En este ensayo Ricardo
Forster sostiene que pocas épocas estuvieron tan secas de
los ideales utópicos como la que estamos viviendo. La desintegración de la
gramática de la utopía, afirma Forster, se corresponde con el borramiento del
futuro, o, tal vez, son las derechas extremas, aquellas que siguen bebiendo de
las fuentes de los fascismos clásicos, las que se han reservado el flujo
utópico al plantearles a los hombres y mujeres de este tiempo de reinado
absoluto del capital.
El lenguaje guarda, dentro suyo,
la posibilidad de múltiples significados; sus palabras, incluso aquellas que
parecían ser univalentes y cuyo sentido no genera dudas ni grandes discusiones,
llevan, siempre, el germen de la diversidad. Como si en el misterio del decir y
del nombrar se siguiera manifestando la riqueza inaudita de la vida, su
proliferación inagotable de forma y contenido que vuelve literalmente
imposible el monolingüismo, la unidad del significante y del significado. Para
expresarlo de otra manera: desde los remotos orígenes de la cultura, las
palabras de los humanos se han afanado por encontrar el camino recto y sin
tropiezos al orden de las cosas; han buscado con insistencia la verdad en el
decir y la correspondencia entre el nombre y lo nombrado. Tal vez la cultura,
nosotros, no seamos otra cosa más que el producto de un fracaso, la
extraordinaria y al mismo tiempo desoladora convicción de una imposibilidad:
nada es igual a sí mismo, las correspondencias se disuelven mientras se
multiplican las significaciones. Y de allí ha nacido una paradoja: soñamos,
siempre, con articular el nombre apropiado, con encontrar el camino que nos regrese
al hogar perdido en el comienzo de nuestra travesía por el tiempo, por el
lenguaje y por la certeza de la muerte; y ese sueño desiderativo se ha
convertido en energía y movimiento, en acción y transformación de nosotros
mismos y del mundo. Desde el comienzo más arcaico y remoto de la existencia
humana esa energía y ese movimiento jamás se ha detenido. Nuestra referencia no
es lo dado sino lo deseado, no aquello que nos rodea sino lo que se esconde
detrás del horizonte. Al menos, y para no remitirnos tan lejos en la historia,
esa ha sido la impronta que dominó la experiencia de la modernidad a lo largo y
ancho del mundo abarcando tanto al norte como al sur, aunque a los primeros esa
experiencia los encontró del lado de la dominación y a los segundos del lado
del sometimiento y de la rebeldía.
Pero hasta ahora esa búsqueda de
correspondencia entre el nombre y lo nombrado, ese intento de eliminar la
ambigüedad y de alcanzar, por qué no, la inmortalidad venía asociada con la
creencia en un Dios todopoderoso, omnisciente y salvador. La utopía, como ya
veremos, constituyó una estrategia para alcanzar esa sociedad perfecta a la que
ni siquiera la muerte podría amenazarla. La ciudad de Dios descripta por San
Agustín como promesa de un más allá de la terrenalidad angustiosa y miserable.
Caída la fe religiosa, llegado el tiempo de “la muerte de dios” anunciada por
el loco de La gaya ciencia nietzscheana y consumado el
nihilismo bajo la impronta del capitalismo capaz de hacer que “todo lo sólido
se desvanezca en el aire”, se abrió la época de la secularización más radical y
de los proyectos políticos profanos y revolucionarios capaces, eso se creía, de
alcanzar el cielo en la tierra. El siglo XX se pensó a sí mismo, allí cuando
inició su derrotero, como el siglo de las transformaciones radicales, como la
época atravesada por la “pasión de lo real”. Hoy, cuando ni las religiones ni
mucho menos cualquier dios profano y secular alcanzan para salvarnos de tanta
incertidumbre y de tanta angustia, pareciera ser que los algoritmos y la
Inteligencia Artificial estarían, ¡por fin!, compensando la ausencia o la
muerte de dios ofreciéndonos la utopía, ahora sí, de tener todo a nuestro
alcance al mismo tiempo que nos dejamos conducir por una mano invisible que ya
ni siquiera es la del mercado. Pasaríamos de proyectos sociales diseñados y
llevados a la práctica por seres humanos a proyectos que, en la encrucijada de
esta época, serían elaborados y propuestos por la Inteligencia Artificial.
Casi sin darnos cuenta, y
contradiciendo toda la tradición del individuo liberal que se creía dueño de
sus propias decisiones y portador de una libertad radical y autosuficiente, un
nuevo capitalismo de mayor voracidad ha logrado que a un costo cero y a un
beneficio astronómico la mayoría de la humanidad le entregue su intimidad
convertida, ahora, en una fabulosa mercancía. Antes, en los tiempos del viejo
capitalismo industrial, los trabajadores “eran libres de vender su fuerza de
trabajo” a cambio de un salario -en general miserable y explotador-; ahora, en
la época de la digitalización del mundo, las gigantescas corporaciones que
dominan las redes y sus dispositivos se apropian gratuitamente de lo que
sabemos y de lo que no sabemos de nosotros mismos. Lejos de aquellas míticas
luchas de la clase obrera para garantizar condiciones de trabajo y salarios
justos, los actuales adoradores de las tecnologías digitales se dejan abducir
por los algoritmos que no solo marcan el sentido de nuestras decisiones guiándonos
hacia necesidades artificiales, sino que, con un hambre pantagruélico, devoran
los restos de esa supuesta libertad que era propia del sujeto de la sociedad
liberal. Ya ni siquiera dejan que los deseos se configuren en el interior de
nuestra subjetividad. El avance prodigioso de las distopías es proporcional al
enmudecimiento de la capacidad de seguir soñando un mundo diferente. La lengua
de la utopía nació de esa capacidad autónoma de proyectar, hacia adelante, una
sociedad capaz de entramar igualdad y libertad.
Para el individuo atrapado en las
telarañas de los algoritmos el futuro se ha vuelto un delirio entre tecnológico
y apocalíptico. La absoluta imposibilidad de entender y quizás de transformar
el sentido de los tiempos que transcurren sin que siquiera podamos imaginarnos
liberados de ese llamado al goce permanente -para cada vez menos en el sur
global pero también entre los pobres y los migrantes del norte opulento- que
proviene de las promesas de las distopías tecno-digitales. Al menos, eso es lo
que buscan certificar los dueños de esas tecnologías. Es la gran tarea de todos
aquellos que todavía creen en la emancipación humana romper esa certeza del fin
de la historia que viene de la mano de esa radical apropiación de nuestra
intimidad y de nuestros deseos. Si no somos capaces de escapar de la ilusión de
un presente continuo, de una suerte de bucle que nos hace permanecer
eternamente en el mismo instante bajo la forma de una repetición infinita, si
no recuperamos la percepción del tiempo desde el pasado y también imaginando el
futuro, la que quedará atrofiada será nuestra libertad allí donde nos será
imposible escapar de la cárcel en la que la lógica del algoritmo nos condena a
vivir. La utopía, su sustrato más profundo, nos incitaba a soñar e imaginar lo
nuevo, es decir, a liberarnos de las cadenas de la repetición.
En estas páginas se trata, entre
otras cosas, de sueños y de deseos, de búsquedas y de extravíos, de triunfos y
de derrotas, de intervenciones en el movimiento de la historia que han dejado
sus marcas en nuestra actualidad que pareciera haber perdido la visión del
futuro y haber extraviado la memoria del pasado. Marcas que, aunque parezcan
desvanecidas o invisibles, están en nosotros, habitan nuestros cuerpos y
nuestros deseos de otros mundos. En medio de la noche de la desesperanza
seguimos soñando la diferencia. Abrumados por la soledad de un presente que
pareciera repetirse eternamente a sí mismo algo, sin embargo, sigue repicando
en nuestras fibras más íntimas recordándonos, como escribiera Theodor W.
Adorno, que si el ser humano alguna vez imaginó vivir en el paraíso
seguramente, en algún tiempo mañanero, volveremos a encontrarnos con él, con
ese deseo que reabre el horizonte incluso en tiempos de desconcierto, penurias
y desasosiego. Por eso cada vez que convocamos el espectro de la utopía nos
internamos en los pliegues de una tradición de revueltas y de esperanzas, de
sueños edénicos y de sociedades cerradas, de insurrecciones del alma en busca
de renovaciones y de políticas de la verdad y del orden, de teorías que
salieron a cazar a sus portadores y de portadores que creyeron que estaban
realizando el paraíso en la tierra. Cada vez que pensamos la utopía también nos
topamos con sus delirios y sus pesadillas. Pero también es un viaje que
recorre, hacia atrás, las huellas del sueño y del deseo, de la expectativa y de
la imposibilidad, de la quimera y de la materialización histórica. Un modo de
bajarse en las distintas estaciones en las que se fue deteniendo el tren de la
historia para redescubrir lo político en el interior de las arquitecturas que
buscaron diseñar otras sociedades enfrentadas al orden de las cosas vigentes,
que intentaron construir alternativas a las injusticias de los poderes
dominantes; soñadoras de otras formas de sociabilidad y de intercambio entre
los seres humanos y, por qué no, en convivencia con las otras criaturas de la
naturaleza.
Seguirle la pista a esa palabra
desgastada por el tiempo y por los usos: la utopía, es un modo de insistir con
los sueños ya soñados por un sinnúmero de generaciones. Es resistir al discurso
de la inexorabilidad y al reinado absoluto de las distopías como única promesa
para la humanidad por venir. Es recuperar, para aquellos y aquellas que
provenimos del sur del mundo, nuestras historias tumultuosas cargadas de
potencia creativa, desafiante y rebelde frente a las formas de pasteurización
cultural que el norte rico y opresor ha buscado imprimirle a su dominio
secular. Pensar nuestra época actualizando, como quería Walter Benjamin, la
memoria de los vencidos, la larga e inacabada narración de culturas que han
sabido resistir al colonizador. El sur encierra una poética de la emancipación
que se nutre de una relación decisiva entre los ecos de sus tradiciones
culturales y los desafíos de un presente que, eso también hay que decirlo,
conlleva también la amenaza de su aplanamiento allí donde lo que se intenta imponer
es una lengua digital y algorítmica capaz de sustraernos nuestra diversidad y
nuestras riquezas tanto inmateriales como materiales. Hace mucho que sabemos
que el norte ha olvidado sus sueños redentores, que su despliegue ha estado
definido por la sed de conquista y de expoliación, como si aquellos ideales de
igualdad y fraternidad se hubieran transformado en mandatos de dominación y
saqueo; mientras que aquí, en las tierras calientes del sur, los ríos
subterráneos de esas utopías milenarias siguen buscando -más allá de tropiezos,
sinsabores, errores y derrotas- los cauces que los lleven hacia el mar de un
futuro de hermandades renacidas bajo el sello de la emancipación, la libertad y
la igualdad.
Esta es la palabra que recorre
como un hilo dorado los intentos de interrogar lo que se guarda en el presente
y lo que insiste desde el pasado. Es, recuperando en esto a Ernst Bloch,
seguirle la pista a esa energía desiderativa y a esos “sueños diurnos” como la
llamó el filósofo alemán, muchas veces oculta pero siempre activa, que fue
diseñando el futuro de cada generación. Una palabra -la utopía- forjada en esos
talleres donde alguien soñó la diferencia, donde alguien describió una
geografía distinta a los hombres y las mujeres de su tiempo abrumados por la
desesperanza de un presente eternizado y repetitivo. Palabra destinada a
peripecias sorprendentes y a cristalizaciones muy diversas y encontradas;
palabra lanzada como una flecha hacia el futuro que, muchas veces, no hizo otra
cosa que destronar toda posibilidad de un mundo mejor al que, paradójicamente,
buscando realizarlo lo alejaron de su concreción. Palabra que ha remitido a
distintas significaciones: igualdad, verdad, homogeneidad, fraternidad, comunismo,
jerarquía, orden, disciplina, patria, comunidad, libertad, amor, y la lista se
extiende en múltiples y diversas resonancias. Palabra abierta, entonces, a la
indispensable interpretación, a la querella producida por su polisemia y a esas
otras abiertas por sus cristalizaciones en la historia. Una palabra para soñar
mundos de igualdad y belleza o para profetizar un orden capaz de acallar las
voces de la disidencia y de la diferencia; palabra que soñó y sueña la amalgama
entre libertad y necesidad y que, allí donde esa amalgama se intentó realizar,
acabó generando -en la mayor parte de los casos- la más radical de las
violencias y la forma oscura de un orden represivo. Como si un fatal
antagonismo habitara la potencia creadora y destructiva de una palabra que hizo
mundo y que también lo deshizo.
Al desvanecerse la tradición
utópica también se desvanece la energía capaz de soñar que “otro mundo es
posible”. Infinitamente más grave que sus fallas, errores y derrotas es la
desaparición de la capacidad humana de ensoñar la vida dejándoles la palabra de
futuro a las peores pesadillas de una derecha recargada que delira con nuevos
imperios que recuperen antiguas lógicas coloniales provenientes de las elites
de un Occidente en crisis y decadente. Tozudamente desde el sur del mundo el
“todavía-no” de la utopía sigue insistiendo y nos recuerda que nada de lo que
fue soñado por las generaciones de nuestros ancestros se pierde en la rueda de
la historia mientras seamos capaces, aquí y ahora, de sostener el diálogo entre
el pasado y el presente. Como en muchas otras circunstancias de nuestras
dilatadas historias hoy volvemos a ir a contrapelo de lo establecido y
normativizado. En el interior de esos flujos desiderativos se fueron forjando
tanto la imaginación artística como la potencia rebelde de nuestros pueblos.
Porque no se trata de agotar toda nuestra imaginación en el instante actual,
como si fuera lo único significativo, el eje absoluto de nuestras existencias y
su límite. La potencia regeneradora del ideal utópico no depende tanto de su
realización efectiva sino de motorizar todos nuestros sentidos, nuestras
emociones y nuestros deseos hacia esa otredad capaz de devolvernos la ilusión
de una vida buena. Ir hacia lo que se abre del otro lado de la frontera de la
opresión y no instalarse en lo acabado y en la lógica de la resignación propia
de un sistema mercadolátrico que nos busca convencer de la inexorabilidad de lo
establecido.
Porque la tradición utópica, lo
que se guarda en el interior de esa palabra noble y rapiñada a la vez, nos
conduce, en nuestro viaje histórico-crítico tanto hacia el deseo de felicidad
en la tierra como hacia la construcción, muchas veces, del infierno. Metáfora
que encierra, casi al mismo tiempo, la aspiración a la libertad y la afirmación
tiránica de lo absoluto y omnipotente. La tradición utópica, la que va de Tomás
Moro y los pensadores del renacimiento, la que pasa por los anarquistas y
socialistas, por poetas y filósofos y llega hasta nuestros días en los que se
mezclan las revoluciones sociales y los totalitarismos fascistas, las ilusiones
narrativas del cine y los nuevos lenguajes de las tecnologías digitales y
algorítmicas, exige, de nosotros, un arduo e indispensable ejercicio de
interpretación que sea capaz de recorrer sus voces no siempre armónicamente
polifónicas; que pueda internarse, como lo intentamos en estas apretadas
páginas, en sus principales rasgos y en aquellos nombres -que no abordaremos
acá- pero que le dieron su consistencia a lo largo de los siglos. La lista es
cuantiosa: Platón, Al-Farabi, Joaquín de Fiori, Campanella, Moro, Los hermanos
del libre espíritu, Francis Bacon, Thomas Münzer, los anabaptistas de Munster,
Winstanley, Sabbetai Seví, William Morris, Bakunin, Saint-Simon, Fourier,
Owens, el príncipe Kropotkin, Franz Fanon y los nombres siguen… Al pensar el
origen de la cultura, el nacimiento de lo propiamente humano, Claude
Levi-Strauss no solo destacó la prohibición del incesto como punto de partida
irrevocable sino que señaló otras dos formas misteriosas que articularon la
complejidad y la diversidad del lenguaje de los humanos: la primera melodía
generada por nuestros lejanos antepasados como apropiación creativa de los sonidos
de la naturaleza; y, pensando en lo que venimos sosteniendo, la invención de la
primera metáfora, aquel hallazgo que potenció, casi hasta el infinito, la
capacidad del lenguaje para intentar decir la exuberante diversidad y
multiplicidad de la vida y de los deseos. La palabra “utopía” ha sido, a lo
largo de la historia, una suerte de metáfora capaz de encerrar innumerables
proyectos y ensoñaciones que buscaron, desde diferentes realidades y creencias,
diseñar un mundo mejor.
Esa es la energía
transformadora de la que hablaba Ernst Bloch y que lo llevó, en un giro inverso
al de Spinoza, hacia “el principio esperanza”. Para Bloch, a diferencia del
tallador de lentes, el “todavía-no” de la utopía era esa fuerza propulsora
capaz de modificar la historia, de romper muros y estancamientos, de abrir el
horizonte en medio de la mayor de las oscuridades. Para Spinoza, en cambio,
tanto la esperanza como la utopía postergaban la contingencia del aquí y ahora,
eludían las demandas del presente para lanzarlas a la arbitrariedad
indiscernible de un mañana que nunca acaba por llegar. Dos miradas que, con el
transcurrir de los tiempos, alcanzan a cruzar sus caminos allí donde no es
posible resistir sin soñar con un futuro mejor, pero sin que ese deseo quede
postergado para las calendas griegas. El “principio esperanza” y la
contingencia spinoziana que se funden en una refundación de la tradición
utópica.
El ánimo de esta
conferencia es el de confrontar distintas perspectivas que se fueron
desplegando en el interior de la tradición utópica, pero no para tratarlas como
piezas de museo, como bellos discursos ya acontecidos y guardados de una vez y
para siempre en el desván de las cosas viejas; la intención es interrogar en
relación a esa máquina desiderativa que no sólo alimentó quimeras y extravíos,
sueños cargados de fantasías irrealizables, imaginaciones desbocadas y
narrativas exclusivamente ilusorias, sino que, fundamentalmente, atravesó y
atraviesa las prácticas constructivas de nuestras vidas sociales e
individuales. Buscamos pensar esa tradición a través de sus modos de
presentarse en la historia y de su actualidad entre nosotros (pero también nos
interrogamos por sus ausencias, por su olvido, por su deslegitimación en los
discursos dominantes). Hacer presente el pasado describiendo las peripecias de
una tradición compleja y multívoca; hacer pasado el presente destacando la
persistencia hoy, aquí, entre nosotros, de esa misma tradición que interpela lo
que somos y lo que soñamos. Incluso allí donde no lo sepamos o incluso en una
época, la actual, que ha girado brutalmente del lenguaje utópico al lenguaje
distópico. Que lejos, muy lejos, de hacer del futuro la tierra de la
realización del ideal utópico lo ha convertido en un páramo dominado por las
más espeluznantes figuras del apocalipsis. Las utopías nacidas en los talleres
de antiguas rebeldías en nada se asemejan al apabullante aquelarre de propuestas
distópicas que hoy alimentan nuestra visión del futuro. Hasta el punto de que
ya no nos resulte extraña la proliferación, en las plataformas digitales que
han revolucionado la industria cultural, de una inacabable serie de programas
cuyo eje temático común es la visión distópica del mañana inmediato. Como si un
nuevo tipo de sequía -la capacidad de soñar la diferencia bajo la forma de una
acción transformadora de la realidad malsana- se hubiera desencadenado sobre el
frágil cuerpo de una humanidad desnuda de ilusiones.
Pocas épocas estuvieron tan secas
de los ideales utópicos como la que estamos viviendo. La desintegración de la
gramática de la utopía se corresponde con el borramiento del futuro. O, tal
vez, son las derechas extremas, aquellas que siguen bebiendo de las fuentes de
los fascismos clásicos, las que se han reservado el flujo utópico al
plantearles a los hombres y mujeres de este tiempo de reinado absoluto del
capital como el punto de fusión y realización de sociedades capaces de hacer
confluir la libertad absoluta de mercado, un narcisismo hiperbólico junto con
ciertas formas de neocomunitarismo y todo ello mezclado con autoritarismo,
jerarquía y conservadurismo moral además de una dosis significativa de
etnonacionalismo. Una utopía dominada por el dios dinero y el dios flamígero.
Aunque sostenida, en último término, por aquello que Yanis Varoufakis denominó
“tecnofeudalismo”, es decir nuestra conversión autoimpuesta en “siervos de la
nube”, capturados gustosamente por una tecnología capaz de apropiarse de nuestra
intimidad sin tener que desembolsar un solo centavo. A ese gesto de contribuir
a multiplicar de una manera inimaginable el capital de un puñado de empresarios
de las plataformas digitales lo llamamos “libertad”.
El absurdo está entre nosotros y
no hacemos otra cosa que festejar nuestra nueva servidumbre voluntaria, que ni
siquiera alcanzó a imaginar en su actual dimensión, allá en los comienzos del
siglo XVI, un joven y rebelde Etienne de La Boitie, cuando se interrogó por el
motivo capaz de conducir a los muchos a dejarse someter por el Uno. Etienne, en
esos tiempos fundacionales de una modernidad todavía en pañales, lanzó, de cara
al futuro, una anticipación deslumbrante y sobrecogedora: los incontables aceptaban
someterse al poder del Uno como consecuencia de la “fascinación que sentían por
él”. La irradiación del dictum del amigo de Montaigne alcanza
sin tropiezos nuestra actualidad, incluso expande y radicaliza aquella
anticipatoria intuición de un vínculo -el de los hombres con el poder- que no
haría más que multiplicarse hasta niveles cada vez más perversos. No deja de
ser conmovedor, para nuestra experiencia sureña, que la visión crítica de
Etienne se haya alimentado de los primeros relatos y crónicas que provenían de
aquellos que habían descubierto con ojos azorados que, del otro lado del océano
Atlántico, más allá de la “civilización occidental y cristiana” vivían hombres
y mujeres que saboreaban una libertad radical y que parecían, así lo
describieron, estar habitando en el paraíso tantas veces imaginado desde los
relatos bíblicos. Ya se encargarían los recién llegados en sus naves que olían
a azufre, con especial cizaña y entusiasmo, de transformar ese jardín edénico
en un infierno de destrucción, expoliación y sometimiento. Pero sigamos
recorriendo una de las últimas pasiones humanas por romper el dominio del aquí y
ahora irreversible.Civilización occidental y
cristiana – León Ferrari.
Voces plurales las que se
entrelazan a lo largo de la milenaria empresa de soñar la comunidad de los
iguales o de proyectar, hacia un futuro distante, ensoñaciones y pesadillas,
sueños desiderativos y catástrofes inclasificables. Algunas de esas voces salen
a la pesca de tradiciones antiguas y venerables; otras se detienen con
intensidad en el análisis de los entrecruzamientos de los sueños utópicos y los
llamados a la revolución. Voces que recorren los mil senderos de las rebeldías
y de los deseos, de las apuestas redencionales y de las proclamas que intentan
cerrar el movimiento siempre incesante de la historia. Pensar hoy la utopía,
inscribirla en una saga de incontables rebeldías es un modo de resistir a la
uniformidad tecno-digital, es una manera de escaparle al dominio de una razón
instrumental que hoy encuentra en los algoritmos y en la Inteligencia
Artificial sus nuevos heraldos promotores de la última distopía. Voces que se
detienen a reflexionar en torno a la presencia de la oscuridad en la luz, del
mismo modo que deconstruyen la palabra y la tradición de la utopía para eludir
cualquier dogmática entendiendo que el largo periplo de esa tradición estuvo
sobrecargado por esa dialéctica. Así como la revolución, en tanto mito decisivo
de la experiencia moderna, ha quedado, como decía Nicolás Casullo, a nuestras
espaldas, convertida en pasado y en gran medida vaciada de sus contenidos
transformadores, la utopía se ha vuelto una palabra agotada que muy pocos
pronuncian sin un dejo de nostalgia.
El siglo XX fue, ya lo destacó
Alain Badiou, el siglo de “la pasión de lo real” que intentó llevar a la
práctica aquello que soñaron las utopías sociales y políticas. El nombre de
esas prácticas triunfantes fue el de “revolución”, como si todo lo que antes
había sido sueño y quimera, ilusión y fantasía, todo eso encerrado en ese
hallazgo semántico de Tomás Moro, abandonara por fin ese territorio de lo
imaginario y de lo imposible para lanzarse a la realización material de los
ideales emancipatorios. Ya no se trató de recordar antiguas gestas que acabaron
en derrota (desde la rebelión de Espartaco hasta los comuneros parisinos de
1870) ni de revoluciones fracasadas como la de 1848 o incluso de gestas
triunfantes y novedosas como lo fue la rebelión de los esclavos haitianos en el
final del siglo XVIII que fueron capaces de anticipar los movimientos
independentistas que luego recorrerían toda la América Latina; ahora, en el
devenir inaugural del siglo XX, el mito de la revolución abandonaba las
nostalgias de aquellos relatos de rebeldías desesperadas para asumir el rostro
fabuloso de la realización de aquellos sueños: desde octubre del 17 cuando
Lenin y los suyos clavaron la estaca de la primera revolución obrera y
campesina triunfante, pasando por la conquista del poder por los comunistas
chinos en el 49, por las incontables luchas de liberación nacional de los
pueblos terceristas representados en especial por vietnamitas y argelinos pero
también por mozambiqueños y angoleños, etíopes y palestinos hasta la gran esperanza
abierta en América Latina por la revolución cubana que irradió hasta la entrada
de los sandinistas en Managua en 1979, ese mito que provenía de antiguas
narraciones y más antiguas rebeliones se hizo realidad tangible. Lo que no
podíamos imaginar, aquellos que sentimos su fulgor, es que mucho antes del
final del siglo esa “pasión por lo real” se desvanecería como un castillo de
naipes. El peso abrumador de sus escombros sigue ahogando nuestras ilusiones.
Pero inversamente proporcional a
esos escombros es la clara evidencia de que ha sido en el sur del mundo hacia
donde se transfirieron los sueños liberadores desplegados en el siglo pasado y
que hoy, con mayores necesidades no resueltas todavía, volverán a manifestarse
-con nuevos recursos y nuevas palabras- en estas latitudes. Mientras que el
norte no sabe cómo resolver la hondura de su crisis, que no es apenas económica
sino que es principalmente cultural y de sentido, la evidencia del agotamiento
de su tiempo histórico y de sus quimeras imperiales devaluadas; en el sur, nos
ufanamos de nuestras diversidades, de nuestra capacidad de intercambiar y de
mezclar lenguas y saberes, tradiciones y riquezas artísticas, de nuestra sed de
justicia y de la conciencia de ser herederos y legatarios de tradiciones que
viniendo del ayer alimentan nuestros proyectos de futuro. Pero con la
conciencia, también, de los peligros que amenazan esas diversidades y esos
pluralismos culturales: la tendencia a la homogeneización, al aplanamiento de
los tiempos privilegiando un presente continuo, a la construcción de un falso
esperanto que universalice la cultura del norte dominante, de dejarnos seducir
por la fascinación del “progreso tecnológico” como fuente de nuestra supuesta
salvación mientras se sigue depredando nuestro hábitat, amplificando la
exclusión, la pobreza y se siguen uniformando conductas consumistas. En el sur
también caminamos por el desfiladero de la cultura y la barbarie y la amenaza
radica en olvidar nuestras especificidades para dejarnos atrapar en las
telarañas de una cultura globalizada y de rápida y fácil digestión. Uno de los
rasgos más notables de las culturas del sur es que han sabido enriquecer sus
tradiciones con aquellas otras provenientes, incluso, del norte colonizador.
Nuestra hibridez cultural es un signo de vitalidad mientras que aquellas
naciones que se creyeron únicas e imperiales se van secando hasta perder
identidad y potencia creativa bajo el imperio de la uniformidad cultural
mercantilizada.
La utopía (el plural también le
corresponde) ha sido relegada, convertida en fábula no solo por el discurso
académico dominante y hegemónico para el que apenas si es un anticuado objeto
de estudio, sino que eso también ha ocurrido, de un modo muy preciso y actual,
en los imaginarios juveniles en los que predomina la fascinación por un
presente continuo que se repite a sí mismo como un mantra desplazando al
armario de las experiencias en desuso tanto lo que nos remite al pasado como
aquello otro, indispensable en la lengua utópica, que nos envía hacia el
mañana. La utopía destronada allí donde se la vuelve relato fabuloso o mera
quimera, juego desbocado de una imaginación que aspira a lo imposible y a lo
irrealizable. Pieza de museo que remite, en el mejor de los casos, a tiempos
arcaicos atravesados por ilusiones infantiles, aquellas que soñaban transformar
la vida de acuerdo al ideal de la perfección. Época, la nuestra, de
obturaciones múltiples afirmadas en la certeza de la imposibilidad de modificar
lo existente, en el dominio abrumador de una lógica pragmática que desconfía de
la imaginación poética entrelazada con los lenguajes de la política. De ahí
nuestro desafío: repensar la tradición utópica en un tiempo de desilusiones,
desesperanzas y olvidos; recorrerla hacia atrás persiguiendo sus huellas, las
más evidentes y las semiborradas destacando, siempre, la profunda imbricación
entre nuestra actualidad y lo acontecido; interrogando por su pertinencia en
una realidad contemporánea que se desliza velozmente hacia la lógica del olvido
y hacia el festejo de lo fugaz e instantáneo. Apostando a que sus desvanecidas
influencias sigan silenciosas habitando los pliegues de lo humano.
Un desafío a contramano y a
destiempo, la imperiosa necesidad de establecer un diálogo entre la erudición y
la enseñanza universitaria, la que rescata del fondo olvidado de la historia
saberes indispensables, sagas cruciales protagonizadas por los ninguneados y
derrotados, por los invisibles y los explotados, por esas masas anónimas que se
atrevieron a cuestionar las diversas y perversas formas de la dominación, y las
percepciones de la nuevas generaciones que, en la mayoría de los casos, han
roto las amarras con lo esencial de esos otros tiempos. Tal vez por eso
repensar hoy, acá, en una época destemplada, la utopía, sus caminos múltiples y
cargadas las alforjas con diversas y muchas veces encontradas arquitecturas de
una nueva sociedad, pero sin utopizarla, sin volverla intocable y sagrada como
último ideal incontaminado por el decurso de la historia que todo lo arruina.
Se trata, antes bien, de romper falsas ilusiones, de rebasar los dogmatismos y
los giros reduccionistas o puramente afirmativos para describir una tradición
abigarrada y compleja, variada en sus proyectos y en sus postulados y portadora
de objetivos políticos muchas veces antagónicos y enfrentados al punto de
imaginar mundos por completo diferentes.
Se busca perseguir esas huellas
-insisto cargadas de múltiples imaginarios- no para llegar a la tierra
prometida, al edén de la felicidad, sino para descubrir, allí donde fuera
posible, las andanzas soñadoras y abiertas de las mil lenguas de la utopía, las
que podían conducir al ideal de la vida buena o aquellas otras que llevaban al
pantano de la unidimensionalidad y de lo absoluto. De ahí que haya que hacerse
cargo, en el arduo trabajo de recuperar las voces de una tradición acallada, de
proyectos y sueños prolíficos en señalamientos maravillosos y espantosos, de
potencias libertarias y de cerrazones autoritarias. Una tarea de removedores de
escombros allí donde los huracanes de la historia hicieron su trabajo de
destrucción, en especial con muchas de esas voces forjadoras de sueños
desiderativos, de apuestas frustradas y de ilusiones desvanecidas. Nosotros, en
el sur, sabemos mucho de esta dialéctica de ilusión y desencanto porque hemos
sido testigos y participantes de proyectos políticos y sociales que no pudieron
acabar de construir sociedades más justas. Pero a diferencia de las sociedades
del norte opulento, que hace mucho que abandonaron aquellos ideales de
hermandad y solidaridad, todavía el reloj de la historia se sigue moviendo en
nuestras latitudes recordándonos todo lo que queda por hacerse. Y en ese gesto
rememorativo se guarda la oportunidad de reconstruir los puentes entre las
generaciones distanciándonos de la pura adoración de un futuro que cuando
parece querer realizarse lo hace bajo la forma de nuevas herramientas de
dominación, explotación y violencia.
Quizás lo que escribimos no sea
sino otro de los trazos esperanzados dejados, en un papel secante, por las
escrituras utópicas. Un modo, algo ilusorio, de reconstruir algunos de esos
puentes que vuelvan a despertar, en las actuales generaciones, la pasión de las
herencias y los legados. Con ello, pero sabiendo que nuestro gesto tiene mucho
de quien arroja una botella con un mensaje esperanzado al mar embravecido,
estaremos intentando, sin ninguna certeza de alcanzar la meta, reabrir el
diálogo entre generaciones, aquel que descubre que nada de lo acontecido en el
pasado se pierde para aquel que permanece atento a su llamado y a sus
insistencias. Pero intuyendo, y sobre todo esto giran las huellas dejadas en
este breve escrito, que nada del pasado espera, desde su supuesta eternidad,
para que alguien en el presente lo convoque tal cual fue. Toda relación con lo
acontecido supone el juego exuberante de la interpretación, de la proyección,
hacia atrás, de nuestras inquietudes y prejuicios, de nuestra sensibilidad y de
nuestros obstáculos. Con esto queremos decir que nadie sale indemne de la
experiencia de toparse con la tradición utópica, ni quien escribe estas páginas
destinadas a ser parte de un extraordinario encuentro de las culturas del sur
en la hospitalaria tierra etíope ni aquellos que están dispuestos a internarse
por las sendas que nos podrían conducir, sin garantías de ningún tipo, hacia
esa conversación que, hoy más que nunca, se vuelve indispensable con todos
aquellos que soñaron que nada en la vida ni en la historia alcanza el estatuto
de lo inmodificable y de lo eterno.
Me gustaría concluir recordando
algunas palabras de un viejo amigo:
“La desesperanza no es
escepticismo. No es negación pura. No es vacío. La desesperanza no es inacción.
A nadie autoriza a sumergirse en el amargo lamento de las causas perdidas. (…)
Aparece en ciertos singulares momentos: cuando se siente que la historia no
juega, necesariamente del lado de uno, que nada tiene que ver con el progreso
indefinido, que tiene avances pero también dolorosos y hasta cruentos
retrocesos; cuando no se ve el horizonte ni se sabe cómo inventarlo. (…) La
desesperanza, como la duda, nace para morir, para transformarse en su
contrario, para encontrar su otra cara, la de la esperanza, que no es sino la
misma pero con todo el peso y la riqueza de la quiebra y la laboriosa
experiencia” (José Pablo Feimann). Es en el Gran Sur desde donde
seguirán soplando los vientos de aquellas esperanzas utópicas soñadas por las
generaciones que nos precedieron.
*Conferencia dada en Addis Abeba
(Etiopia), invitado por la Organización de Cooperación del Sur y la Universidad
de Addis Abeba. Buenos Aires – Addis Abeba, 2025 Y publicada por la revista La Tecl@ Eñe julio 2025