jueves, 1 de agosto de 2024

El papel de la filosofía en la configuración y deconstrucción de las identidades culturales

 



Publicado en: Τάξις , Revista de filosofía, Universidad Nacional de Lanús, Argentina, Volumen, 8, 2024, páginas 44-55.

 

 

“El Mesías llegará apenas sea posible el ilimitado individualismo de la fe, apenas nadie piense en destruir tal posibilidad; nadie tolerará tal destrucción, de manera, en suma, que se puedan abrir los sepulcros”[1].

(Kafka, Consideraciones Acerca del Pecado el Dolor la Esperanza y el Camino Verdadero)

 

1.   Presentación

 

Lo que a continuación se presenta es el producto de una participación en el IV Encuentro Internacional de Filosofía[2] donde se propuso abordar la pregunta: ¿Cómo afronta la filosofía la cuestión del hombre en nuestro tiempo? La interrogante que nos convocó y orientó estas reflexiones nos sitúa en “nuestro tiempo” dejando a nuestra responsabilidad la tarea de fijarle, a esta temporalidad, una fecha de inicio. En el mismo título, y como una aclaración que aparece entre paréntesis, se mencionan tres cuestiones: “diversidad cultural”, “pluralidad de discursos” y “propuestas científico-tecnológicas”. A partir de estas acotaciones podemos proponer, a manera de hipótesis, que lo que a juicio de los organizadores caracteriza esta datación es la reconfiguración de los imaginarios colectivos[3] definidos como “culturas” a partir de las polifonías en la época de la reproductibilidad técnica.[4]

La pregunta que orienta este encuentro posiciona a la “filosofía” como si esta manera de organizar el conocimiento se gestara por sí misma al margen del “hombre de nuestro tiempo”, como una suerte de “espacio” cognitivo que puede observar y analizar al ser humano como objeto y no como el sujeto que la genera: nosotros, los que conocemos, somos objetos de nuestro propio conocimiento[5]. La formulación del problema a debatir presenta una presuposición que establece un posicionamiento, una inversión de lugares, ya que la filosofía es una de las áreas de conocimiento que ha generado el hombre a lo largo de la historia y como tal es difícil entenderla como si fuese un ente observante que opera de manera autónoma. Lo que abordaremos en esta reflexión está relacionado con el reposicionamiento de la razón a partir de lo que se definió como Ilustración y donde, en un movimiento paradójico, la pretensión de terminar con un conocimiento fundado en los mitos y transitar a uno racional, terminó convirtiendo a la razón misma en el mito.

Por supuesto que el tratamiento de un tema así requeriría de una extensión que rebasa lo que podemos abordar en pocas líneas por lo que tendremos que acotarlo lo más posible. Con esta intensión nos limitaremos a uno de sus aspectos centrales: el de la relación entre el pensamiento y el lenguaje, en particular lo relativo a lo que se entiende por identidad. La hipótesis que guiará nuestro desarrollo es que, a partir de la configuración del lenguaje, confundimos el proceso de identificación con su resultado, adjudicándole a éste una realidad ontológica. La confusión entre identificación e identidad nos lleva a suponer que los colectivos nacionales, religiosos o culturales se amalgaman a partir de un “ser” propio que los hace esencialmente diferentes a otros.  

Lo que a continuación expondremos partirá de algunas consideraciones en torno al texto de Teodoro W. Adorno y Max Horkheimer titulado: la Dialéctica de la Ilustración[6]. Después abordaremos las aportaciones Sigmund Freud en lo relativo a la adquisición del lenguaje y su articulación. Del campo del psicoanálisis pasaremos a las propuestas que formuló Jaques Derrida con el nombre de desconstrucción.

2.   La razón como mito

En 1944 Teodoro W. Adorno y Max Horkheimer, durante su exilio en los Estados Unidos, publicaron, en una edición fotocopiada, 500 ejemplares de un texto que titularon Fragmentos filosóficos y que tres años después aparecería con el título de Dialéctica de la Ilustración.[7] Para esa fecha ya se tenía conocimiento del genocidio que estaban perpetrando los nazis, pero aún no se habían lanzado las bombas atómicas sobre Japón. Cuando leemos hoy en día lo que escribieron entonces y agregamos lo que sucedió en Hiroshima y Nagasaki y todo lo que no ha dejado de suceder entre guerras, genocidio y distintas expresiones del totalitarismo, podemos confirmar lo tristemente atinado de su diagnóstico.

Lo que concluyen Adorno y Horkheimer es que existe una relación dialéctica entre el pensamiento y la violencia que se relacionaba con la mitificación de la razón. Ya entonces, y ante lo que estaba sucediendo en la Segunda Guerra Mundial, se hacía evidente que la barbarie solo podía comprenderse a partir del desarrollo de una razón instrumental[8] y que su articulación podía encontrarse en la manera en la que se instrumentó la Ilustración. Lo que comprendieron estos pensadores es que, para romper esta sinergia, era necesario desmantelar las construcciones de la razón a partir de las cuales se articulaban las prácticas destructivas   por medio de un pensamiento crítico que identificara el germen de la violencia. Es así como identificaron el uso pseudocientífico del racismo en el que se fundamentó el genocidio nazi, las falacias del determinismo histórico que, a nombre de la dictadura del proletariado perpetró sus crímenes o las ficciones del progreso económico basado en el estímulo de la competencia y el desarrollo científico que han conducido a la humanidad al borde del colapso ecológico y la existencia de armamentos que nos aniquilen.

Lo que nos interesa en esta breve reflexión es recuperar la manera en la que explican cómo, a partir de la Ilustración, se mitifica la razón en la manera en la que se articula el pensamiento. La forma en la que se buscó un conocimiento que no se sustentara en creencias fue ceñirse a un pensamiento que únicamente se acredita a partir de sus propias reglas de funcionamiento. En este sentido puede entenderse lo siguiente:

El juicio filosófico tiende a lo nuevo, y sin embargo no conoce nada nuevo, puesto que siempre repite sólo aquello que la razón ha puesto ya en el objeto. (...) Sujeto y objeto quedan, ambos, anulados. El sí mismo abstracto, el derecho a registrar y sistematizar, no tiene frente a sí más que el material abstracto, que no posee ninguna otra propiedad que la de ser substrato para semejante posesión. La ecuación de espíritu y mundo se disuelven finalmente, pero sólo de tal modo que ambos términos se reducen recíprocamente. (…) Lo que existe de hecho es justificado, el conocimiento se limita a su repetición, el pensamiento se reduce a mera tautología. Cuanto más domina el aparato teórico todo cuanto existe, tanto más ciegamente se limita a repetirlo. De este modo, la Ilustración recae en la mitología, de la que nunca supo escapar. (Adorno y Horkheimer, 1994, p.80)

Lo que sucede cuando se organiza la vida colectiva a partir de los dictados de la razón es que la auto referencialidad de la que hablan los autores genera prácticas que se justifican a partir de sus propios postulados y no se confrontan con las situaciones que producen. Ejemplos de esta aplicación son el racismo que llevo al genocidio y la esclavitud de millones de personas. A partir de elaboraciones teóricas se postulan que existen factores biológicos que determinan las cualidades de las personas catalogadas por razas y siguiendo estas directrices se establecen jerarquías y se privilegia la vida de un grupo sobre otro. La mitificación de la razón se refiere a la justificación de las acciones criminales a partir de supuestas verdades científicas. En este ejemplo vemos como se utilizó la teoría de la evolución para asesinar a judíos, gitanos y enfermos.

3.     Las identidades como mitos de la razón

Lo sucedido a mediados del siglo pasado nos queda ya un poco lejos por lo que queremos pensar que lo hemos superado y hemos aprendido lo suficiente para que no se repitan esas atrocidades. Sin embargo, las guerras, los genocidios, la discriminación y los ecocidios siguen sucediendo por lo que habría que indagar, más a fondo, cómo y porque se sigue articulando la barbarie en complicidad con el pensamiento. La mistificación de la razón en nuestros días se expresa, entre otras cosas, en la creencia mitológica de las identidades colectivas como existencias reales: almas, espíritus, razas, ADN, sangre, cultura, géneros, religiones, etc.., son distintas etiquetas que justifican agrupar a los individuos en un nosotros que es a su vez no-otros.

En este punto debemos detenernos para considerar que la integración de un nosotros que excluye a los otros conlleva una carga de violencia que al parecer es inherente a su proceso constitutivo. Las creencias religiosas, las adscripciones nacionales, las identidades culturales, por nombrar algunos ejemplos, se constituyen reivindicando un ser propio que excluye al diferente del que se siente amenazado, la exclusión es un ingrediente, al parecer constitutivo, del proceso de identificación.

La violencia que se genera cuando aparece un cuestionamiento sobre el factor mitológico que amalgama a los colectivos nos lleva a considerar que la amenaza que se percibe despierta temores muy profundos y difíciles de superar. Más allá de tener discrepancias con respecto a nuestras identificaciones, lo que vemos es que las afirmaciones sobre otro nombre para Dios, otra lengua o territorio para la patria u otra ley para las tradiciones, puede generar destrucción y muerte. Una situación tan radical solo puede comprenderse si consideramos que estas discrepancias aluden a la formación de nuestras identificaciones desde sus elementos más primarios.

La amenaza existencial que sienten los sujetos cuando se les cuestionan los elementos que configuran sus identificaciones con los colectivos, solo puede comprenderse recuperando el lugar que este mecanismo tiene para la psique de cada individuo. Los debates sobre las distintas revelaciones divinas, sobre la superioridad de una nación sobre otra, o de la trascendencia de un legado cultural, y que se formulan con argumentos, parecerían transitar por un plano de intercambio racional mesurado que no tendría que despertar pasiones. Pero en la realidad lo que observamos es que la defensa de lo nuestro puede llevar a sus integrantes a dar la vida por su Dios, su patria o su cultura y que la confrontación con los otros puede terminar en el deseo de exterminarlos. Para comprender cómo se generan estas situaciones debemos recurrir al estudio profundo de la configuración de la psique para ubicar en qué medida existe una relación entre el proceso identificatorio y la misma formación del sujeto. En este proceso la adquisición del lenguaje tiene un papel constitutivo ya que la transmisión del nosotros se piensa y se enuncia por medio de palabras, para comprender cómo se gesta esta compleja articulación recuperaremos los aportes del psicoanálisis.

4.     El lenguaje y la configuración del sujeto

Un hallazgo fundamental del psicoanálisis es el papel del lenguaje. Las palabras, cuando se pronuncian, movilizan energías que están en el inconsciente, la explicación de esta dinámica se enfoca en el desarrollo mismo de la psique. El recién nacido es asistido por un adulto que lo alimenta, cobija y limpia: todas estas acciones, cargadas de estímulos sensoriales, se acompañan de palabras. La recepción del lenguaje en esta fase produce una asociación entre las percepciones acústicas y las funciones orgánicas fundamentales, en los primeros meses de la vida el bebé asocia las palabras que escucha del que lo asiste (predominantemente la madre) con lo que siente, tanto con el placer como del dolor, en los sonidos quedan las marcas a manera de huellas.

Estas representaciones-palabra son restos mnémicos; una vez fueron percepciones y, como todos los restos mnémicos, pueden devenir de nuevo concientes. Antes de adentrarnos en el tratamiento de su naturaleza, nos parece vislumbrar una nueva intelección: sólo puede devenir conciente lo que ya una vez fue percepción cc[conciente]; y, exceptuados los sentimientos, lo que desde adentro quiere devenir conciente tiene que intentar trasponerse en percepciones exteriores.  Esto se vuelve posible por medio de las huellas mnémicas. (Freud, 1993, p. 22)

Freud, en sus investigaciones sobre la función del sueño –publicadas como La interpretación de los sueños (Freud, S. 2002, vols. IV y V)–, presenta la siguiente definición:De las percepciones que llegan a nosotros, en nuestro aparato psíquico queda una huella que podemos llamar «huella mnémica». Y la función atinente a esa huella mnémica la llamamos —«memoria».” (2002, vol. V, p. 531). Existen infinidad de percepciones que el individuo registra a lo largo de su vida y solo algunas dejan una marca en el inconsciente, sólo aquellas “que nos produjeron un efecto más fuerte” (p. 533). La razón por la que algunos estímulos quedan registrados con mayor intensidad está relacionada con una función orgánica donde la memoria es determinante. Para subsistir, el animal hombre requiere de bebidas, alimentos y calor; su carencia genera sufrimiento que desaparece con su satisfacción. Cuando vuelve a presentarse la necesidad, la psique reconoce el dolor de la sed, el hambre o el frío y lo asocia con el placer que produce su mitigación, así es como Freud explica este proceso y entiende el deseo.

Un componente esencial de esta vivencia es la aparición de una cierta percepción (la nutrición, en nuestro ejemplo) cuya imagen mnémica queda, de ahí en adelante, asociada a la huella que dejó en la memoria la excitación producida por la necesidad. La próxima vez que esta última sobrevenga, merced al enlace así establecido se suscitará una moción psíquica que querrá investir de nuevo la imagen mnémica de aquella percepción y producir otra vez la percepción misma, vale decir, en verdad, restablecer la situación de la satisfacción primera. Una moción de esa índole es lo que llamamos deseo; la reaparición de la percepción es el cumplimiento de deseo, y el camino más corto para este es el que lleva desde la excitación producida por la necesidad hasta la investidura plena de la percepción. Nada nos impide suponer un estado primitivo del aparato psíquico en que ese camino se transitaba realmente de esa manera, y por tanto el desear terminaba en un alucinar. Esta primera actividad psíquica apuntaba entonces a una identidad, perceptiva, o sea, a repetir aquella percepción que está enlazada con la satisfacción de la necesidad. (Freud, 2002, vol. V, pp. 557-558)

Después de haber aclarado a qué se refiere Freud con el término huella mnémica retomaremos lo relativo al lenguaje y a qué se refiere cuando afirma que la representación palabra es un resto mnémico.  Los estímulos que llegan al sujeto en las primeras etapas de su vida dejan su impresión y van configurando la estructura psíquica. Los sentidos van percibiendo lo que llega del exterior para ser articulado en el interior de la vida anímica. Lo que se ve, se escucha, se huele y se siente va dejando su marca y, a partir de lo que se percibe se configura el conocimiento, tanto en el consciente como en el inconsciente. Las palabras que se escuchan se reciben como estímulos acústicos, dentro de la infinidad de sonidos que la consciencia registra ya que en los primeros momentos no existe significado.

Con el crecimiento, aquellos registros acústicos primarios que se expresaron con palabras y que estuvieron asociados con otros estímulos pasan a ser enlaces entre la consciencia y lo que permanece reprimido en el inconsciente. Tomemos como ejemplo la palabra mamá, que es de los primeros fonemas que escucha y luego reproduce el bebé. La palabra es pronunciada por la misma madre cuando atiende a su hijo, cuando lo alimenta, lo limpia y abraza. Cuando el pequeño emite el sonido mamá, que articula como palabra, realiza una de las operaciones más complejas del aparato psíquico en el que asocia el vocablo con las satisfacciones sensoriales que quedaron registradas como huella. En este sentido, la palabra que se reproduce en la consciencia se conecta con aquellas sensaciones que quedan reprimidas en el inconsciente.

Lo que descubrió el psicoanálisis fue que los pacientes, cuando describen sus afecciones, relatan sus sueños, reproducen sus recuerdos y analizan sus experiencias verbalizando, están conectando su consciencia con el inconsciente a partir de las huellas mnémicas de la representación palabra. La cura consiste en ir liberando, por medio de la pronunciación, las energías inconscientes que quedaron reprimidas. Para explicarlo retomemos el ejemplo del paciente que relata un recuerdo o un sueño y habla de su madre diciendo mi mamá. Lo que acompaña a la emisión del vocablo son todas las cargas afectivas reprimidas en el inconsciente, están todas las sensaciones primarias como hambre, sed o frío, pero también el rastro de su satisfacción y del deseo lo cual va saliendo a flote por medio de la asociación con las otras palabras que integran el relato. El proceso analítico consiste en poder verbalizar todas aquellas energías reprimidas en el inconsciente y que enferman al paciente. Al poder nombrarlas se hacen conscientes y se facilita su atención.

5.     La identificación delirante

Lo que encontró el psicoanálisis con respecto a la adquisición del lenguaje es fundamental para comprender las cargas emocionales tan intensas que depositamos en la configuración de las identificaciones.  Cuando el sujeto busca definirse a sí mismo a partir de la palabra soy, lo que recoge es la asociación de esta palabra con las satisfacciones orgánicas de su primera infancia, vocablo que enunció aquel que lo asistió y rescató del hambre y del frío y que le dijo: yo soy tú (madre) la identificación que articula la identidad nos viene de afuera, somos a partir de la absoluta dependencia del ser que no asiste desde su otredad.

La palabra ser queda como huella mnémica de la identificación con la asistencia externa identificada como algo concreto, pero en realidad se trata de una percepción de lo que nos es externo y ajeno. No existe ningún sustento para lo que entendemos como ser, después de mitigar la ausencia y como un efecto retardado, la psique encubre la falta de un objeto real con el sonido de la palabra que queda como cicatriz del delirio. Al no poder sostenerse sobre el vació que remite a su estado real, que solo se salva por la asistencia de un auxilio externo, el pensamiento convierte el objeto alucinado en verdad y le confiere una materialidad. Debemos aclarar, en este punto, que nuestra estructura psíquica no puede funcionar sin este mecanismo de encubrimiento, sólo afirmándose el yo puede sostenerse para no disolverse en el vació de la muerte. El pensamiento es un mecanismo vital que opera como regulador de la angustia y está estrechamente vinculado con el desarrollo del lenguaje. En este sentido Freud afirmaba que:

Las neurosis muestran por una parte concordancias llamativas y profundas con las grandes producciones sociales del arte, la religión y la filosofía, y por otra parte aparecen como unas deformaciones de ellas. Uno podría aventurar la afirmación de que una histeria es una caricatura de una creación artística; una neurosis obsesiva, de una religión; y un delirio paranoico, de un sistema filosófico. (2000, vol. XIII, p. 78)

El carácter paranoico de la filosofía de que habla Freud se relaciona con lo que hemos estado exponiendo ya que los sistemas filosóficos buscan el Ser en mayúscula, la esencia primaria, la sustancia fundamental, el principio rector. Es una búsqueda obsesiva compulsiva de tipo paranoica porque responde a un sentimiento de persecución donde la amenaza percibe se encuentra en la misma configuración de su capacidad enunciativa. Cuando elabora una afirmación que presupone que se es, se está aludiendo a su conocimiento inconciente de que tal ser no existe.

A partir de los hallazgos del psicoanálisis en torno a la adquisición del lenguaje podemos comprender porque la violencia que genera todo cuestionamiento sobre la “identidad” de los colectivos. Al poner en duda la existencia de una deidad, la inmortalidad de un alma, la pureza de una raza, la eternidad de un pueblo y su vínculo con un territorio, o la superioridad inmutable de una tradición cultural, por nombrar algunos ejemplos, lo que realmente estamos cuestionando es el encubrimiento que estas afirmaciones esconden, a saber: la inexistencia de un sustrato para todas ellas. Todos nos aferramos al mecanismo encubridor porque, de no hacerlo, tendríamos que reconocer que lo que está en el trasfondo es la ausencia de ser, o sea -la muerte- de la que escapamos por medio de su negación.

Para concluir con este apartado recuperamos la manera en la que Freud relaciona lo que descubrió en la formación primaria de la psique con las adscripciones colectivas. Lo que explica es que, como continuación del desplazamiento en la identificación originaria con un objeto, como ya lo hemos explicado, se proyecta sobre otros miembros de la comunidad sean reales o imaginarios. La capacidad alucinatoria de la estructura psíquica le llega a conferir materialidad al constructo del pensamiento delirante y ligazón libidinosa a lo que se crea como ficción. Es así como sentimos amor por Dios, el pueblo, la raza, la tierra o algún líder que nos gobierne.

Podemos sintetizar del siguiente modo lo que hemos aprendido de estas tres fuentes: en primer lugar, la identificación es la forma más originaria de ligazón afectiva con un objeto; en segundo lugar, pasa a sustituir a una ligazón libidinosa de objeto por la vía regresiva, mediante introyección del objeto en el yo, por así decir; y, en tercer lugar, puede nacer a raíz de cualquier comunidad que llegue a percibirse en una persona que no es objeto de las pulsiones sexuales. Mientras más significativa sea esa comunidad, tanto más exitosa podrá ser la identificación parcial y, así, corresponder al comienzo de una nueva ligazón. (Freud, 1993, vol. XVIII,p.101)

6.     La deconstrucción derridiana.

Jacques Derrida se abocó al estudió del vínculo entre identidad y lenguaje, desarrolló una filosofía en donde, a partir de un análisis deconstructivo del lenguaje, logró establecer la manera en la que se instrumentan los mecanismos de dominación por medio de las identificaciones y cómo se transmiten a partir de las palabras. En este sentido afirmaba, en un texto que se publicó en 1996 con el título El monolingüismo del otro, o la prótesis de origen: “Toda cultura es originariamente colonial. No consideremos únicamente la etimología para recordarlo. Toda cultura se instituye por la imposición unilateral de alguna “política” de la lengua. La dominación, es sabido, comienza por el poder de nombrar, de imponer y de legitimar los apelativos” (Derrida, J.,1997, p.12)

Lo que Derrida desarrolla con el nombre de deconstrucción fue un método de análisis del pensamiento donde encontró que las consideraciones del psicoanálisis en el campo de la medicina podían aplicarse en el estudio de los fenómenos sociales. Así como en la formación del sujeto, la palabra remite a la imposición de una voluntad que “auxilia” desde el exterior, en la trasmisión colectiva también llega desde una formulación ajena al desarrollo autóctono pero que se va integrando con la convicción de que es propia. De manera semejante a como en la psicología se habla de apropiación del lenguaje, en el ámbito cultural se podría decir que la adopción de un idioma y su adaptación lo hace parte de su identidad.

En el desarrollo de las culturas, por lo general, la interacción más bien responde a situaciones violentas donde, por la fuerza militar o la dominación económica un grupo somete a otro. En estas circunstancias lo que realmente sucede es que siempre los vencedores terminan imponiendo su ley y su manera de nombrar al mundo. A esto se refería Walter Benjamin cuando afirmaba en una de sus Tesis sobre filosofía de la historia: “No hay un solo documento de cultura que no sea a la vez de barbarie. Y si el documento no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión de unas manos a otras.” (2006, p.130) Las culturas son el resultado de este colonialismo que opera de acuerdo con lo que Derrida definió como el monolingüismo de otro: 

El monolingüismo del otro sería en primer lugar esa soberanía, esa ley llegada de otra parte, sin duda, pero también y en principio la lengua misma de la Ley. Y la Ley como Lengua. Su experiencia sería aparentemente autónoma, porque debo hablar esta ley y adueñarme de ella para entenderla como si me la diera a mí mismo; pe­ro sigue siendo necesariamente -así lo quiere, en el fon­do, la esencia de toda ley- heterónoma. La locura de la ley alberga su posibilidad permanentemente en el hogar de esta auto-heteronomía. (Derrida, J., 1997, p.58)

Lo que descubrió Derrida fue que, la dinámica misma del lenguaje conlleva una búsqueda de homologación porque el que enuncia se apropia de las palabras como si él las hubiese creado en una operación en la que desaparece el carácter externo de su transmisión. Así como el bebé hace suyas las afirmaciones que escucha de la madre, el colonizado se identifica con la lengua con la que fue dominado. El lenguaje que se adopta como propio, y que fue impuesto, tiene un mismo nombre para el yo que lo enuncia y una sola ley para sus hablantes; la del vencedor. En la palabra ser, que articula el habla del sujeto, solo hay Uno que borra toda la diversidad que no obedezca las reglas de la gramática del monolingüismo.

El monolingüismo impuesto por el otro opera fundándose en ese fondo, aquí por una soberanía de esencia siempre colonial y que tiende, reprimible e irreprimiblemente, a reducir las lenguas al Uno, es decir, a la hegemonía de lo homogéneo. Se lo comprueba por doquier, allí donde esta homo-hegemonía sigue en acción en la cultura, borrando los pliegues y achatando el texto. Para ello, el mismo poderío colonial, en el fondo de su fondo, no necesita organizar iniciativas espectaculares: misiones, religiosas, buenas obras filantrópicas o humanitarias, conquistas de mercados, expediciones militares o genocidas. (Derrida, J., 1997, p. 58)

La dinámica de homogenización colonizadora de la que habla Derrida y que acompaña toda formación cultural, sin excepción, se instrumenta por medio del lenguaje. Uno de los elementos centrales que habilitan esta situación es la búsqueda de un sustrato para la identidad. Tanto en la deconstrucción, como en el psicoanálisis es fundamental partir del hecho de que tal origen o esencia no existen, pero desde su ficción mandatan. Por medio de un rastreo filológico nos muestra cómo, en el mismo lenguaje, podemos encontrar las marcas o huellas de esta realidad paradójica en la que solamente puede producirse identidad en el reconocimiento de su otredad y que la certeza de lo propio está condicionada por la presencia amenazante de lo ajeno.

Nuestra cuestión es siempre la identidad. ¿Qué es la identidad, ese concepto cuya transparente identidad consigo misma siempre presupone dogmáticamente en tantos debates sobre monoculturalismo o el multiculturalismo, sobre la nacionalidad, la ciudadanía, la pertenencia en general? Y antes que la identidad del sujeto, ¿qué es la ipsidad? Ésta no se reduce a una capacidad abstracta de decir “yo” [“je”], en una cadena donde el “pse” de ipse ya no se deja disociar del poder, el dominio o la soberanía del hospes (me refiero aquí a la cadena semántica en obra tanto en la hospitalidad como en la hostilidad: hostis, hospes, hosti-pet,posis, despostes,^ potere, potis sum, possum, pote est, potest, pot sedere, possidere, compos, etcétera). (Derrida, J., 1997, p. 27)[9]

Para cerrar este apartado sobre la deconstrucción derridiana abordaremos otro aspecto que permite comprender que es aquello que dificulta identificar la inexistencia de una materialidad en lo que llamamos identidad. Este término asunto fue tratado en un texto donde se ocupó de aquello que Freud definió como huellas mnémicas, recurriendo a su análisis deconstructivo del lenguaje y que tituló Mal de archivo: una impresión Freudiana (1997a). El libro fue el resultado de una polémica que surgió a partir de lo que el historiador Yosef Haim Yerushalmi escribió en su libro: El Moisés de Freud: judaísmo terminable e interminable (Yerushalmi, 1996) publicado en 1991.[10] Lo que se aborda en este fecundo debate es el tema del psicoanálisis y la identidad judía y que parte del análisis de lo que escribió Freud en su último libro titulado Moisés y la religión monoteísta (Freud, S., 2004, vol. XXIII), publicado en 1939.

En el análisis deconstructivo del lenguaje que realiza Derrida lo que surge es muy revelador ya que muestra cómo todo proceso, individual o colectivo, que tiene como propósito buscar la «identidad» en un determinado origen o principio, está determinado por un mandato que obliga a recordar.

No comencemos por el comienzo, ni siquiera por el archivo. Sino por la palabra « archivo » - y por el archivo de una palabra tan familiar. Arkhé, recordemos, nombra a la vez el comienzo y el mandato. Este nombre coordina aparentemente dos principios en uno: el principio según la naturaleza o la historia, allí donde las cosas comienzan –principio físico, histórico u ontológico-, mas también el principio según la ley, allí donde los hombres y los dioses mandan, allí donde se ejerce la autoridad, el orden social, en ese lugar desde el cual el orden es dado – principio nomológico. (1997a, p.9)

Desde esta perspectiva se podría afirmar que la configuración de las identidades a partir de las identificaciones responde siempre al llamado de una voz que nos instruye desde el interior de nuestra conciencia pero que viene de afuera, de un otro que alucinamos como propio. La obligación de ser y la exigencia de pertenecer, que acompañan las reivindicaciones religiosas, comunitarias o culturales son mandatos arcónticos que al obedecer nos enajenan. La necesidad de escapar a este mecanismo, y al no poder conseguirlo, volver compulsivamente a intentarlo, repitiendo el ciclo una y otra vez, es lo que Derrida denomina mal de archivo:

Lo turbio del archivo se debe a un mal de archivo. Nos puede el (mal de) archivo (Nous sommes en mal d’archivé). Escuchando el idioma francés, y en él el atributo «mal de», que nos pueda el (mal dé) archivo puede significar otra cosa que padecer un mal, una perturbación o lo que el nombre «mal» pudiera nombrar. Es arder de pasión. No tener descanso, interminablemente, buscar el archivo allí donde se nos hurta. Es correr detrás de él allí donde, incluso si hay demasiados, algo en él se anarchiva. Es lanzarse hacia él con un deseo compulsivo, repetitivo y nostálgico, un deseo irreprimible de retorno al origen, una morriña, una nostalgia de retorno al lugar más arcaico del comienzo absoluto. Ningún deseo, ninguna pasión, ninguna pulsión, ninguna compulsión, ni siquiera ninguna compulsión de repetición, ningún «mal-de» surgirían para aquel a quien, de un modo u otro, no le pudiera ya el (mal de) archivo. (p.98)

En la configuración de las identidades colectivas se busca siempre el elemento que aglutine a los miembros y se instaura por medio del deber de recordar. Lo podemos ver en los mandamientos religiosos, en el apego a las tradiciones culturales y en el cumplimiento de los deberes patrios. De manera cíclica, repetitiva y de cierta manera compulsiva, nos vemos realizando toda suerte de rituales que vuelven sobre sí mismos una y otra vez. En el culto religioso por medio de rezos y ritos, en las tradiciones culturales por medio de celebraciones que conllevan, en ocasiones, cierta recurrencia a cantos, vestimentas, alimentos o visitas a lugares, y en relación con la veneración a los símbolos patrios, saludamos a la bandera, le cantamos un himno y le festejamos cada año su aniversario. Sin esclarecer a cabalidad que es lo que nos motiva a esta forma de actuar nos sentimos obligados a realizarlo y de alguna manera aliviados por su cumplimiento. Esto es lo que Derrida entiende por el mal de archivo y lo relaciona directamente con esa necesidad de refugiarse en la ilusión de la existencia de un sustrato real para la identidad colectiva, a eso se refiere cuando afirma que este mecanismo consiste en: “buscar el archivo allí donde se nos hurta”.

La deconstrucción derridiana debe entenderse como una reconfiguración de las identificaciones a partir de la apropiación del lenguaje. Pensamos, hablamos y escribimos por medio de palabras que, desde que las adquirimos, nos dicen quiénes somos a partir de qué no somos, está contradicción nos persigue siempre y nos conduce al mal de archivo, a la delirante compulsión de inventarnos un origen que sabemos (inconscientemente) que no existe. Derrida nos abre una manera de entendernos como los artífices de este lenguaje particular que, desde lo no dicho, nombra todo lo que elegimos poder ser en constante rebelión con la obligación de tener que ser.                                            

7.   Conclusiones

La recuperación de las aportaciones de la teoría crítica, el psicoanálisis y la deconstrucción, nos permitió trazar algunas ideas que atiendan el cuestionamiento sobre el papel de la filosofía en la actualidad. Como lo expusimos anteriormente, a partir de la Ilustración, la razón ha buscado superar los mitos colocándose a sí misma como garante de la verdad frente a las creencias que no se habías sometido a su escrutinio. Sin embargo, para poder cumplir con este propósito, se convirtió en el nuevo objeto de adoración. Los alcances de esta operación acrítica del pensamiento ilustrado son preocupantes ya que su capacidad creativa y eficiencia operativa se han puesto al servicio de la violencia, llevándonos al borde de la autodestrucción.

La posibilidad de desarticular esta peligrosa alianza entre el conocimiento y la violencia se encuentra en el mismo pensamiento, de ahí que se puede hablar de una dialéctica de la razón. La capacidad crítica, inherente al mismo proceso cognitivo, permite identificar y revertir los elementos destructivos para privilegiar los positivos y para esto se requiere de la filosofía cuyo campo de estudio es el pensamiento.

Los hallazgos en el campo de la formación de la psique revelaron que el pensamiento se articula por medio del lenguaje y que éste está relacionado con el funcionamiento integral del sujeto. Tal y como lo entendió el psicoanálisis, es por medio de las palabras que los sujetos quedan atrapados en sus delirios, pero también es por medio de su enunciación y análisis que se posibilita la cura.

En el campo filosófico nos encontramos con la deconstrucción derridiana donde los hallazgos del psicoanálisis se aplicaron para hacer emerger lo no-dicho en lo dicho y denunciar los mecanismos colonizadores del monolingüismo del otro que operan en todos los colectivos. Por medio de esta aproximación se pudo identificar como se articulan las políticas de identificación que a su vez son de exclusión; al pronunciar el nosotros se presupone un no-otros que sin decirse está presente. 

En este ensayo presentamos también el papel de la memoria en la configuración de las identidades, lo que Derrida definió como mal de archivo y donde, para amalgamar a los colectivos, se recurre a un supuesto origen que demanda obediencia. Para ejemplificarlo podemos decir que nos debemos al Dios que nos sacó de Egipto o al que murió por nosotros en la cruz, o que colocamos la imagen de un águila devorando a una serpiente y parada en un nopal, origen mítico de la cultura mexicana, como el escudo de la bandera al que los mexicanos le juramos lealtad y obediencia. Esta obsesión por recrear y celebrar compulsivamente un pasado imaginario y un origen mítico para nuestras identificaciones colectivas está cargada de violencia que se dirige contra todos aquellos que cuestionan el archivo en sus distintas expresiones.

La filosofía, aquella que queremos promover, tiene una tarea muy difícil: denunciar su complicidad con la barbarie y hacerse justicia. Para que esto sea posible tendremos que interrogar al lenguaje para que nos comparta todo lo que ha dicho en lo no dicho y confiese, de una vez por todas, con qué se idéntica cada vez que nos habla de identidad.

 

 

 

 

8.     Bibliografía citada

Adorno, Th. y Horkheimer, M. (introducción y traducción de Sánchez J.) (1994). Dialéctica de la Ilustración; Fragmentos Filosóficos. Editorial Trota.

Anderson B. (traducción de Suárez, E.) (1993). Reflexiones sobre el origen y la difusión del Nacionalismo. Fondo de Cultura Económica.

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[2] El coloquio fue organizado por la Universidad Nacional de Lanús de Buenos Aires y el Centro de Estudios en Filosofía de las ciencias y Hermenéutica filosófica – de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional del Comahue los días 26 y 27 de octubre del 2023

 

[3] Utilizamos el término imaginarios colectivos de acuerdo con las definiciones de los historiadores: Anderson y Hobsbawm en: Benedict, A. 8traducción de Suárez, E.) (1993). Reflexiones sobre el origen y la difusión del Nacionalismo. Fondo de Cultura Económica. y Hobsbawm, E. (2000). Naciones y nacionalismo desde 1780, Crítica.

[5] Hacemos alusión a la sentencia de Nietzsche:“Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos hemos buscado nunca, - ¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos? (1972, p.17)  

 

[7] Los datos los tomamos de la introducción que hace Juan José Sánchez a su traducción del texto al español y que tituló Sentido y Alcance de Dialéctica de Ilustración. En Adorno, Th y Horkheimer, M. (1994. pp.9-44)

[8] Este concepto fue desarrollado ampliamente por Max Horkheimer. Ver: Horkheimer, M. (presentación de Sánchez j., traducción de Muñoz J.) (2002) Crítica de la Razón Instrumental.  Trotta.

[9] En el texto original se incluye la siguiente nota: “Es ésta una cadena que, como es sabido, Benveniste reconstituye y muestra en varios lugares, en especial en un magnífico capítulo consagrado a “L’ hospitalité” [“La Hospitalidad”] (en 1983, Vocabulaire des institutions indo-européenes, t. 1, París, Minuit, 1969, págs. 87 y sigs.) Madrid Taurus, capítulo al que tal vez vuelva en otra parte de manera más problemática o inquieta”.

[10] Este tema es ampliamente tratado en: Pilatowsky, M. (prólogo de Sucasas, A.) (2014) “Identidad, historia y psicoanálisis; Derrida y Yerushalmi debaten sobre el Moisés de Freud”, en Las voces desterradas, reflexiones en torno a los imaginarios judíos. Plaza y Valdés-Fes Acatlán. pp.133-143.