo de un nuevo cosmopolitismo asociado a la interpretación interminable del libro; pueblo del desarraigo convertido, por los poderosos de ayer a lo largo de dos milenios, en extranjero eterno, en paria, en labrador de palabras en el viento porque carecía de tierras para cultivar. Pero pueblo también, ahora que encontró su propia pesadilla nacionalista, capaz de ejercer formas brutales de violencia y sometimiento contra otro pueblo. Dilema que desgarra una historia que no le ha ahorrado ninguna dificultad incluyendo la de poner un límite a sus propios extravíos. Auschwitz, ese nombre maldito, no puede ser convertido en justificador eterno ante acciones que en el presente cuestionan sus mejores tradiciones humanistas y libertarias. La razón de Estado acaba transformándose, y con Israel está sucediendo, en el pantano de los ideales. Cada quien tendrá que dar cuenta de su propia miseria moral. Y hoy los palestinos, en especial los que mal viven en Gaza, son las víctimas de una terrible injusticia. Que otros se ocupen de analizar los males ajenos (que están allí y no pueden ni deben ser minimizados), a mí me preocupa y me ocupa cuestionar una violencia que no sólo le hace daño al pueblo palestino sino que termina por dañar profundamente al propio Israel. Difícil regresar del envilecimiento militarista y del poder brutal de las armas cuando la asimetría es imposible de ocultar. Un pueblo-paria capaz de convertirse en su antípoda.
2.
Un pueblo, como escribía –en 1916 y desde el frente de batalla- el filósofo judeo-alemán Franz Rosenzweig en La estrella de la redención, que al renunciar a dar la sangre en defensa de la tierra se convirtió en el pueblo de la eternidad del tiempo (por esas paradojas de la historia y de las pasiones, Rosenzweig pensaba que el destino del judaísmo se había sellado con esa renuncia que le había permitido sustraerse al olvido que la historia les tenía reservados a la mayoría de los pueblos de la antigüedad que decidieron dar sus vidas, derramar sus sangres, para defender un pedazo de tierra o un Estado, lo mismo da, transformándose apenas en una nota a pie de página en los libros de historia. Renunciando a ese acto guerrero los judíos se transformaron radical y absolutamente haciendo de la diáspora y de la lectura el laberinto inconcluso de una patria sin dominios ni violencias que se fue construyendo alrededor y en el interior de ese libro quemado por los poderes cristianos a lo largo de siglos y siglos y que lleva el nombre de Talmud –libro sin potestades definitivas ni principios de autoridad demarcatorios y censores; libro de márgenes y glosas, de interpretaciones inacabables, de discusiones que subvierten la continuidad del tiempo–).
A la sombra de ese libro inabarcable y de las escrituras bíblicas se levantaría, en los años dominados por la cristiandad medieval, la sabiduría de los cabalistas, maestros no sólo del lenguaje y de sus misterios sino portadores de una interrogación inagotable capaz de hurgar en los secretos del mundo mientras la hostilidad y la violencia se cegaban con los cuerpos y los libros del pueblo errante. De esa saga de lectores infatigables, de buceadores de perlas en los fondos oceánicos de la vida y de las escrituras, saldrían los heterodoxos y los herejes, los fieles cultores del ritual y los forjadores de nuevas sendas. Allí se inscribirían los nombres de Maimónides y de Spinoza, de Mendelsohn y de Marx, de Rosa Luxemburgo y de Walter Benjamin, de Sigmund Freud y de Franz Kafka. Nombres para recordar la rama dorada de un humanismo en vías de extinción, amenazado desde adentro y desde afuera por una sociedad de la depredación económica, cultural, militar y social. Hace tiempo que Israel ya no responde a esas tradiciones sino a la reinante razón de Estado, como la mayoría de las naciones del planeta. La vía nacional-militar que viene emprendiendo con mayor intensidad desde la Guerra de los Seis Días ha herido muy duramente a lo mejor que esa sociedad guardaba dentro de sí. Lo que le queda ahora es la mitificación y la sordera ante el dolor del otro, del despojado, del expropiado, del nuevo paria. ¿Era esa la razón de ser de los sueños de Martin Buber y de Gershom Scholem, de Ahad Haam y de Leibowitz?
Para Rosenzweig, que escribió y vivió antes de la Shoá, la alternativa planteada por el sionismo se desviaba de lo que él consideraba las fuentes y las riquezas del judaísmo diaspórico, esa extraordinaria cualidad de habitar la eternidad del tiempo sin plegarse a las idolatrías nacionales. Discutió amargamente con Gershom Scholem quien, en esos años previos al nazismo, eligió dirigir sus pasos hacia Jerusalén para defender allí, junto a algunos otros entre los que se encontrarían el fundador de la Universidad Hebrea y Martin Buber, la idea de una nación para dos pueblos, la búsqueda de la convivencia judeo-palestina. Los sueños de Scholem y de Buber, también en parte los de Einstein, de aquello que se llamó el sionismo cultural y que aspiraba a un hogar compartido, quedarían seriamente dañados por el triunfo de la opción de un sionismo nacionalista y signatario de la Realpolitik que se apresuró a aniquilar cualquier posibilidad de diálogo y de entrelazamiento con las poblaciones árabes nativas, que también guardaban en su seno sectores que se oponían a cualquier acuerdo (vale la pena recordar las negociaciones con la Alemania hitleriana del muftí de Jerusalén –máximo representante palestino– para no pecar de ingenuidad histórica volcando la balanza y la responsabilidad de un solo lado). Un corte trágico se iniciaba, un corte que volvía a confrontar, en el interior de la experiencia judía, su núcleo tribal-nacional con su otro núcleo cosmopolita-universalista. En estos días de violencia despareja parecería que el primero de esos núcleos terminará por anular sin piedad al segundo.
3.
Hace unos pocos años, sacudido por la guerra del Líbano escribí las siguientes líneas que quisiera volver a citar: “Toda guerra es miserable y dolorosa; nada justifica la muerte de civiles, la destrucción de ciudades, el horror del bombardeo permanente. Matar en nombre de cualquier fe, religiosa o secular, es, siempre, un crimen. El ejército israelí mata, Hezbolá mata, Hamas mata, Siria mata, Irán mata, Estados Unidos mata... y la lista es mucho más larga, casi inacabable, y atraviesa la geografía entera del planeta. La guerra, en sus múltiples versiones y justificaciones, nos deja desamparados en tanto que seres humanos, nos comunica con la crueldad que llevamos muy dentro de nosotros. Por supuesto que no todas las guerras son iguales, ni todas las muertes representan lo mismo. Ha habido guerras inevitables, guerras brutales, guerras en nombre de la libertad que acabaron por expandir la opresión, guerras contra el totalitarismo, guerras de liberación nacional que expulsaron al opresor para imponer otro régimen de dominación tanto o más cruel y represivo. Israel no es la excepción, ni es la cenicienta de las naciones ni es el diablo, ese monstruo en el que lo quieren convertir algunos de nuestros progresistas. Israel ha librado distintas guerras, ha matado y ha sufrido, ha intentado tejer la paz y también la ha boicoteado, ha tenido en su interior voces ejemplares que llamaron y lo siguen haciendo insistentemente a la concordia entre los pueblos, que reclaman el derecho a un Estado palestino, y voces reaccionarias que sueñan con el Gran Israel proyectado desde las escrituras bíblicas y transformados, esos sueños, en delirios de dominación y destrucción. Israel es un país complejo, abigarrado, pleno de contradicciones, sus calles han sido y siguen siendo escenarios de debates políticos, de manifestaciones de distinto tipo, de exigencias en nombre de la paz y de la guerra”. Hoy, cuando escribo estas otras líneas mi pesimismo ha crecido indignado y hondamente dolido ante lo que el ejército israelí, como fuerza de opresión, está haciendo con el pueblo palestino y esto más allá de la excusa que se llama “Hamas” (que no representa los valores democrático-humanistas que ha sabido cultivar ese pueblo sufrido, que, antes bien, ha sido y sigue siendo un factor de violencia en nombre de otras formas del fanatismo). Se trata, ahora, en este preciso momento, de la supervivencia moral del pueblo y de la sociedad israelí, que ha optado en su mayoría por cerrar los ojos ante el sufrimiento del otro para cebarse en su propia ira profundamente atravesada por el prejuicio, la intolerancia y el olvido de su propia historia. Sin paz, sin derecho palestino a su Estado, sin abrir Jerusalén como ciudad de la hospitalidad, todos, tarde o temprano, y en especial los judíos, volveremos a ser extranjeros. Una supervivencia que, aunque lo niegue, depende de renunciar al sometimiento de los palestinos en nombre de una seguridad nacional atrofiada por una derecha nacionalista israelí que sólo parece querer buscar el camino de la guerra asociándose a quienes, del otro lado, también desean su perpetuación.


Publicado en la revista veintitrés de Buenos Aires

lunes, 4 de agosto de 2014

El conflicto en Gaza; otro círculo en el infierno nacionalista



Al que conquista el país terminan por pertenecerle sus gentes; y no puede ser de otro modo, si éstas están más apegadas al país que a su vida propia como pueblo. La tierra, así, traiciona al pueblo que confió su duración a la de ella. Continúa, durando, pero el pueblo que hubo sobre ella pasó.
(Franz Rosenzweig La Estrella de la Redención)


En estos días, en la frontera de una tierra donde el Dios único tiene varios rostros antagónicos, israelíes  y palestinos se envuelven en el manto delirante del sacrificio; la muerte es la única vencedora de esta estéril lucha por el reconocimiento del Padre. Mientras los proyectiles de Hamas detonan terror y muerte en las ciudades hebreas y los soldados israelíes masacran a la población que vive cercada en Gaza, se libra otra batalla: la de las filias y las fobias. En el campo de los medios de comunicación y en los debates que surgen en las redes sociales, el conflicto ha escalado y se encuentra en los enrarecidos aires de los afectos maniqueos; el de los amores y odios acríticos donde se exigen lealtades y se acusan traiciones. Es de ese lugar inhóspito del que se debería salir  acompañados del uso crítico de la razón como un blindaje ante las metrallas de los sentimientos nacionales.
Para los defensores de las acciones del ejército israelí la justificación a la violencia, por más desproporcionada que ésta resulte es la defensa de sus ciudadanos, una apología que  culpa a Hamás del asesinato de los propios civiles palestinos argumentando que los utiliza como escudos humanos. En el otro bando tenemos a los que acusan a Israel de asesinar a la población civil de forma indiscriminada. Los hechos hablan por sí mismos, Hamás no ha conseguido matar a cientos o miles de inocentes porque el sistema de defensa israelí no se lo ha permitido, mientras que los israelíes tienen una fuerza militar que sí les ha permitido hacerlo, no es un asunto de intenciones, lo es de eficiencia. De no ser por el sistema antibalístico israelí lo que veríamos en los medios serían niños, mujeres y ancianos muertos y heridos por cientos en ambos lados y no sólo en uno.
El que las víctimas se produzcan mayoritariamente de un lado no se lo debemos adjudicar a la maldad de unos y a la bondad de los otros, es cuestión de eficacia militar, de pura, llana y cruda fuerza destructiva; Hamás no ha podido matar a más israelíes porque no ha tenido el armamento adecuado, pero esa es su intención.  Y la razón por la que mueren tantos civiles palestinos es cuestión de estrategia militar.  El ejército israelí ataca con proyectiles los lugares y edificios en donde puede haber combatientes de Hamás para no exponer a sus soldados y evitar que éstos se aproximen demasiado a los enemigos armados;  el resultado es la masacre de inocentes. Así actúan los ejércitos, el israelí no es el único; es el cálculo crudo de la vida humana en las guerras; a nombre de la protección de los “míos” no se repara en el exterminio de los “tuyos”. En los noticieros israelíes  se trasmite con mucha tristeza el entierro de cada una de sus víctimas mientras se está informando, con total frialdad, que han matado del otro lado a cientos de inocentes. Del lado palestino sucede algo parecido, se festeja el asesinato de los israelíes mientras se llora la muerte de los propios.
Lo dantesco de las imágenes que vemos por televisión se puede comparar con lo kafkiano de la verborrea que se lee y se escucha en los medios y las redes sociales. El análisis serio y bien informado es escaso, lo que abunda es un intercambio muy burdo de acusaciones y descalificaciones en ambos lados en el cual simpatizantes y detractores insuflados de patriotismo y cargados de mucho odio al otro no están dispuestos a tomar distancia.  Para los proisraelíes todo lo que diga el gobierno israelí se toma por bueno y lo contrario con los pro palestinos que sin entender lo complejo de la situación se apresuran a equiparar a los judíos con los nazis.
Para el lector que no está muy enterado de lo que sucede en Medio Oriente hay una pregunta que parece no tener respuesta: ¿cuáles son los objetivos puntuales de las partes en conflicto? Todos saben que estos dos colectivos, el israelí y el palestino, llevan peleándose por décadas, ¿deberíamos entender esta guerra como una búsqueda de triunfo de una de las partes sobre la otra? La verdad es que no es así,  ni los israelíes ni los palestinos piensan que ésta es una lucha  que se puede ganar; ninguno de los dos considera seriamente la posibilidad de aniquilar al otro. Ni el más extremista de los derechistas israelíes cree factible exterminar al pueblo palestino y del otro lado ni el más radical de los combatientes palestinos piensa que está en condiciones de derrotar al ejército de Israel. Estamos frente a un combate en donde ambas partes luchan con la intención de dañarse mutuamente lo más posible sin esperar aniquilar al otro.
Nos preguntamos entonces cuál es la lógica que subyace a esta macabra situación, qué es lo que motiva a unos y a otros a luchar a sabiendas de que no habrá un triunfador. Pensar solamente en el odio como razón nos llevaría a una conclusión absurda: que los millones de habitantes de esa zona del planeta sólo viven para matar y para morir; que en vez de personas, los que ahí radican son verdaderos monstruos. Esto suena descabellado aunque eso suelen decirse los radicales de un bando cuando hablan de los otros. En el lado israelí el discurso extremista describe a los palestinos como antisemitas jurados que lo único que buscan es el exterminio judío y del lado de los radicales palestinos su visión de los israelíes es la de seres abominables sedientos de sangre palestina; por más ridículo que esto parezca es parte de la verborrea propagandística de ambos lados.
Lo que en verdad encontramos en esos colectivos son personas normales, comunes y corrientes que tiene familias y que  trabajan para mantenerlas; individuos que anhelan vivir en paz sin violencia ni odio. Estamos frente a una situación que no podemos explicar fácilmente; dos pueblos compuestos mayoritariamente por personas normales que apoyan a líderes que mantienen un conflicto interminable donde nadie piensa que puede haber un vencedor. Dos grupos que están dispuestos a morir y matar sin que les quede claro para qué, así de irracional es la violencia que cobra la vida de miles de inocentes.
Para los habitantes de esa zona y para sus simpatizantes de otros lugares existen justificaciones que de entrada parecen, en cierta medida, razonables.  Los sionistas alegan que después de miles de años de persecución la única manera de sobrevivir es agrupándose en una entidad nacional moderna con un territorio propio y con un ejército que los defienda. Los palestinos por su lado argumentan que tienen derecho a tener un Estado en el territorio que les pertenece y que los sionistas les arrebataron sus tierras y los tienen sometidos en un régimen militar sin garantías civiles fundamentales, reivindican su derecho a defenderse del agresor y recuperar lo que es suyo.  La historia les da cierta razón a los dos: la concentración territorial de los judíos en esa  zona está directamente relacionada con las persecuciones antisemitas, después del Holocausto llegaron cientos de miles de refugiados provenientes de Europa que habían sido expulsados de sus países de origen y otros tantos que venían de los países árabes de los que también huyeron. Los palestinos también tienen razón en sus argumentos ya que llevan más de medio siglo viviendo bajo la ocupación militar israelí y los colonos israelíes se van apropiando sistemáticamente de sus tierras por medio de asentamientos.
El lector de estas líneas se preguntará por qué no es factible dividir el territorio y permitir que cada colectivo viva uno al lado del otro. Para responder a esta pregunta debemos explorar lo que sucede en la configuración de las identidades individuales y colectivas lo cual nos lleva a un ámbito donde ya no impera lo racional sino más bien los mandatos inconscientes.
 Los seres humanos nacemos y vivimos en comunidad, en los primeros años de nuestras vidas y por medio de la trasmisión familiar y cultural nos identificamos con un colectivo y nos diferenciamos de otro. Como parte de esta  educación se nos instruye a valorar a los cercanos y a privilegiar su cuidado por encima de los más lejanos. Mientras no existan situaciones conflictivas es factible convivir con cierta paz, pero cuando los intereses de un grupo atentan contra los de los otros el mandato de la tradición nos conduce a la guerra.
El movimiento nacional judío conocido como Sionismo, en su parte afectiva, agrupa a los propios con el relato de la Tierra Prometida y por el Dios único que los considera el Pueblo Elegido.  Para los musulmanes también existe una Tierra Prometida un Dios único y se consideran los elegidos. Es aquí donde nos encontramos en el ámbito de lo irracional, de los afectos y las creencias; una de las paradojas más siniestras del monoteísmo es que el Dios único es distinto para cada pueblo elegido pero la tierra prometida es la misma; dos dioses, dos pueblos elegidos pero una sola tierra, ésta es la fórmula con la que se cocina el odio exterminador en ambos lados.
En las construcciones identitarias de las personas comunes y corrientes que conforman los colectivos en ambos lados de la frontera del odio, existe un mandato heredado de poblar la tierra que les dio su Dios y de no permitir que los “otros” se apoderen de lo que no les pertenece. La gran mayoría de los judíos consideran que tiene el derecho de reclamar la propiedad sobre el territorio que en su Biblia les ha sido prometido; los musulmanes consideran lo mismo pero desde su propia interpretación. Los individuos están dispuestos a “convivir” con los miembros del otro colectivo siempre y cuando  acepten someterse a sus condiciones. Los israelíes quieren vivir en paz pero no están dispuestos a renunciar a una Jerusalén judía ni a los territorios conquistados en 1967, los palestinos quieren vivir en paz pero siempre y cuando los israelíes se salgan de sus tierras.
Las tradiciones religiosas presentan siempre varios discursos, entre ellos podemos localizar uno que habla de compasión, que predica el amor al prójimo, la caridad y la paz universal; por otro lado está el de la imposición de la verdad sobre los disidentes en el cual la persecución y muerte del llamado infiel instiga a la violencia. Tenemos al Jesús de la otra mejilla al lado del  del templo de los mercaderes, a San Francisco de Asís frente a los cruzados y la Inquisición. Del lado judío está el Dios de la misericordia y la compasión pero también el de los ejércitos  y el de la venganza. Del lado musulmán nos encontramos con algo similar; Alá es el Dios de la compasión pero también el que destruye sin clemencia a los infieles.
La tradición monoteísta se desarrolla en esta extraña paradoja; todos somos hijos de Dios pero algunos somos los preferidos porque sabemos diferenciar al Padre real  del impostor. La lucha por su amor y reconocimiento está cargada de envidia y celos por los otros hijos a los que consideramos ilegítimos y por lo mismo indignos de nuestro amor y compasión. Un niño palestino no tiene el mismo valor que uno judío para los creyentes en Jehová de la misma manera que para un creyente en Alá un niño judío no merece la vida como uno musulmán.
El lector de estas líneas podrá objetar, y con razón, que no todos los que viven en esa zona son creyentes y que no se puede reducir el conflicto a un asunto puramente religioso. Para responder a esta justa objeción hay que recordar que a finales del siglo  XIX surgió una nueva forma de vinculación entre los colectivos; el del nacionalismo. A partir de la Ilustración se vivió un proceso de secularización donde los elementos religiosos fueron reemplazados parcialmente por nuevos valores relacionados con la nación. Pero como lo explica el historiador Eric Hobsbawm, para la configuración de las identidades nacionales se recurrió a elementos que ya existían y de ahí que los sentimientos religiosos permanecieran en las nuevas construcciones sociales.  En el caso de Israel-Palestina sus nacionalismos dejarían de tener sentido sin el Muro de los Lamentos y la Cúpula de la Roca, respectivamente. Hamás es un movimiento nacionalista islámico y el gobierno Israelí está conformado por una derecha nacionalista con un discurso y prácticas religiosas. 
El conflicto entre israelíes y palestinos debe entenderse en claves de dos nacionalismos que abrevan de fuentes religiosas. Lo que está sucediendo ahí es un episodio más de la triste condición humana; un colectivo busca destruir al otro para responder a un mandato que ha recibido inconscientemente y donde la búsqueda del reconocimiento del Padre implica la imposición de su verdad sobre el otro. La gran mayoría de los pobladores de esa zona, judíos y musulmanes, personas comunes y corrientes que dicen anhelar la paz y no odiar al prójimo no están dispuestos a renunciar a lo que ellos consideran que les pertenece, están dispuestos a matar y morir para conservar unas tierras y poder adorar a sus becerros de oro.
La gran mayoría de los judíos sionistas no están dispuestos a permitir que se divida la ciudad de Jerusalén y que ésta sea también la capital de Palestina, lo mismo sucede del otro lado. No puede pensarse seriamente en ningún tratado de paz que no contemple la división territorial, y ya que ninguno está dispuesto realmente a que esto suceda lo que prevalece es una interminable guerra de desgaste donde Israel se plantea mantener la ocupación indefinida de los territorios palestinos en un lento proceso de anexión de sus tierras, y los palestinos, llevados por la impotencia, recurren a la violencia como una vía para enfrentar la ocupación.
Habrá una tregua, posiblemente ésta dure unos meses o años, pero el círculo del odio va creciendo y el caudal de violencia se desborda inundándolo todo, es tan sólo un cese al fuego temporal mientras las partes se arman nuevamente y elaboran sofisticadas estrategias para causarse más daño. Las personas comunes y corrientes  que salen a trabajar todos los días y que se cuentan a sí mismas que anhelan la paz y no odian al otro; volverán a luchar, a llorar a sus muertos y a justificar la muerte de inocentes.
El lector se preguntará si hay alguna esperanza de que este círculo trágico del horror termine y realmente se consiga la paz. Ya que no podemos esperar milagros porque no sabríamos a cuál de los dioses rezarle, y por lo que hemos expuesto no es la razón la que priva, lo que podría llevar a las partes a una negociación podría ser el agotamiento, la desesperación y el miedo. Es una conclusión muy triste y desalentadora pero  no parece haber otra, parece que para decepcionarse de las promesas divinas habría que vivir una larga temporada en el infierno. En esto sí han contribuido israelíes y palestinos, se han esmerado lo suficiente para recrearlo, en unas tandas más y con el apoyo tecnológico adecuado podrían incluso llegar a conseguir que lo que aparece como una pesadilla se convierta en realidad.

Gracias a Claudia Larios por su observaciones