Al que conquista el país
terminan por pertenecerle sus gentes; y no puede ser de otro modo, si éstas
están más apegadas al país que a su vida propia como pueblo. La tierra, así,
traiciona al pueblo que confió su duración a la de ella. Continúa, durando,
pero el pueblo que hubo sobre ella pasó.
(Franz Rosenzweig La Estrella de la Redención)
En estos
días, en la frontera de una tierra donde el Dios único tiene varios rostros
antagónicos, israelíes y palestinos se
envuelven en el manto delirante del sacrificio; la muerte es la única vencedora
de esta estéril lucha por el reconocimiento del Padre. Mientras los proyectiles de Hamas detonan terror y muerte en
las ciudades hebreas y los soldados israelíes masacran a la población que vive
cercada en Gaza, se libra otra batalla: la de las filias y las fobias. En el
campo de los medios de comunicación y en los debates que surgen en las redes
sociales, el conflicto ha escalado y se encuentra en los enrarecidos aires de
los afectos maniqueos; el de los amores y odios acríticos donde se exigen
lealtades y se acusan traiciones. Es de ese lugar inhóspito del que se debería salir
acompañados del uso crítico de la razón como
un blindaje ante las metrallas de los sentimientos nacionales.
Para los defensores
de las acciones del ejército israelí la justificación a la violencia, por más
desproporcionada que ésta resulte es la
defensa de sus ciudadanos, una apología que culpa a Hamás del asesinato de los propios civiles
palestinos argumentando que los utiliza como escudos humanos. En el otro bando
tenemos a los que acusan a Israel de asesinar a la población civil de forma
indiscriminada. Los hechos hablan por sí mismos, Hamás no ha conseguido matar a
cientos o miles de inocentes porque el sistema de defensa israelí no se lo ha
permitido, mientras que los israelíes tienen una fuerza militar que sí les ha
permitido hacerlo, no es un asunto de intenciones, lo es de eficiencia. De no
ser por el sistema antibalístico israelí lo que veríamos en los medios serían niños,
mujeres y ancianos muertos y heridos por cientos en ambos lados y no sólo en
uno.
El que las
víctimas se produzcan mayoritariamente de un lado no se lo debemos adjudicar a
la maldad de unos y a la bondad de los otros, es cuestión de eficacia militar,
de pura, llana y cruda fuerza destructiva; Hamás no ha podido matar a más
israelíes porque no ha tenido el armamento adecuado, pero esa es su
intención. Y la razón por la que mueren
tantos civiles palestinos es cuestión de estrategia militar. El ejército israelí ataca con proyectiles los
lugares y edificios en donde puede haber combatientes de Hamás para no exponer
a sus soldados y evitar que éstos se aproximen demasiado a los enemigos
armados; el resultado es la masacre de
inocentes. Así actúan los ejércitos, el israelí no es el único; es el cálculo
crudo de la vida humana en las guerras; a nombre de la protección de los “míos”
no se repara en el exterminio de los “tuyos”. En los noticieros israelíes se trasmite con mucha tristeza el entierro de
cada una de sus víctimas mientras se está informando, con total frialdad, que
han matado del otro lado a cientos de inocentes. Del lado palestino sucede algo
parecido, se festeja el asesinato de los israelíes mientras se llora la muerte
de los propios.
Lo dantesco
de las imágenes que vemos por televisión se puede comparar con lo kafkiano de
la verborrea que se lee y se escucha en los medios y las redes sociales. El
análisis serio y bien informado es escaso, lo que abunda es un intercambio muy
burdo de acusaciones y descalificaciones en ambos lados en el cual
simpatizantes y detractores insuflados de patriotismo y cargados de mucho odio
al otro no están dispuestos a tomar distancia.
Para los proisraelíes todo lo que diga el gobierno israelí se toma por
bueno y lo contrario con los pro palestinos que sin entender lo complejo de la
situación se apresuran a equiparar a los judíos con los nazis.
Para el
lector que no está muy enterado de lo que sucede en Medio Oriente hay una
pregunta que parece no tener respuesta: ¿cuáles son los objetivos puntuales de
las partes en conflicto? Todos saben que estos dos colectivos, el israelí y el
palestino, llevan peleándose por décadas, ¿deberíamos entender esta guerra como
una búsqueda de triunfo de una de las partes sobre la otra? La verdad es que no
es así, ni los israelíes ni los
palestinos piensan que ésta es una lucha que se puede ganar; ninguno de los dos
considera seriamente la posibilidad de aniquilar al otro. Ni el más extremista
de los derechistas israelíes cree factible exterminar al pueblo palestino y del
otro lado ni el más radical de los combatientes palestinos piensa que está en
condiciones de derrotar al ejército de Israel. Estamos frente a un combate en donde
ambas partes luchan con la intención de dañarse mutuamente lo más posible sin
esperar aniquilar al otro.
Nos
preguntamos entonces cuál es la lógica que subyace a esta macabra situación,
qué es lo que motiva a unos y a otros a luchar a sabiendas de que no habrá un
triunfador. Pensar solamente en el odio como razón nos llevaría a una
conclusión absurda: que los millones de habitantes de esa zona del planeta sólo
viven para matar y para morir; que en vez de personas, los que ahí radican son
verdaderos monstruos. Esto suena descabellado aunque eso suelen decirse los
radicales de un bando cuando hablan de los otros. En el lado israelí el
discurso extremista describe a los palestinos como antisemitas jurados que lo
único que buscan es el exterminio judío y del lado de los radicales palestinos
su visión de los israelíes es la de seres abominables
sedientos de sangre palestina; por más ridículo que esto parezca es parte de la
verborrea propagandística de ambos lados.
Lo que en verdad
encontramos en esos colectivos son personas normales, comunes y corrientes que
tiene familias y que trabajan para
mantenerlas; individuos que anhelan vivir en paz sin violencia ni odio. Estamos
frente a una situación que no podemos explicar fácilmente; dos pueblos
compuestos mayoritariamente por personas normales que apoyan a líderes que
mantienen un conflicto interminable donde nadie piensa que puede haber un
vencedor. Dos grupos que están dispuestos a morir y matar sin que les quede
claro para qué, así de irracional es la violencia que cobra la vida de miles de
inocentes.
Para los
habitantes de esa zona y para sus simpatizantes de otros lugares existen
justificaciones que de entrada parecen, en cierta medida, razonables. Los sionistas alegan que después de miles de
años de persecución la única manera de sobrevivir es agrupándose en una entidad
nacional moderna con un territorio propio y con un ejército que los defienda.
Los palestinos por su lado argumentan que tienen derecho a tener un Estado en
el territorio que les pertenece y que los sionistas les arrebataron sus tierras
y los tienen sometidos en un régimen militar sin garantías civiles
fundamentales, reivindican su derecho a defenderse del agresor y recuperar lo
que es suyo. La historia les da cierta
razón a los dos: la concentración territorial de los judíos en esa zona está directamente relacionada con las
persecuciones antisemitas, después del Holocausto llegaron cientos de miles de
refugiados provenientes de Europa que habían sido expulsados de sus países de
origen y otros tantos que venían de los países árabes de los que también huyeron.
Los palestinos también tienen razón en sus argumentos ya que llevan más de
medio siglo viviendo bajo la ocupación militar israelí y los colonos israelíes se van apropiando sistemáticamente de sus
tierras por medio de asentamientos.
El lector de
estas líneas se preguntará por qué no es factible dividir el territorio y
permitir que cada colectivo viva uno al lado del otro. Para responder a esta
pregunta debemos explorar lo que sucede en la configuración de las identidades
individuales y colectivas lo cual nos lleva a un ámbito donde ya no impera lo
racional sino más bien los mandatos inconscientes.
Los seres humanos nacemos y vivimos en
comunidad, en los primeros años de nuestras vidas y por medio de la trasmisión
familiar y cultural nos identificamos con un colectivo y nos diferenciamos de
otro. Como parte de esta educación se
nos instruye a valorar a los cercanos y a privilegiar su cuidado por encima de
los más lejanos. Mientras no existan situaciones conflictivas es factible
convivir con cierta paz, pero cuando los intereses de un grupo atentan contra
los de los otros el mandato de la tradición nos conduce a la guerra.
El
movimiento nacional judío conocido como Sionismo,
en su parte afectiva, agrupa a los propios con el relato de la Tierra Prometida y por el Dios único que los considera el Pueblo Elegido. Para los musulmanes también existe una Tierra Prometida un Dios único y se consideran los elegidos.
Es aquí donde nos encontramos en el ámbito de lo irracional, de los afectos y
las creencias; una de las paradojas más siniestras del monoteísmo es que el Dios único es distinto para cada pueblo elegido pero la tierra prometida
es la misma; dos dioses, dos pueblos elegidos pero una sola tierra, ésta es la
fórmula con la que se cocina el odio exterminador en ambos lados.
En las
construcciones identitarias de las personas comunes y corrientes que conforman
los colectivos en ambos lados de la frontera del odio, existe un mandato
heredado de poblar la tierra que les dio su Dios y de no permitir que los
“otros” se apoderen de lo que no les pertenece. La gran mayoría de los judíos
consideran que tiene el derecho de reclamar la propiedad sobre el territorio
que en su Biblia les ha sido prometido; los musulmanes consideran lo mismo pero
desde su propia interpretación. Los individuos están dispuestos a “convivir”
con los miembros del otro colectivo siempre y cuando acepten someterse a sus condiciones. Los
israelíes quieren vivir en paz pero no están dispuestos a renunciar a una
Jerusalén judía ni a los territorios conquistados en 1967, los palestinos
quieren vivir en paz pero siempre y cuando los israelíes se salgan de sus
tierras.
Las
tradiciones religiosas presentan siempre varios discursos, entre ellos podemos
localizar uno que habla de compasión, que predica el amor al prójimo, la
caridad y la paz universal; por otro lado está el de la imposición de la verdad
sobre los disidentes en el cual la persecución y muerte del llamado infiel instiga a la violencia. Tenemos
al Jesús de la otra mejilla al lado
del del templo de los mercaderes, a San
Francisco de Asís frente a los cruzados
y la Inquisición. Del lado judío está
el Dios de la misericordia y la compasión pero también el de los ejércitos y el de la venganza.
Del lado musulmán nos encontramos con algo similar; Alá es el Dios de la compasión pero también el que destruye sin
clemencia a los infieles.
La tradición
monoteísta se desarrolla en esta extraña paradoja; todos somos hijos de Dios pero algunos somos los
preferidos porque sabemos diferenciar al Padre
real del impostor. La lucha por su
amor y reconocimiento está cargada de envidia y celos por los otros hijos a los que consideramos ilegítimos
y por lo mismo indignos de nuestro amor y compasión. Un niño palestino no tiene
el mismo valor que uno judío para los creyentes en Jehová de la misma manera
que para un creyente en Alá un niño
judío no merece la vida como uno musulmán.
El lector de
estas líneas podrá objetar, y con razón, que no todos los que viven en esa zona
son creyentes y que no se puede reducir el conflicto a un asunto puramente
religioso. Para responder a esta justa objeción hay que recordar que a finales
del siglo XIX surgió una nueva forma de
vinculación entre los colectivos; el del nacionalismo. A partir de la
Ilustración se vivió un proceso de secularización donde los elementos
religiosos fueron reemplazados parcialmente por nuevos valores relacionados con
la nación. Pero como lo explica el
historiador Eric Hobsbawm, para la configuración de las identidades nacionales
se recurrió a elementos que ya existían y de ahí que los sentimientos
religiosos permanecieran en las nuevas construcciones sociales. En el caso de Israel-Palestina sus
nacionalismos dejarían de tener sentido sin el Muro de los Lamentos y la Cúpula de la Roca, respectivamente. Hamás
es un movimiento nacionalista islámico y el gobierno Israelí está conformado
por una derecha nacionalista con un discurso y prácticas religiosas.
El conflicto
entre israelíes y palestinos debe entenderse en claves de dos nacionalismos que
abrevan de fuentes religiosas. Lo que está sucediendo ahí es un episodio más de
la triste condición humana; un colectivo busca destruir al otro para responder
a un mandato que ha recibido inconscientemente y donde la búsqueda del
reconocimiento del Padre implica la
imposición de su verdad sobre el otro. La gran mayoría de los pobladores de esa
zona, judíos y musulmanes, personas comunes y corrientes que dicen anhelar la
paz y no odiar al prójimo no están dispuestos a renunciar a lo que ellos
consideran que les pertenece, están dispuestos a matar y morir para conservar
unas tierras y poder adorar a sus becerros
de oro.
La gran
mayoría de los judíos sionistas no están dispuestos a permitir que se divida la
ciudad de Jerusalén y que ésta sea también la capital de Palestina, lo mismo sucede
del otro lado. No puede pensarse seriamente en ningún tratado de paz que no
contemple la división territorial, y ya que ninguno está dispuesto realmente a
que esto suceda lo que prevalece es una interminable guerra de desgaste donde
Israel se plantea mantener la ocupación indefinida de los territorios
palestinos en un lento proceso de anexión de sus tierras, y los palestinos,
llevados por la impotencia, recurren a la violencia como una vía para enfrentar
la ocupación.
Habrá una
tregua, posiblemente ésta dure unos meses o años, pero el círculo del odio va
creciendo y el caudal de violencia se desborda inundándolo todo, es tan sólo un
cese al fuego temporal mientras las partes se arman nuevamente y elaboran
sofisticadas estrategias para causarse más daño. Las personas comunes y
corrientes que salen a trabajar todos
los días y que se cuentan a sí mismas que anhelan la paz y no odian al otro;
volverán a luchar, a llorar a sus muertos y a justificar la muerte de inocentes.
El lector se
preguntará si hay alguna esperanza de que este círculo trágico del horror
termine y realmente se consiga la paz. Ya que no podemos esperar milagros
porque no sabríamos a cuál de los dioses rezarle, y por lo que hemos expuesto
no es la razón la que priva, lo que podría llevar a las partes a una
negociación podría ser el agotamiento, la desesperación y el miedo. Es una
conclusión muy triste y desalentadora pero
no parece haber otra, parece que para decepcionarse de las promesas
divinas habría que vivir una larga temporada en el infierno. En esto sí han
contribuido israelíes y palestinos, se han esmerado lo suficiente para
recrearlo, en unas tandas más y con el apoyo tecnológico adecuado podrían
incluso llegar a conseguir que lo que aparece como una pesadilla se convierta
en realidad.
Gracias a Claudia Larios por su observaciones
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