1. El anhelo de paz y justicia: los disensos sobre la historia y la
memoria.
En los
países que conforman el vasto continente latinoamericano escuchamos un clamor
generalizado: ¡Paz y Justicia! Este reclamo colectivo expresa un consenso que
en el plano discursivo parecería no presentar fisuras y que se ha convertido en
una consigna que nos unifica como sociedad. Líderes políticos de todos las
facciones, funcionarios del gobierno, representantes de obreros, campesinos y
empresarios, los medios de comunicación sin importar sus políticas editoriales,
dirigentes de organizaciones civiles y de grupos indígenas, académicos,
estudiantes, intelectuales, artistas, sacerdotes, militares y diplomáticos, por
citar algunos de los más importantes, concuerdan que para poder transitar a una
forma de vida más armónica se requiere reconocer las injusticias del pasado,
atender las exigencias del presente y proyectar un futuro de paz para todos.
En esta
formulación se presenta una situación ideal donde se pretenden resolver desde
los imperativos del presente las injusticias del pasado para generar un acuerdo
que permita contener la violencia y ofrecer una posibilidad para la paz. Podemos
suponer que la mayoría de los integrantes de la sociedad estarían de acuerdo con
esta propuesta ya que el anhelo de paz y el sentido de justicia se podrían
considerar aspiraciones valoradas positivamente. En este sentido podríamos
suponer que a partir de una correcta instrumentación de las políticas en el
presente y un reconocimiento de las injusticias cometidas en pasado podríamos
abrigar la esperanza de una futura convivencia pacífica.
La
realidad, sin embargo, transita por otras vías ya que no sólo no existe un
acuerdo sobre la manera de organizar nuestro presente y tampoco lo hay cuando buscamos
recuperar el pasado con la intención de hacerle justicia a las víctimas. Las
discrepancias con respecto a las políticas en la actualidad llegan a
manifestarse como conflictos y tienen su proyección en la definición de lo
acontecido y en las interpretaciones sobre el significado de la memoria. En
este sentido, todo anhelo de paz debe partir de un reconocimiento de estas
visiones encontradas que se disputan los derechos de herencia con respecto al
sufrimiento.
En los
últimos años hemos sido testigos de un debate sobre la forma de recuperar lo
que se ha entendido como la historia de nuestras naciones: por un lado, tenemos
la visión de los historiadores y por el otro, la de aquellos que sostienen que
la aproximación debe hacerse desde la ‘memoria’ y defienden que la única forma
de evitar que los males ocurridos se repitan es recuperando el testimonio de
las víctimas, reconocer su sufrimiento y hacerles justicia. A continuación,
analizaremos la última propuesta desde la perspectiva que nos plantean algunos
de sus más importantes promotores, para pasar luego al estudio de los dos
momentos considerados fundacionales en
la narrativa de lo que se ha denominado Latinoamérica: el de la Conquista y el
de la Independencia.
2. Historia, memoria y memoria crítica.
Walter
Benjamin fue un filósofo alemán víctima del nazismo, tuvo que salir de Alemania
para refugiarse en Francia y cuando ésta fue ocupada por Hitler buscó huir,
pero al no poder cruzar la frontera hacia España terminó quitándose la vida. En
sus Tesis sobre la filosofía de la historia, publicadas después de su
muerte, advierte del peligro que conlleva la utilización de la historia en la
justificación de las políticas del presente a partir de la prefiguración de un
futuro emancipador pero que en la realidad nos conduce a la destrucción. A este dispositivo imaginario donde el pasado
y el futuro se articulan para justificar la violencia en el presente lo define
como progreso[1]. Para este filósofo la tarea del historiador
materialista debe consistir en desarticular este complejo mecanismo. Así es
como lo expone en la tesis número 7:
7
LA HISTORIA, ESCRITURA DE LOS VENCEDORES
O POR QUÉ TODO DOCUMENTO DE CULTURA LO ES TAMBIÉN DE BARBARIE
Considerad cuán oscuro y
helador es este valle que resuena a lamentos
(Brecht, La ópera de tres centavos)
Fustel de Coulanges recomienda
al historiador que quiera revivir una época, que se quite de la cabeza todo lo
que sepa sobre lo que ocurrió después. Mejor no se puede describir el método
con el que ha roto el materialismo histórico. Es el método de empatía. Nace de
la desidia del corazón, de la acedía, que da por perdida la posibilidad de
adueñarse de la auténtica imagen histórica, esa que brilla fugazmente. Los
teólogos de la Edad Media la consideraban causa profunda de la tristeza.
Flaubert, que la conocía bien, escribe: ‘Pocos se imaginan cuánta tristeza fue
necesaria para resucitar Cartago’. La naturaleza de esa tristeza se hace más
evidente cuando se plantea la pregunta de con quién entra en empatía el
historiador historicista. La respuesta es que, innegablemente, con el vencedor.
Ahora bien, quienes dominan una vez se convierten en herederos de todos los que
han vencido hasta ahora. La empatía con el vencedor siempre les viene bien a
quienes mandan en cada momento. Para el materialista histórico, con lo dicho ya
es bastante. Quien hasta el día de hoy haya conseguido alguna victoria, desfila
con el cortejo triunfal en el que los dominadores actuales marchan sobre los
que hoy yacen en tierra. Como suele ser habitual, al cortejo triunfal acompaña
el botín. Se le nombra con la expresión de bienes culturales. El materialista
histórico tiene que considerarlos con un aire distanciado. [Sie werden im historischen Materialisten mit einen distanzierten
Betrachter zu recchen haben]. Todos los bienes culturales que él abarca con la
mirada tienen en conjunto, efectivamente, un origen que él no puede contemplar
sin espanto. Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que
los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. No
hay un solo documento de cultura que no sea a la vez de barbarie. Y si el
documento no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión
de unas manos a otras. Por eso el materialismo histórico toma sus distancias en
la medida posible. Considera tarea suya cepillar la historia a contrapelo.
(Walter Benjamin en Mate, 2006, pág. 130).
En esta
tesis el filósofo alemán identifica el elemento que guía al ‘historiador
historicista’ en su forma de recuperar el pasado; nos dice que su método es la ‘empatía
con el vencedor’. La utilización de este recurso emocional tiene como finalidad
que los habitantes del presente se identifiquen con los vencedores en el pasado
y no con las víctimas que se encontraban entre los vencidos o que resultaron
afectadas sin haber sido parte del conflicto. Benjamin recurre a la psicología
para explicar la manera en la que se escribe la historia desde la perspectiva
de los vencedores y que define como el ‘cortejo triunfal’ que ‘acompaña’
el botín y que él identifica con la expresión de ‘bienes culturales’, a
lo que se apela es a la tristeza. El filósofo nos dice también que este
sentimiento surge ante la imposibilidad de saber que fue lo que realmente
sucedió, como una expresión emocional de impotencia que es recogida por el
vencedor, invitando a superarla al identificarse con la alegría del victorioso.
Benjamin regresará sobre esta idea en su tesis IX al describir al ángel de la historia:
El ángel de la historia
tiene que parecérsele. Tiene el rostro vuelto hacia el pasado. Lo que a
nosotros se presenta como una cadena de acontecimientos, él lo ve como una
catástrofe única que acumula sin cesar ruinas sobre ruinas, arrojándolas a sus
pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer los
fragmentos. Pero desde el paraíso sopla un viento huracanado que se arremolina
en sus alas, tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. El huracán le empuja
irresistiblemente hacia el futuro, al que da la espalda, mientras el cúmulo de
ruinas crece hasta el cielo. Eso que nosotros llamamos progreso es ese huracán.
La
imagen de un ‘ángel de la historia’ impotente difícilmente podría simbolizar al
materialista histórico en el que Benjamin depositaba la responsabilidad de una
auténtica transformación de la sociedad, pero tampoco al historiador
historicista que sólo ve datos donde el ángel ve ruinas. Al parecer, lo que el
filósofo simboliza es el peligro de utilizar la empatía como recurso para
responder ante el pasado cuando no se ‘toma distancia’ de éste, pues implica
caer en la impotencia y la tristeza y sólo poder ver ruinas y dolor. Es
entonces que aparecen las promesas de un futuro redentor, un ‘legítimo
heredero’ del botín de los vencedores que ofrece una salida a la melancolía en
la ficción del progreso.
Reyes
Mate es un filósofo español contemporáneo que se ha especializado en el
pensamiento judío en general y en el de Benjamin en particular. Su interés por
esta corriente del pensamiento está motivado por lo sucedido en Europa durante
la Segunda Guerra Mundial y de manera especial con lo que se ha denominado como
Holocausto, Shoah o Auschwitz. Muy influido por su maestro Metz recupera
la tesis de Adorno donde sostiene que el imperativo de toda filosofía debe ser
que Auschwitz no se repita[2].
Es en este sentido que Mate formula su concepto de memoria:
Que
no se repita Auschwitz significa, de entrada, tenerlo presente, es decir,
recordarlo; por eso el nuevo imperativo no se traduce en una máxima de acción,
sino en algo previo, esto es, en el deber de recordar. De repente el pasado se
carga de exigencia moral. El pasado no debe ser recordado solo more
historico, sino también more ethico. Ahora bien, no hay que
moralizar en exceso el pasado porque se trata de eso y de algo más. Adorno no
dice que el nuevo imperativo consista en recordar para que no se repita -eso
es lo que todo el mundo dice y repite-, sino en reorientar el pensamiento y la
acción para que la barbarie no se repita. Recordar es re-pensar. (2018, pág.
14)
Lo que nos propone Reyes Mate es que re-pensemos a partir
de la memoria, es aquí donde recurre a Benjamin y a sus citadas Tesis sobre
filosofía de la historia. De acuerdo a su interpretación, para ‘peinar la historia a contrapelo’ debemos
dirigirnos al pasado con un cambio de empatía: ya no por los vencedores ahora
por los vencidos. El filósofo español propone que la identificación con las
víctimas del pasado, que desarticularía la empatía con los vencedores, debe
generarse a partir del sufrimiento. “Si
queremos profundizar en el bien, tenemos que partir del sufrimiento y si queremos
pensar la verdad, también” (Mate, 2018, pág. 14).
En esta
interpretación de Benjamin que nos ofrece Reyes Mate establece dos maneras de
recuperar el pasado: ya sea a partir de la empatía con los vencedores, que se
traduce en la historia historicista, o el deber
de memoria que surge al sentir empatía con el sufrimiento de las víctimas
del pasado (Mate, 2018). Esta lectura que busca responder a la barbarie del
Holocausto se desvía de lo que Benjamin realmente proponía: este autor sugiere
como antídoto a la historia del vencedor no es la identificación con los
vencidos sino ‘tomar distancia’ para ‘peinar la historia a contrapelo’. Lo que
no queda claro en la propuesta del filósofo español es cómo ‘re-pensar’ por
medio de la memoria ya que sólo se puede pensar a partir de los conceptos y no
de los sentimientos.
Benjamin no dice
mucho más, no explica en qué consiste esta toma
de distancia por lo que habrá que seguir en la dirección que traza con sus
imágenes filosóficas. El método del historiador materialista, a diferencia del
historicista, debe evitar transitar exclusivamente por las emociones ya que el
fomento de la tristeza termina avalando el triunfo de los vencedores y el
acompañamiento del ‘desfile triunfal’ o la impotencia paralizante del ángel
melancólico.
Si no es por medio
de las emociones podemos deducir que la tarea le corresponde a la razón, pero se
trata de una racionalidad crítica y no especulativa. Para comprender esta
diferencia recuperemos lo que Adorno y Horkheimer señalan en su estudio sobre
la Dialéctica de la Ilustración publicado pocos años después de la
muerte de Walter Benjamin.
El
juicio filosófico tiende a lo nuevo, y sin embargo no conoce nada nuevo,
puesto que siempre repite sólo aquello que la razón ha puesto ya en el objeto.
[...] Lo que existe de hecho es justificado, el conocimiento se limita a su
repetición, el pensamiento se reduce a mera tautología. Cuanto más
domina el aparato teórico todo cuanto existe, tanto más ciegamente se
limita a repetirlo. De este modo, la Ilustración recae en la mitología, de la
que nunca supo escapar. (1994, pág. 80)
La razón
especulativa o lo que los filósofos de la Escuela de Frankfurt denominan
‘aparato teórico’ sólo considera verdadero lo que puede comprobarse con las
reglas lógicas que se elaboran con los axiomas en los que se fundan las mismas
reglas, de ahí su circularidad tautológica. De acuerdo a este funcionamiento
del pensamiento todo aquello que queda fuera de este movimiento de validación
no debe considerarse objeto de estudio del pensamiento filosófico.
El análisis de
pasado que desarrollan los historiadores a partir de sus ‘aparatos teóricos’
cae en esta dinámica autorreferencial ya que es a partir de ciertos principios
metodológicos determinados a priori
que se hace la selección e interpretación de los documentos y las narrativas.
Antes de comenzar la revisión, el historiador ya determinó que elementos deben
buscarse y cómo organizarlos. En esta dinámica no hay posibilidad de recuperar
lo que escapa al método, antes de comenzar a explorar ya se conoce de alguna
manera el resultado. La ‘novedad’ queda reducida a nombres, fechas, lugares,
estadísticas que terminan organizándose en un guión que ya estaba de alguna
manera predeterminado.
La razón crítica
busca escapar de esta dinámica autorreferencial de la especulación teórica
recuperando lo contingente, lo irreductible al modelo tautológico. Es aquí
donde el sufrimiento de la víctimas, del que habla Adorno en la cita que nos
presenta Reyes Mate, adquiere relevancia.
Y para comprenderlo debemos recuperar un fragmento de la “tesis 7” de
Benjamin cuando escribe que “todos los bienes culturales que él abarca con la
mirada tienen en conjunto, efectivamente, un origen que él no puede contemplar
sin espanto. Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que
los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos”. El
autor nos remite sin lugar a dudas a la experiencia de la explotación al hablar
de la ‘servidumbre anónima’ de aquellos sobre los que se cimienta la
civilización; sin embargo, la parte crítica aparece en la siguiente afirmación:
“no hay un solo documento de cultura que no sea a la vez de barbarie. Y si el
documento no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión
de unas manos a otras”.
Benjamin es muy
contundente en esta afirmación al señalar que en todo proceso civilizatorio hay
explotación y sufrimiento, pero nos deja claro que en esta dialéctica los
elementos de cultura y de barbarie son inseparables y va más allá al afirmar
que lo mismo ocurre con la trasmisión; es decir, con el lenguaje y por lo tanto
con la misma razón. Dicho con otras palabras cuando hacemos memoria recurrimos
a la razón que opera con la dialéctica cultura-barbarie. Nada escapa a este
movimiento ni siquiera la ‘memoria’ ya que ésta es factible sólo a partir de la
recuperación de los testimonios que, a final, son transmisión. El lenguaje y la
articulación racional de palabras y conceptos son las únicas vías por las que
puede transitar la memoria de las víctimas.
De vuelta a la
propuesta de una razón crítica que pueda romper el doble peligro: el de la
empatía y el de la violencia tautológica de la razón especulativa recuperemos
lo que sostienen Adorno y Horkheimer:
Cada
progreso de la civilización ha renovado, junto con el dominio, también la
perspectiva hacia su mitigación. Pero mientras la historia real se halla
entretejida de sufrimientos reales, que en modo alguno disminuyen
proporcionalmente con el aumento de los medios para abolirlos, la
realización de esa perspectiva depende del concepto. Pues éste no se
limita sólo a distanciar, en cuanto ciencia, a los hombres de la naturaleza,
sino que, además, en cuanto autorreflexión del pensamiento que en la
forma de la ciencia permanece atado a la ciega tendencia económica,
permite medir la distancia que eterniza la injusticia. (1994, pág. 83)
Lo que sostienen
estos pensadores de la Escuela de Frankfurt es que en el ‘concepto’ y en la
elaboración teórica se encuentran los dos elementos: el de la dominación y el
de la perspectiva de su abolición. Las experiencias reales de sufrimiento sufren
una transformación en el discurso del vencedor; se minimizan, trasvolaran e
incluso se pretenden borrar[3]. La dialéctica se presenta en
la misma transmisión ya que el vencedor al buscar borrar las huellas del
sufrimiento causado da cuenta de su postura crítica frente al acto mismo y al
presentarse como agente civilizatorio reproduce la contradicción que abre la posibilidad
de terminar con el dominio[4].
A partir de estas
precisiones es posible concluir que es por medio de la razón crítica que
podemos ‘peinar la historia a contrapelo’, y que recurriendo al análisis
deconstructivo de las narrativas de los vencedores es factible recuperar el
sufrimiento que conlleva todo proceso civilizatorio. A esta forma de estudiar
el pasado la denominaremos ‘memoria crítica’ que se distingue de la forma
tradicional de hacer memoria porque parte del reconocimiento de los peligros
que conlleva la utilización de los sentimientos para generar una empatía con
las víctimas y como mecanismo utilizado por los dominadores que se erigen como
representantes de las víctimas y a su nombre se presentan a ‘cobrar el
testamento’.
Uno de los
elementos fundamentales que deben acompañar la memoria crítica es la definición
de lo que entendemos por víctima en
cuanto merecedora de justicia. Esta condición de víctima está determinada por
una situación específica en un contexto singular y complejo. Si nos limitamos a
la pura identificación de las personas que resultaron afectadas no podemos
discernir claramente cuando se ha cometido una injusticia ya que en una
conflagración hay ‘víctimas’ de ambos lados sin importar quiénes fueron los agresores
y cuáles los agredidos. Tan lo fueron, los que murieron a manos de los nazis
como los propios soldados alemanes que fallecieron en los combates o en los
ataques de las distintas resistencias.
Sin embargo, para
‘peinar a contrapelo’ por medio de la memoria crítica es necesario hacer
distinciones, aquí la pura identificación del sufrimiento no es suficiente, por
lo que se hace necesario analizar críticamente los pormenores que llevaron a la
situación específica estableciendo los márgenes de responsabilidad y el grado
de inocencia. Esta tarea se complica cuando vemos que en cada situación
concreta es difícil determinar cuándo una persona amenazada por su opresor
colabora en el crimen[5].
Por medio de lo
que hemos definido como ‘memoria crítica’ podemos ‘peinar a contrapelo’ la
historiografía historicista con la que se configura el pasado de nuestras
sociedades en Latinoamérica, analizar la barbarie que acompaña el proceso
civilizatorio, identificar el ‘botín en el desfile triunfal de los vencedores’
y buscar cómo podría ser un futuro en el que podamos vivir mejor. A
continuación, trazaremos algunas líneas en esta dirección como un ejercicio,
que lejos de pretender ser exhaustivo, busca ilustrar las aplicaciones de esta
manera crítica de ver el pasado.
3. Las situaciones históricas concretas.
3.1. El imaginario Latinoamericano
Es
pertinente aclarar a que nos referimos cuando agrupamos a más de seiscientos
millones de personal bajo el término ‘Latinoamérica’ lo que representa por sí
misma una abstracción problemática. Estamos hablando de un enorme colectivo que
identificamos de acuerdo a un imaginario,
entendiendo este término como lo hace el historiador Benedict Anderson cuando
al hablar de una entidad política dice que “es imaginada porque aun los miembros de la
nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de los miembros, no los
verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la
imagen de su comunión” (1993,
pág. 23). Hay comunidades reales conformadas por individuos que se conocen
como: la familia, los compañeros de un salón de clase o un equipo deportivo,
los vecinos o quienes trabajan juntos, pero los millones de habitantes de ‘Latinoamérica’
es imposible que puedan llegar a conocerse. Lo que señala el historiador es que
a pesar de no tener un contacto directo los miembros de una comunidad imaginada
se sienten ligados entre sí por lazos afectivos.
Eric Hobsbawm,
otro historiador inglés, está de acuerdo con la definición de Anderson y la
complementa cuando define cómo se consigue socialmente que los individuos de un
colectivo imaginado establezcan lazos emocionales con desconocidos. Lo hacen
por medio de un sustrato protonacional el
cual define de la siguiente forma:
¿Por qué y cómo
un concepto como el ‘patriotismo nacional’, tan alejado de la experiencia real
de la mayoría de los seres humanos, pudo convertirse en una fuerza política tan
poderosa tan rápidamente? Es obvio que no basta con remitirse a la experiencia
universal de seres humanos pertenecientes a grupos que se reconocen unos a
otros como miembros de colectividades o comunidades y, por ende, reconocen a
otros como extranjeros. El problema que tenemos delante se deriva del hecho de
que la nación moderna, ya sea como estado o como conjunto de personas que
aspiran a formar tal estado, difiere en tamaño, escala y naturaleza de las
comunidades reales con las cuales se han identificado los seres humanos a lo
largo de la mayor parte de la historia, y les exige cosas muy diferentes. Utilizando
la útil expresión de Benedict Anderson, diremos que es una ‘comunidad
imaginada’ y sin duda puede hacerse que esto llene el vacío emocional que deja
la retirada o desintegración, o la no disponibilidad, de comunidades y redes
humanas reales, pero sigue en pie el interrogante de por qué la gente,
después de perder las comunidades reales, desea imaginar este tipo concreto de
sustituto. Puede que una de las razones sea que en muchas partes del mundo los
estados y los movimientos nacionales podían movilizar ciertas variantes de
sentimientos de pertenencia colectiva que ya existían y que podían funcionar,
por así decirlo, potencialmente en la escala macropolítica capaz de armonizar
con estados y naciones modernos. A estos lazos los llamaré ‘protonacionales’. (2000, pág. 55)
3.2. Re-pensar la Conquista como momento fundacional del imaginario latinoamericano
De
acuerdo a esta definición identifiquemos cuales son los elementos protonacionales
con los que se configura en forma imaginada la nación latinoamericana. Por un lado, podemos señalar las lenguas
ibéricas, aunque con sus limitaciones ya que hay también hablantes del francés,
del inglés y de una enorme variedad de lenguas precolombinas. Tampoco lo es
exclusivamente el factor étnico o cultural ya que lo que impera en este aspecto
es la diversidad; la variedad de pobladores que se encontraban en estas tierras,
antes de la llegada de los europeos, vieron llegar a los conquistadores y con
ellos a los esclavos africanos que trajeron para la explotación. Inmigrantes de
todos los continentes se han ido sumando a esta demografía multicultural que se
diversifica aún más con las mezclas. Tampoco podemos reducir el factor de
identificación a la fe católica ya que entre los pobladores encontramos
creyentes de todos los cultos, manifestaciones de sincretismo donde rituales
precolombinos o africanos siguen practicándose y no podemos dejar fuera a los
latinoamericanos agnósticos o ateos. Con respecto al territorio diríamos que la
división en naciones que reivindican sus fronteras dificulta utilizar este
factor como elemento de comunión.[6]
Para
determinar cuál es el elemento protonacional que sirve como amalgama en la
configuración de la ‘nación latinoamericana’ sería conveniente recuperar las
narrativas sobre su gestación como nación. En el ‘imaginario colectivo’ de los
millones de habitantes de ‘nuestro’
vasto territorio existe un referente común que aglutina a todos a pesar de las
diferencias: el hecho de haber sido conquistados y colonizados por invasores
europeos en el siglo XVI[7].
La mayoría de los territorios fueron ocupados por españoles y portugueses, y a
pesar de la presencia minoritaria de franceses, ingleses, y holandeses en algunos
territorios[8], en la narrativa el referente
es a los países de la península ibérica donde quedan excluidos Estados Unidos
de Norteamérica y Canadá[9].
Los
idiomas, los elementos “raciales”, las expresiones religiosas o el territorio
por sí mismos no son factores determinantes en la configuración de la identidad
latinoamericana, el elemento imaginario amalgamador de identificación para los
millones de habitantes de este continente cultural hace referencia más bien a su
genealogía. Los latinoamericanos somos hijos de la de una violencia original y
a un acto de injusticia. Lo primero tiene que ver con la conquista misma que,
como toda campaña de esta naturaleza, cobró la vida de millones de habitantes;
y lo relativo a la injusticia se desprende de lo primero ya que la colonización
se consiguió por medio del despojo, el sometimiento, la explotación y la
imposición de normas, valores y creencias de los conquistadores.[10]
La
misma fundación de la entidad colectiva imaginada se encuentra signada por la
violencia. En este sentido se podría decir que nuestra hermandad imaginaria se
configura a partir de una ‘cultura que es a su vez una manifestación de la
barbarie’. El clamor de justicia, cuando hace referencia a la Conquista y la
Colonia, confronta a los distintos sectores de acuerdo a su posición con
respecto a la narrativa del origen. Para los descendientes de los pobladores
precolombinos y de los que fueron traídos como esclavos de África el anhelo de
una hermandad latinoamericana no puede imaginarse sin el reconocimiento y la reparación
de las injusticias causadas por los colonizadores y sus herederos; mientras que
para los que se identifican con los colonizadores la mirada al pasado enfatiza
los aspectos culturales y relativiza la injusticia a partir de las aportaciones
civilizatorias.
De
acuerdo a la narrativa historicista el elemento fundacional del imaginario
latinoamericano es la Conquista que de acuerdo a la tesis de Benjamin se podría
identificar como el ‘desfile triunfal de los vencedores’, su ‘patrimonio
cultural’. Una memoria que busque deconstruir esta visión para ‘peinar a
contrapelo’ la narrativa colonialista debe recuperar el sufrimiento de las víctimas
lo que nos llevaría a una empatía con las culturas precolombinas. Existen
muchos planteamientos políticos que transitan en ese sentido y que sostienen
que debemos recuperar las manifestaciones culturales de lo que se ha denominado
‘pueblos originarios’.
Para
los defensores de esta visión empática con los ‘indígenas’ la justicia consiste
en la recuperación de las lenguas, construcciones, tradiciones, vestimentas, usos
y costumbres, etc. En todos los países se han creado instituciones
gubernamentales y organizaciones civiles que se abocan a lo que consideran debe
ser el ejercicio de la memoria. En estas
políticas vemos como se genera una empatía con el sufrimiento y se capitaliza
para mantener el sistema de dominación instrumentado desde el poder.
La
memoria crítica a diferencia de la empática debe ‘tomar distancia’ y cuestionar
el imaginario con el que se configura lo latinoamericano. Lo primero es revisar críticamente el
supuesto momento fundacional que se elabora a partir de la visión de los
vencedores ya que lo sucedido en el siglo XVI efectivamente fue una conquista,
pero ésta no puede entenderse desde la dicotomía ‘europeos-indígenas’. En el
continente llamado América -el puro
nombre responde a la visión de los vencedores- habitaban cientos de colectivos
con una gran diversidad de manifestaciones culturales que no pueden entenderse
agrupados en una unidad y etiquetados con un mismo nombre. Lo segundo
importante de señalar es que en este territorio la dialéctica entre cultura y
barbarie de la que habla Benjamin determinaba un complejo sistema de dominación
y servidumbre donde también encontramos víctimas y victimarios.
A su
llegada, los conquistadores se encontraron con grandes y poderosos imperios
como el Azteca, el Maya o el Inca que tenían sometidos a otros pueblos que
habían conquistado y sin la ayuda de estos grupos no hubieran podido vencer. Una
memoria empática que convierte a todos los conquistados en víctimas termina
cometiendo una injusticia con los millones de pobladores que sufrieron la
dominación de los imperios derrotados por los conquistadores.
Por
otro lado, nos encontramos que, en la narrativa de los que se consideran
herederos de los conquistadores, éstos se presentan como liberadores generando,
por ejemplo, una empatía con las víctimas de los aztecas para justificar la
colonización[11]. Estas narrativas describen
los rituales sacrificiales donde los vencidos eran inmolados para generar un
rechazo a los que lo realizaban y a partir de este sentimiento justificar la
Conquista y la Evangelización. Uno de los ejemplos de este manejo empático lo
encontramos en los argumentos empleados por Juan Ginés de Sepúlveda en 1550:
A lo que dice: que por librar
de muerte a los inocentes que sacrificaban era justa la guerra, pero no se debe
hacer porque de dos males se ha de escoger el menor, y que son mayores los
males que se siguen desta guerra que las muertes de los inocentes: muy mal hace
su señoría la cuenta, porque en la nueva España a dicho de todos los que de
ella vienen y han tenido cuidado de saber esto: se sacrificaban cada año mas de
veinte mil personas: el cual numero multiplicado por treinta años que ha que se
ganó y se quitó este sacrificio: serían ya seis cientos mil: y en conquistarla
a ella toda: no creo que murieron más numero de los que ellos sacrificaban en
un año. Y también por esta guerra se evita la perdición de infinitas ánimas de
los que convertidos a la fe se salvaran presentes y venideros. Y como dice Sant
Agustín en la Epístola 75. Mayor mal es que se pierda un ánima que muere sin
baptismo: que no matar innumerables hombres aunque sean inocentes. (Ginés de
Sepúlveda en Bartolomé de las Casas, 1965, pág. 315)
La memoria empática con el sufrimiento de las
víctimas de la violencia no alcanza para comprender la dialéctica entre cultura
y barbarie y termina avalando el discurso de los vencedores tal y como advertía
Benjamin en sus Tesis sobre filosofía de la historia. En cambio, si
tomamos distancia por medio de una memoria crítica podemos ‘peinar a
contrapelo’ y sin hacer una calificación en cuanto al sufrimiento de todas las
víctimas podemos re-pensar lo sucedido buscando que las injusticias no se
repitan.
Desde
esta perspectiva debemos cuidarnos de idealizar el pasado de los llamados
‘pueblos originarios’ y cuestionar las políticas que, en lugar de buscar cómo
mejorar las condiciones de marginación en las que se encuentran, se dedican a
la reconstrucción artificial de un folclorismo cultural que apela a la
nostalgia de un pasado que nunca existió. El historiador Serge Gruzinski
nos advierte que “tanto la arqueología como la historia prehispánicas han
olvidado, frecuentemente, que la mayoría de los testimonios que conservamos de
la época precortesiana fueron elaborados y redactados en el contexto trastocado
de la naciente Nueva España y que, antes que nada, ofrecen un reflejo de esa
época” (1980, pág. 10).
De igual forma debemos analizar críticamente
los discursos que generan empatía con las víctimas de los imperios
precolombinos para justificar la Conquista, la Colonia y la Evangelización. Como
veremos a continuación, en la configuración de los estados nación
latinoamericanos se habla de un segundo momento fundacional el de sus
respectivas independencias y desde estas narrativas se vuelve a reconstruir la
‘memoria de las víctimas’.
3.3. Re-pensar las Independencias en el imaginario latinoamericano
En las
narrativas historicistas sobre la configuración del imaginario latinoamericano el
tema de las independencias nacionales se presenta como un segundo momento fundacional
de la identidad colectiva; se entiende como el fin del colonialismo y el inicio
de una vida colectiva autónoma en términos ilustrados. En los manejos políticos de estos episodios se
recurre a la exaltación de las gestas heroicas de los llamados ‘próceres’ y se
les rinde homenaje año con año. A
continuación revisaremos desde las herramientas de la memoria crítica algunos
aspectos de estas narrativas.
La
mayoría de los países latinoamericanos, o por lo menos los que se han
considerado más importantes, iniciaron su independencia a principios del siglo
XIX[12]. La razón por la que estos movimientos
acontecieron en los mismos años se explica por lo que sucedió en Europa con la
invasión napoleónica de España (hay que tener presente que Napoleón impone a su
hermano José como monarca de España y las Colonias el 7 de julio de 1808). Las
causas más profundas tienen que ver con la situación de los españoles nacidos
en américa y sus descendientes conocidos como ‘criollos’ que fueron
discriminados por los peninsulares desde la conquista. Las ideas ilustradas de
los revolucionarios franceses y de los colonos en norteamericanos inspiran a
los líderes de los movimientos latinoamericanos. El historiador David Brading llega a la
siguiente conclusión:
La invasión napoleónica a España y la imposición
del rey José destruyeron la unidad del mundo hispánico. En apenas dos años las
colonias americanas se vieron encendidas por la rebelión y la guerra civil,
cuando un siglo antes las posesiones de ultramar habían permanecido como
simples espectadoras ante la guerra de sucesión en España. ¿Qué provocó esta
reacción tan diferente ante lo que era con mucho el mismo acontecimiento?
Primero, la tendencia fue atribuir el cambio a la influencia de las ideas de la
Ilustración y al ejemplo de las revoluciones francesa y norteamericana. Posteriormente,
se inició la búsqueda de razones internas. El mismo éxito del régimen borbón
generó su decadencia. La expulsión de los jesuitas, la sin igual eficiencia de
la explotación fiscal de las colonias, la tendencia a desplazar a la élite
criolla del poder, el ataque a los privilegios del clero, la nueva ola de
inmigración proveniente de la Península, la revigorización de la economía y la
administración: todos estos factores y más todavía se consideran como
suficientes para haber creado un resentimiento entre los criollos, que los
condujo a aprovechar la oportunidad que ofrecieron los acontecimientos de 1808-1810
para obtener la autonomía. (1980, pág. 43)
Las
independencias en los países latinoamericanos deben entenderse como el
resultado de una separación de los descendientes de los conquistadores de la
metrópoli y no como una emancipación de los pobladores originarios o de los
esclavos que fueron traídos encadenados de África. No se trata solamente de una
cuestión identitaria, más bien tiene que ver con la dinámica misma de la Conquista
ya que los criollos reivindican sus derechos a partir de un doble discurso:
frente a los conquistados se presentan como sus herederos y frente a los
peninsulares como nativos de América. Es así como lo presenta Fray Servando
Teresa de Mier uno de los líderes de la independencia mexicana:
¡Americanos! Tenemos sobre América el derecho mismo
que tengan los indios originarios de la Asia como todo el género humano, el que
tienen todas las naciones en sus países, el de haber nacido en ellas, cultivado
la tierra, edificado y defendido sus pueblos: tenemos el mismo derecho que nos
da la injusticia de los españoles europeos, que por haber nacido allí nos
quieren considerar como iguales sino en palabra: tenemos el derecho de las
castas, que han sido excluidas del censo español en la Constitución, porque
dicen los europeos que su representación está embebida en la nuestra: tenemos
el derecho de los indios, porque como paisanos tenemos el derecho nato de
protegerlos contra el bárbaro derecho que se arrogaron los españoles de
declarar en pupilaje eterno a la mitad del mundo para darle su protección que
nadie le pedía. (1997, págs. 577-578)
Las luchas de independencia en Latinoamérica deben
entenderse como movimientos que promueven los criollos a partir de la
reivindicación de sus derechos frente a los peninsulares donde los indígenas,
los afroamericanos y los mestizos, en todas sus complejas variantes, son
‘invitados’ a participar con reservas. Esta discriminación se establece a partir
de los argumentos que conforman el reclamo independentista y que emplean los españoles
nacidos en América para separarse del proyecto colonizador. Por un lado, se apela
al derecho de conquista para justificar su posición frente a los pobladores
originales, pero por el otro, se apela al derecho de haber nacido en el nuevo
continente, en donde se equiparan imaginariamente con los indígenas. La
discriminación hacia los afroamericanos tiene otros matices ya que se les
considera extranjeros, lo cual explica que se les excluya del imaginario latinoamericano[13].
Los criollos, para poder consolidar su poder, tuvieron
que enfrentar a los europeos que no renunciaron fácilmente a sus intereses y al
mismo tiempo buscaron mantener sus privilegios frente a los indígenas y a los
afroamericanos. De lo primero tenemos constancia en las narrativas sobre las
independencias donde se conmemora e incluso se festeja el fin del colonialismo mientras
que lo segundo no aparece nunca registrado en los discursos nacionalistas y más
bien se ‘disfraza’ en la supuesta emancipación universal promovida por los
libertadores.
La configuración de la nación latinoamericana a partir de
las narrativas independentistas es instrumentada por los criollos que son una
minoría de la población pero se encuentran en la parte más alta de la jerarquía
económica y social y por lo mismo cercanos a los círculos religiosos. Para
movilizar a las masas y buscar integrarlos como nación imaginaria las elites
criollas se encontraron un lugar en la historia colonial como víctimas del
opresor peninsular y defensores de los derechos de los indios. Dentro de este
discurso la evangelización se recupera en términos de un humanismo que buscó
rescatar a los indios y emancipar a los esclavos frente a un colonialismo explotador
ajena al verdadero espíritu del cristianismo. “Los principales temas del
patriotismo criollo surgían a partir de la búsqueda de derechos autónomos. El
español americano halló en la historia y en la religión los medios simbólicos
que le permitían rechazar el status colonial” (Brading, 1980, pág. 43).
Una de las figuras a las que se recurre para articular
esta memoria empática es la de Fray Bartolomé de las Casas que a mediados del
siglo XVI se convirtió en un defensor de los derechos de los llamados ‘indios’.
En lo que se conoce como “La junta de
Valladolid” (1550) mantuvo un debate con Juan Ginés de Sepúlveda que citamos
anteriormente y en el argumentó lo siguiente:
En el año de mil e quinientos
y diez y siete se descubrió la Nueva España, y en el descubrimiento se hicieron
grandes escándalos en los indios y algunas muertes por los que la descubrieron.
En el año de mil e quinientos e diez y ocho la fueron a robar e a matar los que
se llaman cristianos, aunque ellos dicen que van a poblar. Y desde este año de
diez y ocho hasta el día de hoy, que estamos en el año de mil e quinientos y
cuarenta e dos, ha rebosado y llegado a su colmo toda la iniquidad, toda la
injusticia, toda la violencia y tiranía que los cristianos han hecho en las
Indias, porque del todo han perdido todo temor a Dios y al rey e se han
olvidado de sí mesmos. Porque son tantos y tales los estragos e crueldades,
matanzas e destruiciones, despoblaciones, robos, violencias e tiranías, y en
tantos y tales reinos de la gran tierra firme, que todas las cosas que hemos
dicho son nada en comparación de las que se hicieron; pero aunque las dijéramos
todas, que son infinitas las que dejamos de decir, no son comparables ni en
número ni en gravedad a las que desde el dicho año de mil e quinientos y
cuarenta y dos, e hoy, en este día del mes de septiembre, se hacen e cometen
las más graves e abominables. Porque sea verdad la regla que arriba pusimos,
que siempre desde el principio han ido cresciendo en mayores desafueros y obras
infernales. (Bartolomé de las Casas, 1965, págs. 64-65)
La figura de Bartolomé de las Casas es
recuperada por la memoria empática de la historiografía criolla ya que la
defensa de los derechos de los indígenas que expone se sostiene en una visión cristiana siendo parte del proceso
evangelizador. En sus relatos se sigue la dinámica que expone Walter Benjamin
en su Tesis 7: primero genera una empatía con el sufrimiento de las
víctimas (indígenas) y luego propone como solución su conversión al
cristianismo lo cual a final de cuentas es parte del ‘patrimonio cultural de
los vencedores’. La memoria crítica nos permite ‘peinar a contrapelo’ esta
narrativa a partir de lo que realmente sucedió; a pesar de los argumentos la
situación de los indígenas ya cristianizados no cambio y Fray Bartolomé de las
Casas terminó avalando la explotación de los negros, aunque al parecer después
se arrepintió.
El análisis de este importante periodo de la historia a
partir de la memoria crítica nos confronta con una situación compleja donde es
difícil establecer con claridad quiénes fueron los perpetradores y quiénes las
víctimas. La élite criolla consiguió independizarse de Europa para poder gozar
de los antiguos privilegios de los peninsulares para lo cual generó un
imaginario donde se presentaban como los precursores de la emancipación de toda
la nación donde se incluían a los indígenas y a los afroamericanos. En la
realidad las desigualdades económicas y sociales continúan hasta la fecha.
Mientras que para los criollos y sus descendientes la
demanda de justicia se entiende como herencia de privilegios; para indígenas,
afroamericanos, y sus descendientes en las distintas expresiones mestizas
justicia significa el fin de estas desigualdades. Para los primeros la
aplicación de la justicia debe proteger las libertades individuales, pero sin
afectar la jerarquía económica y social; mientras que para los segundos ésta no
puede entenderse sin el reconocimiento del despojo, la esclavitud y la
explotación; dos lecturas distintas de lo que se requiere para alcanzar la paz.
Otro aspecto a considerar para nuestro análisis tiene que
ver con lo que cada uno de estos colectivos significa por nación. La élite
criolla y sus descendientes la entienden en términos de la herencia cultural
hispana, cristiana y la blanquitud de la piel; mientras que para los demás el
referente genealógico se ubica en otra parte. Para los descendientes de las
culturas originarias sus lenguas, tradiciones culturales y el color moreno de
la piel los excluye, al igual que a los afroamericanos, de los elementos que
configuran el imaginario nacional.
4.
Conclusiones
En este breve recorrido hemos recuperado algunos aspectos de
la manera en la que la historiografía historicista nos presenta lo que
considera los dos momentos fundacionales de lo que se entiende como
Latinoamérica: el de la Conquista y el de la Independencia. Los hemos revisado a partir de lo que
definimos como ‘memoria crítica’ en contraposición a lo que denominamos ‘memoria
empática’. Para este ejercicio nos apoyamos en las Tesis de filosofía de la
historia de Walter Benjamin y las aportaciones de Theodor W. Adorno y Max
Horkheimer.
A manera de conclusión queremos dejar apuntadas algunas reflexiones
que fueron surgiendo en el desarrollo.
La primera tiene que ver con la crítica a las narrativas historicistas que
presentan las experiencias humanas como una suma de datos y en las que se evita
metodológicamente la consideración de la barbarie que acompaña todo documento
de cultura. En segundo término problematizamos las aproximaciones al
sufrimiento que plantea la memoria empática y que de alguna manera se pone al
servicio de los procuradores del progreso. Por último, presentamos una revisión
‘a contra pelo’ de la historiografía historicista recurriendo a la memoria
crítica.
Una de las conclusiones que resultan de este modesto análisis
se relaciona con la aparición y proliferación de espacios de memoria que pueden ser museos, archivos, centros de
exposiciones, cátedras, sólo por mencionar algunos ejemplos. Una lectura
equivocada de este fenómeno social podría suponer que por fin existe un
reconocimiento de la necesidad de replantear el quehacer histórico y mirar al
pasado, al sufrimiento de las víctimas del progreso, re-pensar el presente y
vislumbrar un futuro más prometedor. Nuestra lectura es contraria a este
optimismo generalizado ya que lo que podemos observar es que por medio de estas
estrategias se promueve una empatía que termina neutralizando la posibilidad de
una auténtica emancipación.
En los estudios sobre la configuración de los imaginarios
latinoamericanos pudimos observar como la empatía acrítica con las víctimas
refuerza las prácticas de exclusión y se articula como uno de los mecanismos de
poder de un grupo que se sigue proclamando heredero del sufrimiento ajeno y
legítimo dueño de ‘patrimonio cultural’ que, como escribió Walter Benjamin, no
es más que el botín de los vencedores que siguen desfilando triunfalmente.
5.
Bibliografía citada
Adorno
W. Theodor y Max Horkheimer. 1994. Dialéctica de la Ilustración; Fragmentos
Filosóficos; Introducción y traducción de Juan José Sánchez, primera
edición en alemán 1947 en la editorial Querido de Ámsterdam y se reeditó en
1969. Madrid: Editorial Trota.
Anderson,
Benedict. 1993. Reflexiones sobre el
origen y la difusión del Nacionalismo, traducción de Eduardo L. Suárez.
México: Fondo de Cultura Económica.
Arendt Hannah 1999. Eichmann, en Jerusalén; Estudio
sobre la Banalidad del Mal, traducción de Carlos Ribalta, (segunda edición)
publicado en inglés en 1963. Barcelona: Editorial Lumen.
Brading David. 1980. Los orígenes nacionalismo del
mexicano, traducción Soledad Loaeza Gave. México: Ediciones Era.
Gruzinski Serge. 1980. La colonización de lo
imaginario: Sociedades indígenas y occidentalización en el México español
Siglos XVI-XVIII, traducción
Soledad Loaeza Gave, Ediciones Era.
Las
Casas, Fray Bartolomé. 1965. “De la
Brevísima relación de la destrucción de las Indias”, Colegiada por el
obispo don Fray Bartolomé de las Casas o Casaus, de la Orden de Sancto Domingo,
año 1552, en Bartolomé de las Casas, Tratados I. 3-173. México: Fondo de
Cultura Económica.
Mate,
Reyes. 2006. Medianoche en la historia.
Comentarios a las Tesis de Walter Benjamin ‘Sobre el concepto de Historia’.
Madrid: Trotta.
__________. 2018. El tiempo, tribunal de la Historia. Madrid: Trotta.
Metz
Johannes Baptist Metz, 1999. Por una cultura de la memoria; presentación y
epílogo de Reyes Mate. Barcelona: Ánthropos
Ginés
de Sepúlveda Juan, “Prólogo del
doctor Sepúlveda a los señores de la congregación” en: Bartolomé de las Casas, Tratados
I. 287-329. México: Fondo
de Cultura Económica.
Hobsbawm Eric.
2000. Naciones y nacionalismo desde 1780.
Barcelona: Crítica.
Teresa de
Mier, Fray Servando. 1997. Los imprescindibles; selección y prólogo Héctor
Perea. México: Ediciones
Cal y Arena.
[1]
Benjamin Walter, “Tesis sobre
filosofía de la historia”, en Mate, Reyes. 2006. Medianoche en la historia. Comentarios a las
Tesis de Walter Benjamin ‘Sobre el concepto de Historia’, Madrid: Madrid
(Tesis número IX).
[2]
“Sólo puede recordar Auschwitz una memoria capaz de atender los gritos
inauditos de dolor de millones de víctimas inocentes con el ánimo de que no se
repita. A eso le llama Metz ‘una memoria moral’ que puede interpretarse
filosófica o teológicamente. Ejemplo de la interpretación filosófica es la
constitución de recuerdo de Auschwitz en el nuevo imperativo categórico, por
parte de Adorno. Para el teólogo, a su vez, recordar es reconocer que el
pasado está pendiente y lo seguirá estando mientras la redención llega. Esa
esperanza contra toda esperanza se activa con cada recuerdo moral. Cada vez que
nos negamos a reconocer como prescritos los derechos de las víctimas (recuerdo
moral), se pone en juego, añade el teólogo, la esperanza de la resurrección, al
invocar el nombre del Dios de Israel o de Jesús (teología). El sufrimiento de
las víctimas exige hablar de Dios pues sin él el recuerdo sería vano, sería
reducible a un cálculo racional, a costumbre ritual, al olvido. Se ve la
diferencia. La interpretación filosófica de la ‘memoria moral’ apunta en
dirección histórica: que no se repita. La interpretación teológica, por el
contrario, mira de frente los ojos de las víctimas y responde a la misteriosa
pregunta del cara a cara” (Reyes Mate en Metz, 1999, pág. 181).
[3]
Un ejemplo de esto lo podemos ver en la justificación que hacen los españoles
de la conquista de sus colonias en el siglo XVI cuando minimizan el número de
víctimas adjudicando sus muertes a las enfermedades, presentan la parte
civilizatoria ‘evangelizadora’ que al cristianizar terminó con los sacrificios
humanos que hacían los pobladores de los territorios conquistados y muestran a
las víctimas como victimarios aduciendo que liberaron a los pueblos sometidos
de sus dominadores como por ejemplo en el Imperio Azteca.
[4]
Un ejemplo de estas contradicciones lo encontramos en los discursos
norteamericanos en los años de la Guerra Fría donde justificaron su apoyo a las
dictaduras militares de América Latina a nombre de la defensa de la libertad.
[5]
Un ejemplo de esta situación podemos encontrarlo en el debate que se abrió
sobre la colaboración de las autoridades judías en el Holocausto ver: Arendt Hannah. 1999. Eichmann, en
Jerusalén; Estudio sobre la Banalidad del Mal, traducción de Carlos Ribalta
Segunda edición. Publicado en inglés en 1963. Barcelona: Editorial Lumen.
[6]
En estos días (noviembre de 2018) miles de inmigrantes hondureños, salvadoreños
y guatemaltecos se encuentran en la ciudad de Tijuana al norte de México
tratando de cruzar hacia los Estados Unidos de Norteamérica y una parte de la
población de esa ciudad se está manifestando para que el gobierno mexicano los
deporte con el argumento que son extranjeros y no hay porque recibirlos ni
ayudarles.
[7]
Incluso aquellos cuyos descendientes llegaron después de lo que se conoce como
la Conquista identifican este elemento como constitutivo de la narrativa
amalgamadora de la identidad colectiva.
[8]
Nos referimos a Bahamas, Barbados, Belice, Dominica, Haití, Jamaica, Las
Guyanas, Trinidad y Tobago
[9]
La explicación de esta diferenciación es compleja y no será tratada en este
espacio por tratarse de otro tema que si bien no es del todo ajeno tampoco es
necesario para el desarrollo de esta exposición.
[10]
“De una población de quizás 25.2
millones de habitantes (según los investigadores de Berkeley), el centro de
México había descendido en 1532 a 16.8 millones, luego a 6.3 en 1548, antes de
alcanzar los 2.6 millones en 1568. En 1585, el país ya sólo contaba con 1.9
millones de indígenas y, sin embargo, el estiaje todavía estaba lejos de
alcanzarse”. (Gruzinski, 1980, pág. 87)
[11]
José Antonio Sánchez, quien fue responsable de la Radio y Televisión Española
RTVE afirmó el 6 de abril de 2017 que: “Lamentar la desaparición del imperio
azteca es como mostrar pesar por la derrota de los nazis en la Segunda Guerra
Mundial” como uno de sus argumentos para probar que “que la misión de los
españoles que colonizaron América fue ‘evangelizadora y civilizadora’”.
https://verne.elpais.com/verne/2017/04/06/mexico/1491435975_945457.html
[12]
Argentina 1810, Bolivia 1809, Brasil 1822, Chile 1810, Colombia 1818, Ecuador
1809, México 1810, Paraguay 1811, Perú 1811, Uruguay 1825, Venezuela 1810.
[13]
En México se minimiza la participación demográfica de los negros y mulatos y se
les confunde con los llamados mestizos que se presentan como mezcla de español
con indígena.
Publicado en: Delfin Ignacio Grueso y Carlos Andrés Tobar Tovar compiladores, Conflicto, memoria y justicia. Repensando las vías para la paz en Colombia, Universidad del Valle, Pontificia Universidad Javeriana de Cali, Cali, 2022. pág. 315-334.
No hay comentarios:
Publicar un comentario