martes, 29 de julio de 2025

Janusz Korczak y su propuesta educativa

 Publicada por Editorial Redipe julio 2025. https://editorial.redipe.org/index.php/1/catalog/book/229


1.   Presentación:

 

A continuación, expondremos una de las propuestas educativas más relevantes del siglo pasado: la de un médico polaco de origen judío llamado Janusz Korczak y que, a nuestro juicio, puede representar una opción viable para el diseño de nuevas políticas educativas. En un espacio tan limitado abordaremos tan solo algunos de sus aspectos y de manera muy resumida, dejando abierta la posibilidad de seguir ahondando en esta propuesta.  Lo primero que presentaremos será su biografía, ya que es muy relevante para comprender, a cabalidad, lo que  motivó su tarea como educador; después recuperaremos sus propuestas y métodos para terminar con una reflexión sobre la actualidad de su filosofía educativa.

Antes de iniciar con lo anunciado nos parece que sería pertinente tener presente lo que fue el final trágico de su vida y de su obra: el 5 de agosto 1942 fue conducido a Treblinka, el campo de exterminio nazi en el que fue asesinado junto con los huérfanos del ghetto de Varsovia. Cuentan que iban marchando con las cabezas en alto, conscientes de que se dirigían a la muerte y desafiando a sus verdugos; preparados por su maestro, enfrentaron su destino con una dignidad difícil de aquilatar. Esta imagen, que fue narrada por varios de los sobrevivientes del Holocausto que fueron testigos directos de los hechos, da cuenta de lo que entendió Korczak como la responsabilidad de un educador y la confianza que los niños y jóvenes depositaron en él.

2.   Biografía

 

Janusz Korczak nació en la ciudad de Varsovia, capital de Polonia, en 1878. Su nombre original era Henryk Goldszmit. Al parecer, tomó el seudónimo de un personaje de una novela polaca; lo hizo pensando participar en una competencia y considerando que con su nombre judío tenía muy pocas posibilidades de ganar. [1] En esa época era muy común que los judíos que ya no profesaban la religión y buscaban integrarse a la sociedad polaca se cambiaran el nombre para ser aceptados por la mayoría cristiana. Su abuelo paterno fue médico y su padre abogado; el primero participó en un levantamiento contra la Rusia zarista en 1838 y el segundo en la insurrección de 1864[2]. Tanto su abuelo como su padre eran liberales alejados de las tradiciones judías y más identificados con el proyecto cultural polaco. La madre provenía también de una familia asimilada por lo que definitivamente podemos afirmar que Henryk o más bien Janusz, no recibió ninguna formación judía.

La situación económica de la familia Goldszmit era muy buena ya que el padre era un abogado muy prestigioso, pero todo cambió radicalmente en 1889 cuando Janusz tenía 11 años y su padre falleció de trastornos mentales. La madre se vio obligada a vender la casa y gran parte de los bienes materiales para poder sobrevivir. Ante esta situación Janusz trabajó para apoyar a su madre y a su hermana: daba clases particulares y durante una época trabajo de obrero en una fábrica.[3] Desde muy joven se identificó con las ideas socialistas y se volvió miembro del partido; vivió en hogares obreros donde sufrió, en carne propia, las carencias e injusticias de las personas marginadas y las duras condiciones en las que vivía la mayoría de las personas en los barrios pobres de Varsovia.

A pesar de las dificultades económicas que atravesó, logro entrar a la facultad de medicina y terminar como médico en el año de 1901. Es muy importante destacar que en su actividad como educador su formación médica fue fundamental ya que, para él, el cuidado de los niños debía contemplar siempre su salud física y mental. Esto explica también porque se especializó como pediatra en la universidad de Berlín. A pesar de su postura pacifista y su oposición a la Rusia zarista fue reclutado, como médico, en la guerra de los rusos contra los japones en el año de 1904.[4]

De vuelta a Varsovia trabajó como médico monitor en asilos de huérfanos judíos y católicos en los años de 1906 y 1907. Estas fueron sus primeras experiencias trabajando con huérfanos y se volvieron determinantes en su decisión de convertirse en educador y, particularmente, de atender a los más necesitados. En 1911 se vinculó con la “Sociedad de Asistencia al Huérfano” y permaneció ahí hasta el día de su muerte. El financiamiento de esta asociación provenía de la comunidad judía de Varsovia[5]. El doctor Isaac Eliasberg lo contrató como su director y trabajo con la ayuda de la educadora Stefania Wilczynska, quién tuvo el mismo trágico final en Treblinka.[6]

Durante la Primera Guerra Mundial Janusz Korczak fue movilizado nuevamente como médico de campaña. Fue, nuevamente, una experiencia desgarradora pero que le permitió conocer y trabajar con la educadora Maryna Falska, directora de un asilo de huérfanos en la ciudad de Kiev.[7] Al término de la guerra y con el apoyo de Maryna, abrió otro asilo en Varsovia, el cual llevaba llevaba el nombre de Nuestra Casa y se encontraba en el barrio de Pruszkow; era un sector muy pobre donde mayoritariamente vivían obreros que apoyaban modestamente a su funcionamiento.[8] Para poder responder a las necesidades básicas de los niños y jóvenes organizó todo un sistema interno de trabajo y, como parte de su enfoque educativo, les transmitía cuál era la situación para que pudieran sobrellevar sus carencias.

En este periodo de su vida y como resultado de sus trabajos en los asilos de huérfanos, Janusz Korczak fue reconocido como un gran educador. En 1919 se incorporó como docente al Instituto de Pedagogía Especializada y un año más tarde a la Universidad Libre de Varsovia.[9] En sus clases compartía sus teorías sobre la educación, sus métodos para la conducción de los asilos y sus reflexiones sobre el desarrollo infantil y lo que él comprendía como la manera más adecuada de tratar a los jóvenes y contribuir a su formación como personas y como ciudadanos. Fue una época en la que acompañó su responsabilidad en la dirección de los asilos con su actividad como médico al servicio del ejército polaco sin dejar a un lado la escritura de sus libros. Además, como complemento a su labor académica y de divulgación, participó en congresos y tenía unas horas de transmisión en un programa de radio.

Como se ha señalado anteriormente, Korczak se había asimilado por completo a la cultura polaca y ya no mantenía ninguna de las tradiciones judías; sin embargo, muchos de los huérfanos de los que se había hecho cargo en el asilo judío, habían emigrado a Palestina[10] y lo invitaron, en un par de ocasiones, a que los visitara. Sus viajes estuvieron motivados por cuestiones personales ya que se interesaba por el destino de aquellos que estuvieron a su cargo, pero también pudo contribuir, con sus teorías, a la formación de los centros educativos que se encontraban en las comunidades conocidas como moshavim y kibutzim. Él no compartía la ideología sionista y más bien se distanciaba de ella. En una carta escrita el 27 de enero de 1928 a una de sus conocidas menciona lo siguiente:

Estimada señora Esther: su última carta es para mí un importante documento, que confirma lo que he pensado con respecto a Eretz Israel [la tierra de Israel], y al trabajo que allí se realiza.

Numerosos sueños ingenuos e ilusiones juveniles y con ellos también dolorosas desilusiones se hallan ligados a Eretz. Cuando se desvanezcan la exaltación, las exclamaciones y el desasosiego, quedarán hechos reales y fríos.

Nos hemos aclimatado en la tierra de los pinos, la nieve y la Diáspora: Tanto física como moralmente. El experimento de anudar los dos extremos de un hilo que se ha cortado hace dos mil años, es un asunto muy difícil. Sin embargo, resultará, porque la historia lo reclama. ¡pero a costa de cuánto esfuerzo y martirio! […]

Como objeto de mi trabajo he elegido al niño.

A mí no pueden atraerme frases respecto a las extraordinarias condiciones para el niño que reinan en Eretz Israel. No. Allí también le va mal, porque allí tampoco lo comprenden los adultos, los ‘extraños’.[11]

 

Como podemos observar en esta carta, Korczak no compartió el entusiasmo de los judíos que colonizaron Palestina y se fueron apropiando de las tierras. Lo que más bien expresaba era su escepticismo con respecto a los ideales de transformación que constituían una parte central del proyecto. No veía que los niños fueran tratados de manera distinta a como lo hacían en Polonia. A esta postura podemos agregar su cuestionamiento con respecto al despojo que hacían los judíos de las tierras palestinas que expresó de la siguiente manera en una carta: “me preocupa el destino del niño árabe. El puerto de Tel Aviv significa, a pesar de todo, la ruina del puerto de Jafa…”[12]

El 1 de septiembre de 1939 los alemanes invadieron Polonia y con ello dio inicio la Segunda Guerra Mundial. La ciudad de Varsovia fue bombardeada intensamente y fue tomada por el ejército el 23 de septiembre del mismo año. Korczak se puso su uniforme polaco y retomó el programa de radio donde alentaba a la población a resistir.[13] Los alemanes concentraron a la población judía en un sector de la ciudad que cercaron con muros y alambres de púas; pusieron vigilantes que evitaran las fugas y, recordando las prácticas medievales  definieron ese lugar como ghetto. La teoría racista del nacionalsocialismo consideraba a los judíos como una raza y no como practicantes de una religión o poseedores de una cultura por lo que, para ellos, era una condición que se heredaba y a la que no se podía renunciar.  En ese sentido, Janusz Korczak fue recluido junto con muchos otros polacos de origen judío que ya no se consideraban como tales.

Dentro del ghetto se destinó una antigua fábrica de la calle Chlodna 33 y más adelante un local en las calles de Sliska y Sienna para alojar el asilo de huérfanos que dirigió Korczak hasta que todos fueron llevados a Treblinka el 4 de agosto de 1942.[14] Unas semanas antes, el 18 de julio, la Casa de Huérfanos ofreció una representación teatral del drama de Rabindranath Tagore El cartero del rey para enseñar a los niños a aceptar la muerte con serenidad.[15]

Las últimas palabras que escribió Janusz Korczak en su diario, el último día, aludiendo al guardia nazi que lo vigilaba, dan cuenta de su concepción de lo que lleva a las personas a asesinar a niños con toda naturalidad. Nos parece que es lo que años más tarde, Hanna Arendt, analizando lo sucedido en el Holocausto, definió como la banalidad del mal:[16]

Riego las flores. Mi calva en la ventana (¿un blanco perfecto?

Lleva una carabina. ¿Por qué está mirando tranquilamente?

No tiene órdenes.

Tal vez en la vida civil fuera maestro de escuela en un pueblo, tal vez notario, barrendero en Leipzig o camarero en Colonia.

¿Qué haría si le hiciera una señal con la cabeza? ¿Me saludaría amistosamente con la mano?

¿Y si ni siquiera sabe las cosas como son?

Puede haber llegado de muy lejos apenas ayer…[17]

 

3.   La concepción de Korczak sobre los niños.

En uno de sus libros, escrito en 1925 y que se publicó con el título: Si yo volviera a ser niño[18], encontramos el siguiente epígrafe:

Al lector adulto

Decís: Nos molesta la charla de los niños.

Tenéis razón.

Decís: Tenemos que descender hacia sus ideas. Descender, inclinarnos, doblarnos, empequeñecernos.

Estáis equivocados. No es eso lo que nos cansa, sino el que tengamos que elevarnos hacia sus sentimientos. Ele­vamos, estirarnos, ponernos de puntillas para no agraviarlos. [19]

 

Estás líneas sintetizan lo que Korczak pensaba sobre los niños;  describen también su manera de entender el trato que recibían de la mayoría de los adultos y expresa la admiración y respeto que sentía por ellos. Su teoría educativa partía de esta convicción profunda: que los niños tenían los mismos derechos que los adultos y que, al ser vulnerables, debían recibir un cuidado especial. La tarea de educador, de acuerdo con esta visión, consistía en un acercamiento comprensivo y especializado de las virtudes particulares de sus educandos y de un compromiso incondicional en la búsqueda de su bienestar.

La exigencia de valorar positivamente a los menores podría parecernos innecesaria ya que todos parecemos asumir que es parte de un consenso social. Pero en la realidad no es así; recordemos la afirmación que hace el filósofo Emanuel Kant cunado define lo que es, a su entender, la Ilustración:

Ilustración es la salida del hombre de su culpable minoría de edad. Minoría de edad es la imposibilidad de servirse de su entendimiento sin la guía de otro. Esta imposibilidad es culpable cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino de decisión y valor para servirse del suyo sin la guía del otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la Ilustración.[20]

 

De acuerdo con esta manera de establecer el ideal que debe regir la conducta del ser humano a partir de la Ilustración, la minoría de edad se asocia con la imposibilidad de servirse del entendimiento propio y la necesidad de depender del adulto que debe decirle cómo actuar. Unas líneas más adelante, Kant agrega: “Es muy cómodo ser menor de edad”[21] La razón por la que presentamos la postura de este filósofo ,contrastándola con la propuesta educativa de Janusz Korczak y su visión sobre el lugar que la sociedad le asigna a los niños, es para identificar cómo es que en la realidad estamos predispuestos a considerar que los niños y jóvenes no son poseedores de un entendimiento propio y una responsabilidad por sus decisiones. Esta postura nos hace sentirnos superiores y nos lleva a menospreciar las opiniones y decisiones de niños y jóvenes.

Para Korczak el educador debía darle su lugar al educando, considerar sus opiniones y defender sus derechos; esto significaba que lo consideraba una persona. Es importante detenerse en lo que para él quiere decir esta postura. El trato que debía darse a cualquiera, sin importar su edad o su condición, era de absoluto respeto lo que no implicaba que considerara a las personas seres perfectos, sino perfectibles. Todos, según su visión antropológica, cometemos errores, lastimamos a los demás, mentimos, robamos o agredimos, eso es parte de nuestra manera de conducirnos, pero también tenemos la capacidad de ser para los demás, de compartir y ayudar, desarrollamos una disposición a vivir en comunidad y de apoyar a los que son parte de ella. La educación, según Korczak, debe buscar la manera de fortalecer los aspectos positivos y corregir los negativos a partir del reconocimiento de la autonomía de los integrantes del colectivo sin importar edad o condición.

Como veremos a continuación, la manera de generar un ambiente en donde los individuos actúen para el bien propio y el de los demás requería de una organización social que fomentara esta axiología. Así fue como dirigió los asilos de huérfanos en donde los integrantes eran parte de un colectivo organizado por un sistema de autogestión regulado por normas que surgían de una democracia funcional que contaba con un poder legislativo y un tribunal.

4.   El parlamento de los niños.

La propuesta educativa de Korczak buscaba integrar la teoría con la práctica y, en ese sentido, entendió que los principios que regulan la vida en sociedad debían transmitirse por medio de su instrumentación cotidiana. De su biografía aprendemos que fue un hombre de principios, un demócrata socialista que entendía el bien común como el fruto de las acciones individuales a favor de la mayoría, pero sin renunciar a los derechos individuales. La expresión de estas convicciones en la manera de dirigir los asilos de huérfanos fueron dos instituciones fundamentales; El Parlamento y el Tribunal de Justicia. [22]

El Parlamento se constituía como instancia legislativa y tenía dos cámaras: la de diputados y una Comisión de Legislación equivalente a la de senadores. En total se elegían a 22 integrantes, 17 para la primera y 5 para la segunda, el único requisito para postularse era saber leer y no haber sido sancionado por robo o engaño.[23]

De acuerdo con los testimonios de aquellos que vivieron en los asilos, este Parlamento funcionaba realmente como una instancia de gobierno y estaba muy lejos de ser tan solo una simulación. Las resoluciones que ahí se tomaban eran acatadas por todos, incluyendo a los educadores, trabajadores e incluso el mismo Korczak.  No había ninguna limitación en cuanto a los asuntos a tratar; se veían todos los aspectos de la vida cotidiana y todos tenían derecho a exponer lo que les pareciera pertinente y que atendiera a sus preocupaciones más concretas.

De los ejemplos que narran los participantes en sus testimonios podemos aprender a qué se refería Korczak cuando hablaba de escuchar al niño y dejarlo manifestarse libremente sin querer manipularlo al imponerle la visión del adulto. Se establecían leyes para el funcionamiento del asilo como distribución de recursos y tareas, programación de horarios y procesos de selección de nuevos integrantes, pero expresadas de distintas maneras: “El 22 de diciembre tiene por lema: ‘no conviene levantarse’, puesto que es el día mas breve. Quien prefiera dormir y no levantarse puede hacerlo”[24] o regalarse un cuadro de flores a quien pele muchas papas, o regalarle caramelos a la cocinera. [25] Con un lenguaje cercano a los niños se nombraban “compañeros” a los recién admitidos.[26]

La propuesta educativa de Korczak en lo relativo a la democracia como la forma de organización social se realizaba en la práctica cotidiana y desde un respeto absoluto a la voluntad soberana de los participantes, en especial por ser niños.

5.   Tribunal de Justicia

La enseñanza de la Ética y la Justicia también tenía su asidero en la problemática cotidiana de los integrantes de los asilos. Recordemos que para Korczak las personas no somos ni buenas ni malas, ni santos ni demonios; nos comportamos de distintas maneras, buscamos hacer lo correcto, pero en ocasiones nos equivocamos y cometemos errores o incluso le hacemos daño a los demás. Lo importante es que podemos corregir nuestros errores y si consideramos que hemos agraviado a otro tenemos la posibilidad de arrepentirnos de nuestras acciones y buscar la manera de resarcir el daño pidiendo disculpas y, en caso de no ser factible, aprender y no repetirlo. Así es como lo entendía él y así es como buscó enseñárselo a sus educandos por medio de la instrumentación de un tribunal de justicia.

Este tribunal de justicia, al igual que el parlamento, se convirtió en una institución central para el funcionamiento de los asilos estaba constituido por tres instancias: el Tribunal de Arbitraje, el de apelación denominado Comisión Judicial y por encima de los dos La Asamblea. El primero lo formaban cinco- niños jueces elegidos por sus compañeros y donde un educador era el secretario; también por elección se escogían a los miembros de la Comisión. En la Asamblea participaban todos y Korczak era el fiscal; los acusados tenían derecho a nombrar defensores. [27] Los juicios se realizaban de manera pública y se regían por un código de conducta elaborado por Korczak y aprobado por el parlamento.

6.     El Código de Conducta

Estos códigos reflejan los principios educativos de Korczak y que le permitieron la conducción de los asilos y la formación de sus miembros. Contenían 110 artículos de los cuales los primeros 99 disculpaban y perdonaban al ofensor, ya sea por cuestiones formales, por razones de atenuantes o a partir de que el acusado se disculpara y admitiera su ofensa.[28]

A continuación, algunos ejemplos de estos artículos:

Art. 4. El tribunal tiene la certeza de que el hecho no se repetirá y renuncia al juicio.

Art. 32. Teniendo en cuenta que el delito fue cometido por varios, sería injusto acusar a uno solo.

Art. 52. El tribunal perdona a A., quien no podía prever las consecuencias de su acción (no lo hizo al propósito sino por imprudencia, por error o por olvido).

Art. 63. El tribunal perdona a A., quien es muy iracundo, pero promete corregirse.[29]

 

En estos ejemplos vemos como, por un lado, se hacen explícitos los actos y se exponen en su dimensión pública para establecer la responsabilidad colectiva, pero, por el otro, se hace hincapié en la posibilidad de buscar no ejercer un castigo limitándose al reconocimiento del agravio. Lo que sucede en estos casos es que todo el procedimiento institucional y la enunciación en el código permite que los educandos reflexionen sobre el sentido de la convivencia en un marco regulado y regulativo. Los aspectos punitivos ya no son necesarios porque la comprensión de la repercusión del acto y su aceptación cumplen ya la función formativa, tanto en lo individual, como en lo colectivo. La razón por la que se presentaba una lista tan extensa de artículos tenía como finalidad el mostrar lo complejo y diverso de la conducta humana y lo común de este tipo de situaciones en la convivencia, precisamente para darles su justa dimensión.

Korczak comprendía que había acciones que debían ser sancionadas por medio de castigos que sí tuvieran aplicación porque de otra manera las víctimas no recibían justicia y eran doblemente victimizadas por lo que instituyó, en los diez artículos restantes del código, la manera de hacer justicia, pero para seguir resaltando lo común de estas acciones las designo en centenas.[30] Las acciones que se castigaban en estos artículos se referían a daños físicos a los compañeros y ameritaban expulsión temporal y, en casos muy extremos o reiterativos, definitiva. Uno de los elementos que se consideraba un castigo muy severo era la publicación de la sentencia en un pizarrón[31] para que fuese de conocimiento público, ya que para el educador era fundamental que todos comprendieran que su falta afectaba a toda la comunidad ante la cual tenía que dar explicaciones.

En uno de sus libros, Korczak aclara el porqué de la importancia de un tribunal y un código de conducta de la siguiente manera:

Un tribunal no es la justicia, pero hacer reinar la justicia debe constituir su principal preocupación; un tribunal tal vez no sea la verdad, pero la verdad es aquello a lo que más se aspira. […]

El tribunal se ocupa del respeto por las personas. Los hombres viven juntos sin ser iguales. El grande junto al pequeño, el fuerte junto al débil, el bueno junto al menos bueno, el alegre junto al triste. Uno está siempre bien, al otro siempre le duele algo. El tribunal se ocupa de que el grande no maltrate al pequeño y de que el pequeño no importune al grande; de que uno listo no explote a uno torpe; de que un bromista no le haga bromas de mal gusto al que no tiene ganas de bromear; de que un iracundo no busque pelea en todo momento; pero también de que los otros tampoco provoquen inútilmente. [32]

 

7.   Actualidad de su propuesta educativa

A manera de conclusión y conscientes de lo limitado de una exposición tan breve, dejaremos apuntados algunos aspectos que podrían enriquecer nuestros enfoques en materia educativa y en particular lo relativo a ideales como: <<fomento al pensamiento crítico>>, <<desarrollo de la autonomía>> , <<formación Ética>>, <<impulso al trabajo colaborativo>>, <<educación cívica>>, por mencionar algunos de los más relevantes.

Lo que podemos recoger de las teorías y prácticas de Janusz Korczak se podría definir, de manera esquemática, en dos aspectos convergentes: su visión de la manera de entender al niño y cómo debe comprenderse la educación. Lo primero que contrasta con la manera actual de entender y tratar a los “menores de edad” es la de considerarlos personas con plenas capacidades de entendimiento pero que son poseedores de una manera especial de interpretar la realidad, lo que exige del educador una disposición especial a ponerse a la altura de esta cualidad. Con respecto a lo segundo, y como hemos expuesto anteriormente, se educa por medio de prácticas, no solo por transmisión ideas. La convergencia de estas dos visiones se tradujo en cuestiones muy concretas como: Parlamentos, tribunales de justicia y códigos de conducta.

Para que una persona desarrolle un pensamiento crítico se requiere de una constante confrontación de sus emociones y pensamientos con la de los otros y con las situaciones concretas en las que vive. La autonomía sólo puede presentarse en el ejercicio pleno de una voluntad libre que se responsabiliza por sus actos y asume lo que estos implican. La Ética no se trasmite como un dictado de principios que deba memorizarse o incluso reflexionarse sino a partir de la organización de la vida cotidiana con un sistema normativo que regule la interacción con los demás a partir de principios que se piensan, pero también se aplican. El trabajo colaborativo se enseña trabajando, la justicia con la constitución de un tribunal accesible a todos y la democracia organizando un parlamente que legisle.

Lo que nos demostró Janusz Korczak en la manera en la que dirigió los asilos de huérfanos, fue que los niños y los jóvenes son personas que tienen toda la capacidad de vivir en comunidad, trabajar por el bien común, reconocer sus diferencias y corregir sus faltas a partir de una legislación gestionada por ellos mismos y vigilada por un tribunal en el que también participaban. Parecería una utopía irrealizable en nuestros días y de imposible instrumentación en nuestro sistema educativo. No se trata de copiar sino de aprender y actualizar, pero lo más importante es valorar, críticamente, los principios humanistas y educativos que este sencillo educador nos dejó como legado.  Una educación así podría, tal vez, evitar que personas inocentes terminen abruptamente sus vidas asesinadas por una ideología que se jacte de hacerlo a nombre del progreso.

 

 

14 de mayo de 2025


Este escrito responde a la adaptación por escrito de una conferencia pronunciada el 14 de mayo de 2025 en el Congreso titulado Congreso Internacional Educar para Ser, organizado por la Red Iberoamericana de Pedagogía RADIPE. Quiero agradecer a la Dra. Rosa Martha Gutiérrez Rodríguez por haberme invitado a presentar esta ponencia y por permitirme publicarla.

 



[1] Bruno Bettelheim, A Tale for Our Time Reflections & Recollection, https://archive.org/details/JanuszKorczak-ATaleForOurTime/mode/2up?view=theater.

[2] Rubén Naranjo, Janusz Korczak, maestro de la humanidad, Editorial Milá, Buenos Aires, 2001. p.37.

[5] Ibid. p.44

[6] Ibid. p.45

[8] Ibid. p.49

[9] Ibid. p.50

[10] Nos parece pertinente aclarar que antes de 1948 el territorio donde hoy se encuentran el Estado de Israel y el de Palestina estaban bajo el mandato británico. Por esta razón, el hablar de Palestina en esa época, por lo general hace referencia también a la colonia judía y no sólo a la palestina.

[11] Paola Apenszlak, Una luz en las tinieblas. Buenos Aires, Candelabro, 1963, págs. 167-168. En Rubén Naranjo, op. cit. pp. 54-55

[12] Hanna Mortkowicz - Olczakowa, Janusz Korczak, Maestro y mártir, Buenos Aires, ICUF,1968, págs. 65. En Rubén Naranjo, op. cit. p. 57

 

[13] Naranjo, op. cit. p. 64

[14] Janusz Korczak, Diario del gueto y otros escritos, Traducción del polaco por Jerzy Slawomirski y Anna Rubió Rodón, Seix Barral, Barcelona, 2018. pp. 339-340   

[15] Ibidem.

[16] Arendt Hannah, Eichmann, en Jerusalén; Estudio sobre la Banalidad del Mal, traducción de Carlos Ribalta, Editorial Lumen, Barcelona 1999 (segunda edición) Publicado en inglés en 1963.

 

[17] Janusz Korczak, Diario del gueto y otros escritos, op. cit. 151

[18] Janusz Korczak, Si yo volviera a ser niño, Traducción directa del original polaco por Esthrer Goldwag, Cause, Buenos Aires, 1954.

[19] Ibid. p. 18

[20] Kant Immanuel, Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? en: En defensa de la Ilustración, Traducción Javier Alcoriza y Antonio Lastra, Alba Editorial, Barcelona, 1999. pp.63-71. p.63

[21] Ibidem

[22] Naranjo, op. cit. p. 96

[24] Ibid. p.97

[25] Ibidem.

[26] Ibid.96

[27] Ibid. 99

[28] Ibid.100

[29] Ibid. pp. 100-101

[30] Ibid. p. 100

[31] Ibidem

[32]  Janusz Korczak, Cómo amar a un niño, en: Naranjo, op. cit. p.106

lunes, 21 de julio de 2025

Las huellas semiborradas de la utopía: una mirada desde el sur – Por Ricardo Forster

 

En este ensayo Ricardo Forster sostiene que pocas épocas estuvieron tan secas de los ideales utópicos como la que estamos viviendo. La desintegración de la gramática de la utopía, afirma Forster, se corresponde con el borramiento del futuro, o, tal vez, son las derechas extremas, aquellas que siguen bebiendo de las fuentes de los fascismos clásicos, las que se han reservado el flujo utópico al plantearles a los hombres y mujeres de este tiempo de reinado absoluto del capital.

El lenguaje guarda, dentro suyo, la posibilidad de múltiples significados; sus palabras, incluso aquellas que parecían ser univalentes y cuyo sentido no genera dudas ni grandes discusiones, llevan, siempre, el germen de la diversidad. Como si en el misterio del decir y del nombrar se siguiera manifestando la riqueza inaudita de la vida, su proliferación inagotable de forma y contenido que vuelve literalmente imposible el monolingüismo, la unidad del significante y del significado. Para expresarlo de otra manera: desde los remotos orígenes de la cultura, las palabras de los humanos se han afanado por encontrar el camino recto y sin tropiezos al orden de las cosas; han buscado con insistencia la verdad en el decir y la correspondencia entre el nombre y lo nombrado. Tal vez la cultura, nosotros, no seamos otra cosa más que el producto de un fracaso, la extraordinaria y al mismo tiempo desoladora convicción de una imposibilidad: nada es igual a sí mismo, las correspondencias se disuelven mientras se multiplican las significaciones. Y de allí ha nacido una paradoja: soñamos, siempre, con articular el nombre apropiado, con encontrar el camino que nos regrese al hogar perdido en el comienzo de nuestra travesía por el tiempo, por el lenguaje y por la certeza de la muerte; y ese sueño desiderativo se ha convertido en energía y movimiento, en acción y transformación de nosotros mismos y del mundo. Desde el comienzo más arcaico y remoto de la existencia humana esa energía y ese movimiento jamás se ha detenido. Nuestra referencia no es lo dado sino lo deseado, no aquello que nos rodea sino lo que se esconde detrás del horizonte. Al menos, y para no remitirnos tan lejos en la historia, esa ha sido la impronta que dominó la experiencia de la modernidad a lo largo y ancho del mundo abarcando tanto al norte como al sur, aunque a los primeros esa experiencia los encontró del lado de la dominación y a los segundos del lado del sometimiento y de la rebeldía.  

Pero hasta ahora esa búsqueda de correspondencia entre el nombre y lo nombrado, ese intento de eliminar la ambigüedad y de alcanzar, por qué no, la inmortalidad venía asociada con la creencia en un Dios todopoderoso, omnisciente y salvador. La utopía, como ya veremos, constituyó una estrategia para alcanzar esa sociedad perfecta a la que ni siquiera la muerte podría amenazarla. La ciudad de Dios descripta por San Agustín como promesa de un más allá de la terrenalidad angustiosa y miserable. Caída la fe religiosa, llegado el tiempo de “la muerte de dios” anunciada por el loco de La gaya ciencia nietzscheana y consumado el nihilismo bajo la impronta del capitalismo capaz de hacer que “todo lo sólido se desvanezca en el aire”, se abrió la época de la secularización más radical y de los proyectos políticos profanos y revolucionarios capaces, eso se creía, de alcanzar el cielo en la tierra. El siglo XX se pensó a sí mismo, allí cuando inició su derrotero, como el siglo de las transformaciones radicales, como la época atravesada por la “pasión de lo real”. Hoy, cuando ni las religiones ni mucho menos cualquier dios profano y secular alcanzan para salvarnos de tanta incertidumbre y de tanta angustia, pareciera ser que los algoritmos y la Inteligencia Artificial estarían, ¡por fin!, compensando la ausencia o la muerte de dios ofreciéndonos la utopía, ahora sí, de tener todo a nuestro alcance al mismo tiempo que nos dejamos conducir por una mano invisible que ya ni siquiera es la del mercado. Pasaríamos de proyectos sociales diseñados y llevados a la práctica por seres humanos a proyectos que, en la encrucijada de esta época, serían elaborados y propuestos por la Inteligencia Artificial.  

Casi sin darnos cuenta, y contradiciendo toda la tradición del individuo liberal que se creía dueño de sus propias decisiones y portador de una libertad radical y autosuficiente, un nuevo capitalismo de mayor voracidad ha logrado que a un costo cero y a un beneficio astronómico la mayoría de la humanidad le entregue su intimidad convertida, ahora, en una fabulosa mercancía. Antes, en los tiempos del viejo capitalismo industrial, los trabajadores “eran libres de vender su fuerza de trabajo” a cambio de un salario -en general miserable y explotador-; ahora, en la época de la digitalización del mundo, las gigantescas corporaciones que dominan las redes y sus dispositivos se apropian gratuitamente de lo que sabemos y de lo que no sabemos de nosotros mismos. Lejos de aquellas míticas luchas de la clase obrera para garantizar condiciones de trabajo y salarios justos, los actuales adoradores de las tecnologías digitales se dejan abducir por los algoritmos que no solo marcan el sentido de nuestras decisiones guiándonos hacia necesidades artificiales, sino que, con un hambre pantagruélico, devoran los restos de esa supuesta libertad que era propia del sujeto de la sociedad liberal. Ya ni siquiera dejan que los deseos se configuren en el interior de nuestra subjetividad. El avance prodigioso de las distopías es proporcional al enmudecimiento de la capacidad de seguir soñando un mundo diferente. La lengua de la utopía nació de esa capacidad autónoma de proyectar, hacia adelante, una sociedad capaz de entramar igualdad y libertad.

Para el individuo atrapado en las telarañas de los algoritmos el futuro se ha vuelto un delirio entre tecnológico y apocalíptico. La absoluta imposibilidad de entender y quizás de transformar el sentido de los tiempos que transcurren sin que siquiera podamos imaginarnos liberados de ese llamado al goce permanente -para cada vez menos en el sur global pero también entre los pobres y los migrantes del norte opulento- que proviene de las promesas de las distopías tecno-digitales. Al menos, eso es lo que buscan certificar los dueños de esas tecnologías. Es la gran tarea de todos aquellos que todavía creen en la emancipación humana romper esa certeza del fin de la historia que viene de la mano de esa radical apropiación de nuestra intimidad y de nuestros deseos. Si no somos capaces de escapar de la ilusión de un presente continuo, de una suerte de bucle que nos hace permanecer eternamente en el mismo instante bajo la forma de una repetición infinita, si no recuperamos la percepción del tiempo desde el pasado y también imaginando el futuro, la que quedará atrofiada será nuestra libertad allí donde nos será imposible escapar de la cárcel en la que la lógica del algoritmo nos condena a vivir. La utopía, su sustrato más profundo, nos incitaba a soñar e imaginar lo nuevo, es decir, a liberarnos de las cadenas de la repetición.   

En estas páginas se trata, entre otras cosas, de sueños y de deseos, de búsquedas y de extravíos, de triunfos y de derrotas, de intervenciones en el movimiento de la historia que han dejado sus marcas en nuestra actualidad que pareciera haber perdido la visión del futuro y haber extraviado la memoria del pasado. Marcas que, aunque parezcan desvanecidas o invisibles, están en nosotros, habitan nuestros cuerpos y nuestros deseos de otros mundos. En medio de la noche de la desesperanza seguimos soñando la diferencia. Abrumados por la soledad de un presente que pareciera repetirse eternamente a sí mismo algo, sin embargo, sigue repicando en nuestras fibras más íntimas recordándonos, como escribiera Theodor W. Adorno, que si el ser humano alguna vez imaginó vivir en el paraíso seguramente, en algún tiempo mañanero, volveremos a encontrarnos con él, con ese deseo que reabre el horizonte incluso en tiempos de desconcierto, penurias y desasosiego. Por eso cada vez que convocamos el espectro de la utopía nos internamos en los pliegues de una tradición de revueltas y de esperanzas, de sueños edénicos y de sociedades cerradas, de insurrecciones del alma en busca de renovaciones y de políticas de la verdad y del orden, de teorías que salieron a cazar a sus portadores y de portadores que creyeron que estaban realizando el paraíso en la tierra. Cada vez que pensamos la utopía también nos topamos con sus delirios y sus pesadillas. Pero también es un viaje que recorre, hacia atrás, las huellas del sueño y del deseo, de la expectativa y de la imposibilidad, de la quimera y de la materialización histórica. Un modo de bajarse en las distintas estaciones en las que se fue deteniendo el tren de la historia para redescubrir lo político en el interior de las arquitecturas que buscaron diseñar otras sociedades enfrentadas al orden de las cosas vigentes, que intentaron construir alternativas a las injusticias de los poderes dominantes; soñadoras de otras formas de sociabilidad y de intercambio entre los seres humanos y, por qué no, en convivencia con las otras criaturas de la naturaleza.  

Seguirle la pista a esa palabra desgastada por el tiempo y por los usos: la utopía, es un modo de insistir con los sueños ya soñados por un sinnúmero de generaciones. Es resistir al discurso de la inexorabilidad y al reinado absoluto de las distopías como única promesa para la humanidad por venir. Es recuperar, para aquellos y aquellas que provenimos del sur del mundo, nuestras historias tumultuosas cargadas de potencia creativa, desafiante y rebelde frente a las formas de pasteurización cultural que el norte rico y opresor ha buscado imprimirle a su dominio secular. Pensar nuestra época actualizando, como quería Walter Benjamin, la memoria de los vencidos, la larga e inacabada narración de culturas que han sabido resistir al colonizador. El sur encierra una poética de la emancipación que se nutre de una relación decisiva entre los ecos de sus tradiciones culturales y los desafíos de un presente que, eso también hay que decirlo, conlleva también la amenaza de su aplanamiento allí donde lo que se intenta imponer es una lengua digital y algorítmica capaz de sustraernos nuestra diversidad y nuestras riquezas tanto inmateriales como materiales. Hace mucho que sabemos que el norte ha olvidado sus sueños redentores, que su despliegue ha estado definido por la sed de conquista y de expoliación, como si aquellos ideales de igualdad y fraternidad se hubieran transformado en mandatos de dominación y saqueo; mientras que aquí, en las tierras calientes del sur, los ríos subterráneos de esas utopías milenarias siguen buscando -más allá de tropiezos, sinsabores, errores y derrotas- los cauces que los lleven hacia el mar de un futuro de hermandades renacidas bajo el sello de la emancipación, la libertad y la igualdad.Foto en blanco y negro de un reloj en un edificio

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Esta es la palabra que recorre como un hilo dorado los intentos de interrogar lo que se guarda en el presente y lo que insiste desde el pasado. Es, recuperando en esto a Ernst Bloch, seguirle la pista a esa energía desiderativa y a esos “sueños diurnos” como la llamó el filósofo alemán, muchas veces oculta pero siempre activa, que fue diseñando el futuro de cada generación. Una palabra -la utopía- forjada en esos talleres donde alguien soñó la diferencia, donde alguien describió una geografía distinta a los hombres y las mujeres de su tiempo abrumados por la desesperanza de un presente eternizado y repetitivo. Palabra destinada a peripecias sorprendentes y a cristalizaciones muy diversas y encontradas; palabra lanzada como una flecha hacia el futuro que, muchas veces, no hizo otra cosa que destronar toda posibilidad de un mundo mejor al que, paradójicamente, buscando realizarlo lo alejaron de su concreción. Palabra que ha remitido a distintas significaciones: igualdad, verdad, homogeneidad, fraternidad, comunismo, jerarquía, orden, disciplina, patria, comunidad, libertad, amor, y la lista se extiende en múltiples y diversas resonancias. Palabra abierta, entonces, a la indispensable interpretación, a la querella producida por su polisemia y a esas otras abiertas por sus cristalizaciones en la historia. Una palabra para soñar mundos de igualdad y belleza o para profetizar un orden capaz de acallar las voces de la disidencia y de la diferencia; palabra que soñó y sueña la amalgama entre libertad y necesidad y que, allí donde esa amalgama se intentó realizar, acabó generando -en la mayor parte de los casos- la más radical de las violencias y la forma oscura de un orden represivo. Como si un fatal antagonismo habitara la potencia creadora y destructiva de una palabra que hizo mundo y que también lo deshizo.

Al desvanecerse la tradición utópica también se desvanece la energía capaz de soñar que “otro mundo es posible”. Infinitamente más grave que sus fallas, errores y derrotas es la desaparición de la capacidad humana de ensoñar la vida dejándoles la palabra de futuro a las peores pesadillas de una derecha recargada que delira con nuevos imperios que recuperen antiguas lógicas coloniales provenientes de las elites de un Occidente en crisis y decadente. Tozudamente desde el sur del mundo el “todavía-no” de la utopía sigue insistiendo y nos recuerda que nada de lo que fue soñado por las generaciones de nuestros ancestros se pierde en la rueda de la historia mientras seamos capaces, aquí y ahora, de sostener el diálogo entre el pasado y el presente. Como en muchas otras circunstancias de nuestras dilatadas historias hoy volvemos a ir a contrapelo de lo establecido y normativizado. En el interior de esos flujos desiderativos se fueron forjando tanto la imaginación artística como la potencia rebelde de nuestros pueblos. Porque no se trata de agotar toda nuestra imaginación en el instante actual, como si fuera lo único significativo, el eje absoluto de nuestras existencias y su límite. La potencia regeneradora del ideal utópico no depende tanto de su realización efectiva sino de motorizar todos nuestros sentidos, nuestras emociones y nuestros deseos hacia esa otredad capaz de devolvernos la ilusión de una vida buena. Ir hacia lo que se abre del otro lado de la frontera de la opresión y no instalarse en lo acabado y en la lógica de la resignación propia de un sistema mercadolátrico que nos busca convencer de la inexorabilidad de lo establecido.  

Porque la tradición utópica, lo que se guarda en el interior de esa palabra noble y rapiñada a la vez, nos conduce, en nuestro viaje histórico-crítico tanto hacia el deseo de felicidad en la tierra como hacia la construcción, muchas veces, del infierno. Metáfora que encierra, casi al mismo tiempo, la aspiración a la libertad y la afirmación tiránica de lo absoluto y omnipotente. La tradición utópica, la que va de Tomás Moro y los pensadores del renacimiento, la que pasa  por los anarquistas y socialistas, por poetas y filósofos y llega hasta nuestros días en los que se mezclan las revoluciones sociales y los totalitarismos fascistas, las ilusiones narrativas del cine y los nuevos lenguajes de las tecnologías digitales y algorítmicas, exige, de nosotros,  un arduo e indispensable ejercicio de interpretación que sea capaz de recorrer sus voces no siempre armónicamente polifónicas; que pueda internarse, como lo intentamos en estas apretadas páginas, en sus principales rasgos y en aquellos nombres -que no abordaremos acá- pero que le dieron su consistencia a lo largo de los siglos. La lista es cuantiosa: Platón, Al-Farabi, Joaquín de Fiori, Campanella, Moro, Los hermanos del libre espíritu, Francis Bacon, Thomas Münzer, los anabaptistas de Munster, Winstanley, Sabbetai Seví, William Morris, Bakunin, Saint-Simon, Fourier, Owens, el príncipe Kropotkin, Franz Fanon y los nombres siguen… Al pensar el origen de la cultura, el nacimiento de lo propiamente humano, Claude Levi-Strauss no solo destacó la prohibición del incesto como punto de partida irrevocable sino que señaló otras dos formas misteriosas que articularon la complejidad y la diversidad del lenguaje de los humanos: la primera melodía generada por nuestros lejanos antepasados como apropiación creativa de los sonidos de la naturaleza; y, pensando en lo que venimos sosteniendo, la invención de la primera metáfora, aquel hallazgo que potenció, casi hasta el infinito, la capacidad del lenguaje para intentar decir la exuberante diversidad y multiplicidad de la vida y de los deseos. La palabra “utopía” ha sido, a lo largo de la historia, una suerte de metáfora capaz de encerrar innumerables proyectos y ensoñaciones que buscaron, desde diferentes realidades y creencias, diseñar un mundo mejor.

Esa es la energía transformadora de la que hablaba Ernst Bloch y que lo llevó, en un giro inverso al de Spinoza, hacia “el principio esperanza”. Para Bloch, a diferencia del tallador de lentes, el “todavía-no” de la utopía era esa fuerza propulsora capaz de modificar la historia, de romper muros y estancamientos, de abrir el horizonte en medio de la mayor de las oscuridades. Para Spinoza, en cambio, tanto la esperanza como la utopía postergaban la contingencia del aquí y ahora, eludían las demandas del presente para lanzarlas a la arbitrariedad indiscernible de un mañana que nunca acaba por llegar. Dos miradas que, con el transcurrir de los tiempos, alcanzan a cruzar sus caminos allí donde no es posible resistir sin soñar con un futuro mejor, pero sin que ese deseo quede postergado para las calendas griegas. El “principio esperanza” y la contingencia spinoziana que se funden en una refundación de la tradición utópica.

El ánimo de esta conferencia es el de confrontar distintas perspectivas que se fueron desplegando en el interior de la tradición utópica, pero no para tratarlas como piezas de museo, como bellos discursos ya acontecidos y guardados de una vez y para siempre en el desván de las cosas viejas; la intención es interrogar en relación a esa máquina desiderativa que no sólo alimentó quimeras y extravíos, sueños cargados de fantasías irrealizables, imaginaciones desbocadas y narrativas exclusivamente ilusorias, sino que, fundamentalmente, atravesó y atraviesa las prácticas constructivas de nuestras vidas sociales e individuales. Buscamos pensar esa tradición a través de sus modos de presentarse en la historia y de su actualidad entre nosotros (pero también nos interrogamos por sus ausencias, por su olvido, por su deslegitimación en los discursos dominantes). Hacer presente el pasado describiendo las peripecias de una tradición compleja y multívoca; hacer pasado el presente destacando la persistencia hoy, aquí, entre nosotros, de esa misma tradición que interpela lo que somos y lo que soñamos. Incluso allí donde no lo sepamos o incluso en una época, la actual, que ha girado brutalmente del lenguaje utópico al lenguaje distópico. Que lejos, muy lejos, de hacer del futuro la tierra de la realización del ideal utópico lo ha convertido en un páramo dominado por las más espeluznantes figuras del apocalipsis. Las utopías nacidas en los talleres de antiguas rebeldías en nada se asemejan al apabullante aquelarre de propuestas distópicas que hoy alimentan nuestra visión del futuro. Hasta el punto de que ya no nos resulte extraña la proliferación, en las plataformas digitales que han revolucionado la industria cultural, de una inacabable serie de programas cuyo eje temático común es la visión distópica del mañana inmediato. Como si un nuevo tipo de sequía -la capacidad de soñar la diferencia bajo la forma de una acción transformadora de la realidad malsana- se hubiera desencadenado sobre el frágil cuerpo de una humanidad desnuda de ilusiones.

Pocas épocas estuvieron tan secas de los ideales utópicos como la que estamos viviendo. La desintegración de la gramática de la utopía se corresponde con el borramiento del futuro. O, tal vez, son las derechas extremas, aquellas que siguen bebiendo de las fuentes de los fascismos clásicos, las que se han reservado el flujo utópico al plantearles a los hombres y mujeres de este tiempo de reinado absoluto del capital como el punto de fusión y realización de sociedades capaces de hacer confluir la libertad absoluta de mercado, un narcisismo hiperbólico junto con ciertas formas de neocomunitarismo y todo ello mezclado con autoritarismo, jerarquía y conservadurismo moral además de una dosis significativa de etnonacionalismo. Una utopía dominada por el dios dinero y el dios flamígero. Aunque sostenida, en último término, por aquello que Yanis Varoufakis denominó “tecnofeudalismo”, es decir nuestra conversión autoimpuesta en “siervos de la nube”, capturados gustosamente por una tecnología capaz de apropiarse de nuestra intimidad sin tener que desembolsar un solo centavo. A ese gesto de contribuir a multiplicar de una manera inimaginable el capital de un puñado de empresarios de las plataformas digitales lo llamamos “libertad”.

El absurdo está entre nosotros y no hacemos otra cosa que festejar nuestra nueva servidumbre voluntaria, que ni siquiera alcanzó a imaginar en su actual dimensión, allá en los comienzos del siglo XVI, un joven y rebelde Etienne de La Boitie, cuando se interrogó por el motivo capaz de conducir a los muchos a dejarse someter por el Uno. Etienne, en esos tiempos fundacionales de una modernidad todavía en pañales, lanzó, de cara al futuro, una anticipación deslumbrante y sobrecogedora: los incontables aceptaban someterse al poder del Uno como consecuencia de la “fascinación que sentían por él”. La irradiación del dictum del amigo de Montaigne alcanza sin tropiezos nuestra actualidad, incluso expande y radicaliza aquella anticipatoria intuición de un vínculo -el de los hombres con el poder- que no haría más que multiplicarse hasta niveles cada vez más perversos. No deja de ser conmovedor, para nuestra experiencia sureña, que la visión crítica de Etienne se haya alimentado de los primeros relatos y crónicas que provenían de aquellos que habían descubierto con ojos azorados que, del otro lado del océano Atlántico, más allá de la “civilización occidental y cristiana” vivían hombres y mujeres que saboreaban una libertad radical y que parecían, así lo describieron, estar habitando en el paraíso tantas veces imaginado desde los relatos bíblicos. Ya se encargarían los recién llegados en sus naves que olían a azufre, con especial cizaña y entusiasmo, de transformar ese jardín edénico en un infierno de destrucción, expoliación y sometimiento. Pero sigamos recorriendo una de las últimas pasiones humanas por romper el dominio del aquí y ahora irreversible.Imagen que contiene colgando, luz, aire, tráfico

El contenido generado por IA puede ser incorrecto.Civilización occidental y cristiana – León Ferrari.

Voces plurales las que se entrelazan a lo largo de la milenaria empresa de soñar la comunidad de los iguales o de proyectar, hacia un futuro distante, ensoñaciones y pesadillas, sueños desiderativos y catástrofes inclasificables. Algunas de esas voces salen a la pesca de tradiciones antiguas y venerables; otras se detienen con intensidad en el análisis de los entrecruzamientos de los sueños utópicos y los llamados a la revolución. Voces que recorren los mil senderos de las rebeldías y de los deseos, de las apuestas redencionales y de las proclamas que intentan cerrar el movimiento siempre incesante de la historia. Pensar hoy la utopía, inscribirla en una saga de incontables rebeldías es un modo de resistir a la uniformidad tecno-digital, es una manera de escaparle al dominio de una razón instrumental que hoy encuentra en los algoritmos y en la Inteligencia Artificial sus nuevos heraldos promotores de la última distopía. Voces que se detienen a reflexionar en torno a la presencia de la oscuridad en la luz, del mismo modo que deconstruyen la palabra y la tradición de la utopía para eludir cualquier dogmática entendiendo que el largo periplo de esa tradición estuvo sobrecargado por esa dialéctica. Así como la revolución, en tanto mito decisivo de la experiencia moderna, ha quedado, como decía Nicolás Casullo, a nuestras espaldas, convertida en pasado y en gran medida vaciada de sus contenidos transformadores, la utopía se ha vuelto una palabra agotada que muy pocos pronuncian sin un dejo de nostalgia.

El siglo XX fue, ya lo destacó Alain Badiou, el siglo de “la pasión de lo real” que intentó llevar a la práctica aquello que soñaron las utopías sociales y políticas. El nombre de esas prácticas triunfantes fue el de “revolución”, como si todo lo que antes había sido sueño y quimera, ilusión y fantasía, todo eso encerrado en ese hallazgo semántico de Tomás Moro, abandonara por fin ese territorio de lo imaginario y de lo imposible para lanzarse a la realización material de los ideales emancipatorios. Ya no se trató de recordar antiguas gestas que acabaron en derrota (desde la rebelión de Espartaco hasta los comuneros parisinos de 1870) ni de revoluciones fracasadas como la de 1848 o incluso de gestas triunfantes y novedosas como lo fue la rebelión de los esclavos haitianos en el final del siglo XVIII que fueron capaces de anticipar los movimientos independentistas que luego recorrerían toda la América Latina; ahora, en el devenir inaugural del siglo XX, el mito de la revolución abandonaba las nostalgias de aquellos relatos de rebeldías desesperadas para asumir el rostro fabuloso de la realización de aquellos sueños: desde octubre del 17 cuando Lenin y los suyos clavaron la estaca de la primera revolución obrera y campesina triunfante, pasando por la conquista del poder por los comunistas chinos en el 49, por las incontables luchas de liberación nacional de los pueblos terceristas representados en especial por vietnamitas y argelinos pero también por mozambiqueños y angoleños, etíopes y palestinos hasta la gran esperanza abierta en América Latina por la revolución cubana que irradió hasta la entrada de los sandinistas en Managua en 1979, ese mito que provenía de antiguas narraciones y más antiguas rebeliones se hizo realidad tangible. Lo que no podíamos imaginar, aquellos que sentimos su fulgor, es que mucho antes del final del siglo esa “pasión por lo real” se desvanecería como un castillo de naipes. El peso abrumador de sus escombros sigue ahogando nuestras ilusiones.

Pero inversamente proporcional a esos escombros es la clara evidencia de que ha sido en el sur del mundo hacia donde se transfirieron los sueños liberadores desplegados en el siglo pasado y que hoy, con mayores necesidades no resueltas todavía, volverán a manifestarse -con nuevos recursos y nuevas palabras- en estas latitudes. Mientras que el norte no sabe cómo resolver la hondura de su crisis, que no es apenas económica sino que es principalmente cultural y de sentido, la evidencia del agotamiento de su tiempo histórico y de sus quimeras imperiales devaluadas; en el sur, nos ufanamos de nuestras diversidades, de nuestra capacidad de intercambiar y de mezclar lenguas y saberes, tradiciones y riquezas artísticas, de nuestra sed de justicia y de la conciencia de ser herederos y legatarios de tradiciones que viniendo del ayer alimentan nuestros proyectos de futuro. Pero con la conciencia, también, de los peligros que amenazan esas diversidades y esos pluralismos culturales: la tendencia a la homogeneización, al aplanamiento de los tiempos privilegiando un presente continuo, a la construcción de un falso esperanto que universalice la cultura del norte dominante, de dejarnos seducir por la fascinación del “progreso tecnológico” como fuente de nuestra supuesta salvación mientras se sigue depredando nuestro hábitat, amplificando la exclusión, la pobreza y se siguen uniformando conductas consumistas. En el sur también caminamos por el desfiladero de la cultura y la barbarie y la amenaza radica en olvidar nuestras especificidades para dejarnos atrapar en las telarañas de una cultura globalizada y de rápida y fácil digestión. Uno de los rasgos más notables de las culturas del sur es que han sabido enriquecer sus tradiciones con aquellas otras provenientes, incluso, del norte colonizador. Nuestra hibridez cultural es un signo de vitalidad mientras que aquellas naciones que se creyeron únicas e imperiales se van secando hasta perder identidad y potencia creativa bajo el imperio de la uniformidad cultural mercantilizada.

La utopía (el plural también le corresponde) ha sido relegada, convertida en fábula no solo por el discurso académico dominante y hegemónico para el que apenas si es un anticuado objeto de estudio, sino que eso también ha ocurrido, de un modo muy preciso y actual, en los imaginarios juveniles en los que predomina la fascinación por un presente continuo que se repite a sí mismo como un mantra desplazando al armario de las experiencias en desuso tanto lo que nos remite al pasado como aquello otro, indispensable en la lengua utópica, que nos envía hacia el mañana. La utopía destronada allí donde se la vuelve relato fabuloso o mera quimera, juego desbocado de una imaginación que aspira a lo imposible y a lo irrealizable. Pieza de museo que remite, en el mejor de los casos, a tiempos arcaicos atravesados por ilusiones infantiles, aquellas que soñaban transformar la vida de acuerdo al ideal de la perfección. Época, la nuestra, de obturaciones múltiples afirmadas en la certeza de la imposibilidad de modificar lo existente, en el dominio abrumador de una lógica pragmática que desconfía de la imaginación poética entrelazada con los lenguajes de la política. De ahí nuestro desafío: repensar la tradición utópica en un tiempo de desilusiones, desesperanzas y olvidos; recorrerla hacia atrás persiguiendo sus huellas, las más evidentes y las semiborradas destacando, siempre, la profunda imbricación entre nuestra actualidad y lo acontecido; interrogando por su pertinencia en una realidad contemporánea que se desliza velozmente hacia la lógica del olvido y hacia el festejo de lo fugaz e instantáneo. Apostando a que sus desvanecidas influencias sigan silenciosas habitando los pliegues de lo humano.

Un desafío a contramano y a destiempo, la imperiosa necesidad de establecer un diálogo entre la erudición y la enseñanza universitaria, la que rescata del fondo olvidado de la historia saberes indispensables, sagas cruciales protagonizadas por los ninguneados y derrotados, por los invisibles y los explotados, por esas masas anónimas que se atrevieron a cuestionar las diversas y perversas formas de la dominación, y las percepciones de la nuevas generaciones que, en la mayoría de los casos, han roto las amarras con lo esencial de esos otros tiempos. Tal vez por eso repensar hoy, acá, en una época destemplada, la utopía, sus caminos múltiples y cargadas las alforjas con diversas y muchas veces encontradas arquitecturas de una nueva sociedad, pero sin utopizarla, sin volverla intocable y sagrada como último ideal incontaminado por el decurso de la historia que todo lo arruina. Se trata, antes bien, de romper falsas ilusiones, de rebasar los dogmatismos y los giros reduccionistas o puramente afirmativos para describir una tradición abigarrada y compleja, variada en sus proyectos y en sus postulados y portadora de objetivos políticos muchas veces antagónicos y enfrentados al punto de imaginar mundos por completo diferentes.

Se busca perseguir esas huellas -insisto cargadas de múltiples imaginarios- no para llegar a la tierra prometida, al edén de la felicidad, sino para descubrir, allí donde fuera posible, las andanzas soñadoras y abiertas de las mil lenguas de la utopía, las que podían conducir al ideal de la vida buena o aquellas otras que llevaban al pantano de la unidimensionalidad y de lo absoluto. De ahí que haya que hacerse cargo, en el arduo trabajo de recuperar las voces de una tradición acallada, de proyectos y sueños prolíficos en señalamientos maravillosos y espantosos, de potencias libertarias y de cerrazones autoritarias. Una tarea de removedores de escombros allí donde los huracanes de la historia hicieron su trabajo de destrucción, en especial con muchas de esas voces forjadoras de sueños desiderativos, de apuestas frustradas y de ilusiones desvanecidas. Nosotros, en el sur, sabemos mucho de esta dialéctica de ilusión y desencanto porque hemos sido testigos y participantes de proyectos políticos y sociales que no pudieron acabar de construir sociedades más justas. Pero a diferencia de las sociedades del norte opulento, que hace mucho que abandonaron aquellos ideales de hermandad y solidaridad, todavía el reloj de la historia se sigue moviendo en nuestras latitudes recordándonos todo lo que queda por hacerse. Y en ese gesto rememorativo se guarda la oportunidad de reconstruir los puentes entre las generaciones distanciándonos de la pura adoración de un futuro que cuando parece querer realizarse lo hace bajo la forma de nuevas herramientas de dominación, explotación y violencia.

Quizás lo que escribimos no sea sino otro de los trazos esperanzados dejados, en un papel secante, por las escrituras utópicas. Un modo, algo ilusorio, de reconstruir algunos de esos puentes que vuelvan a despertar, en las actuales generaciones, la pasión de las herencias y los legados. Con ello, pero sabiendo que nuestro gesto tiene mucho de quien arroja una botella con un mensaje esperanzado al mar embravecido, estaremos intentando, sin ninguna certeza de alcanzar la meta, reabrir el diálogo entre generaciones, aquel que descubre que nada de lo acontecido en el pasado se pierde para aquel que permanece atento a su llamado y a sus insistencias. Pero intuyendo, y sobre todo esto giran las huellas dejadas en este breve escrito, que nada del pasado espera, desde su supuesta eternidad, para que alguien en el presente lo convoque tal cual fue. Toda relación con lo acontecido supone el juego exuberante de la interpretación, de la proyección, hacia atrás, de nuestras inquietudes y prejuicios, de nuestra sensibilidad y de nuestros obstáculos. Con esto queremos decir que nadie sale indemne de la experiencia de toparse con la tradición utópica, ni quien escribe estas páginas destinadas a ser parte de un extraordinario encuentro de las culturas del sur en la hospitalaria tierra etíope ni aquellos que están dispuestos a internarse por las sendas que nos podrían conducir, sin garantías de ningún tipo, hacia esa conversación que, hoy más que nunca, se vuelve indispensable con todos aquellos que soñaron que nada en la vida ni en la historia alcanza el estatuto de lo inmodificable y de lo eterno.

Me gustaría concluir recordando algunas palabras de un viejo amigo:

“La desesperanza no es escepticismo. No es negación pura. No es vacío. La desesperanza no es inacción. A nadie autoriza a sumergirse en el amargo lamento de las causas perdidas. (…) Aparece en ciertos singulares momentos: cuando se siente que la historia no juega, necesariamente del lado de uno, que nada tiene que ver con el progreso indefinido, que tiene avances pero también dolorosos y hasta cruentos retrocesos; cuando no se ve el horizonte ni se sabe cómo inventarlo. (…) La desesperanza, como la duda, nace para morir, para transformarse en su contrario, para encontrar su otra cara, la de la esperanza, que no es sino la misma pero con todo el peso y la riqueza de la quiebra y la laboriosa experiencia” (José Pablo Feimann). Es en el Gran Sur desde donde seguirán soplando los vientos de aquellas esperanzas utópicas soñadas por las generaciones que nos precedieron.

*Conferencia dada en Addis Abeba (Etiopia), invitado por la Organización de Cooperación del Sur y la Universidad de Addis Abeba. Buenos Aires – Addis Abeba, 2025  Y publicada por la revista La Tecl@ Eñe julio 2025 https://lateclaenerevista.com/las-huellas-semiborradas-de-la-utopia-una-mirada-desde-el-sur-por-ricardo-forster/