Publicada en: Horizontes Filosóficos,Revista de Filosofía, Humanidades y Ciencias Sociales. Número 12. 2022-2023 páginas. 5-24.
Centro de estudios en Filosofía de las ciencias y Hermenéutica filosófica del Comahue. Facultad de Humanidades Universidad Nacional del Comahue.
1. Presentación
Uno de los temas centrales de la reflexión
filosófica ha sido el de la identidad, en particular cuando se busca
definir al ser a partir del lenguaje. En los orígenes del pensamiento
griego, encontramos que Parménides afirmaba que: “es una misma cosa el pensar
con el ser”[1]. En otra tradición, la
hebrea, nos encontramos que el texto bíblico responde de manera enigmática
cuando se interroga sobre la relación entre nombrar y ser. En el
libro de Éxodo, cuando se describe la manera en la que Jehová se le
revela a Moisés a través de una zarza ardiente, nos encontramos con un diálogo
fascinante donde el elegido le pregunta al todopoderoso cuál es su nombre y la
respuesta que recibe es: “eheie hasher heheie [soy el que seré]” [2].
Han pasado miles de años y nos seguimos
cuestionando sobre este tema sin tener una respuesta única y definitiva lo cual
da cuenta de lo complejo que resulta hablar de las identidades cuando
pretendemos nombrar lo uno y diferenciarlo de lo otro. Lo que
resulta paradójico es que, a pesar de esta dificultad, hablamos de ellas como
si nos refiriésemos a entes reales cuya existencia está fuera de todo
cuestionamiento. Así se constituyen las naciones y los nacionalismos, las
comunidades religiosas y sus distintas adscripciones. Podemos también observar
cómo se hace referencia a los denominados géneros que establecen
diferencias entre lo masculino y lo femenino. En nuestra sociedad
se crean grupos donde el factor que aglutina es lo que hemos definido como identidad.
La configuración de estos espacios colectivos está mediada por una carga
afectiva en donde se genera afinidad entre los que se identifican entre sí y
distanciamiento con aquellos que son considerados diferentes. En ciertas
circunstancias estas demarcaciones contienen dosis de violencia que en extremos
genera discriminación, enfrentamientos, persecuciones, guerras y exterminios.
Más allá de representar un
asunto epistemológico, que pretenda precisión en la utilización del término, lo
que nos interesa es lo relativo a su funcionamiento como factor de inclusión y
a su vez de exclusión. Las
prácticas de aglutinamiento siempre se acompañan de mecanismos de diferenciación;
no existe nación que no tenga frontera ni un dios único que no compita con
otros. Esta distribución del nosotros
y los otros, que no perdona a nadie, se instrumenta con violencia, a
veces de forma clara y manifiesta, pero la mayoría de las veces, de forma muy
sutil, por lo que el odio y el rechazo, que siempre la acompañan, no se pueden
identificar fácilmente. En el nacionalismo se resaltan los elementos
imaginarios[3] que identifican a los
propios, pero sin exhibir abiertamente las políticas de segregación a los
considerados extraños. Los monoteísmos
hacen lo mismo: se refieren a la humanidad como un todo, pero resaltando el
amor de su Dios por sus creyentes y sin terminar de reconocer que esto implica
la exclusión de los que ellos consideran infieles.
2. Identidad o identificación
Se habla de identidades para referirse
a las adscripciones de los individuos que se consideran parte de algún
colectivo o se autodefinen a partir de los elementos que ofrece alguna
tradición cultural; es así como se entienden las identidades nacionales,
religiosas o culturales. Esta forma de describir el proceso de identificación,
que se produce en el sujeto, nombra la acción de identificar con el
término que alude al resultado de ésta: identidad. Esta sustitución no es producto de un error o
de falta de atención, sino que surge de un deseo de apropiarse de lo externo,
de convertirlo en una supuesta verdad esencial, de objetivarlo de tal manera
que consiga borrar el origen desconocido de la acción que lo generó.
La palabra identidad, utilizada para
describir el proceso de identificación, confunde la acción con su
resultado, un movimiento con un objeto. El psicoanálisis nos brinda las
herramientas para comprender cómo se da este proceso en el desarrollo de la
conciencia individual y colectiva; la deconstrucción derridiana desvela el
mecanismo por medio del cual se genera esta transmisión por medio del lenguaje.
3. El psicoanálisis
El psicoanálisis surgió en el campo de la
medicina y se enfocó, en primera instancia, en el tratamiento de afecciones
mentales y emocionales, conforme se fue desarrollando se extendió a otras áreas
de la experiencia humana y ha servido para comprender distintos ámbitos de la
cultura. Una parte central de sus investigaciones está dirigida a la
comprensión de la formación de la consciencia de los individuos y de los
elementos que pueden atribuirse al colectivo al que pertenecen.
A partir de los análisis clínicos se ha podido
conocer cómo se forma y opera el aparato psíquico. Sigmund Freud, fundador del
psicoanálisis, fue un médico que se especializó en el estudio de las funciones
mentales; fue un precursor que tuvo muchos seguidores que han continuado con
esta rama de la ciencia. Es este sentido, para abordar esta metodología, es
importante no perder de vista el marco disciplinar en el que surge y se mueve,
ya que los términos que se emplean describen funciones del organismo y su campo
de estudio está conformado por las experiencias de los que acuden a las
terapias. Durante la exploración
psicoanalítica el paciente, bajo la dirección del analista, va descubriendo
fragmentos de su pasado, reviviendo emociones que tenía olvidadas, y superando
miedos y angustias que lo enfermaban.
3.1. El inconsciente
Gracias a esta rama de la medicina se pudo
determinar que los seres humanos tenemos un sistema de conocimiento complejo
donde existen una zona en la que se almacenan recuerdos que no pueden
recuperarse fácilmente por la consciencia. Para comprender esta división, el
psicoanálisis habla de la existencia de un inconsciente que funciona de
manera distinta al consciente y cuya exploración es fundamental en el
tratamiento de las patologías. Freud lo explica de la siguiente manera:
La diferenciación de lo psíquico en conciente[4] e inconciente es la
premisa básica del psicoanálisis, y la única que le da la posibilidad de
comprender, de subordinar a la ciencia, los tan frecuentes como importantes
procesos patológicos de la vida anímica. Digámoslo otra vez, de diverso modo:
El psicoanálisis no puede situar en la conciencia la esencia de lo psíquico,
sino que se ve obligado a considerar la conciencia como una cualidad de lo
psíquico que puede añadirse a otras cualidades o faltar (Freud, S, 1993, Vol
XIX, p.15)
El descubrimiento del inconsciente, como parte
fundamental de la psique humana, es una de las grandes aportaciones del
psicoanálisis. A partir de este hallazgo fue posible identificar el origen de
muchas patologías que afectan la vida emocional y se han podido atender y
revertir sus efectos destructivos. Lo que se va descubriendo en el trabajo
clínico, por medio de una técnica de análisis de lo que el paciente le
transmite verbalmente al analista, son aquellos factores que permanecían
ocultos a la consciencia y que, al aflorar y ser comprendidos, curan. Para poder acceder a esta parte de la psique
se recurre a la interpretación de sueños, recuerdos, lapsus y
asociaciones donde se van rompiendo las barreras que evitaban que estos
contenidos fueran accesibles a la consciencia.
Lo que descubrió el psicoanálisis fue que en
el inconsciente se alojan todos los recuerdos que el consciente no puede tener
presentes sin una adecuada elaboración y que son mantenidas ahí a partir de un
mecanismo de defensa que recibe el nombre de represión. “Llamamos represión
[esfuerzo de desalojo] al estado en que ellas se encontraban antes de que se
las hiciera concientes, y aseveramos que en el curso del trabajo psicoanalítico
sentimos como resistencia la fuerza que produjo y mantuvo a la represión”
(Freud, S. 1993, Vol. XIX, p.16). El análisis de la estructura psíquica revela
que sin esta función sería imposible para el ser humano el poder desarrollarse en
todos los ámbitos de su vida y que, de no presentarse anomalías o situaciones
particularmente traumáticas, la gran mayoría podría vivir una vida plena
gracias a que su aparato represor lo mantiene alejado de aquello que podría
perturbarlo e incluso destruirlo[5].
En el caso de las personas que sufren
malestares emocionales que pueden presentarse como angustia, depresión,
ansiedad, trastornos de personalidad, melancolía u obsesiones –por citar
algunas de estas dolencias– lo que sucede es que el mecanismo de represión no
funciona adecuadamente y se requiere tratamiento. En estos casos se puede
observar cómo lo reprimido en el inconsciente encuentra maneras de irrumpir en
la consciencia de modo parcial y caótico, enfermando así a la persona. En la
terapia psicoanalítica se busca restablecer el mecanismo de control que permita
encausar aquello que no puede ser reprimido.
Para poder explicar los procesos que se
observan en la práctica psicoanalítica se habla de zonas o lugares
de la estructura psíquica, pero no debemos olvidar que estas definiciones tópicas
están relacionadas con funciones dinámicas (Freud, S., 1993, Vol
XIX, p.21) que explican el tránsito de una a la otra. Al respecto comenta Freud que “todo nuestro
saber está ligado siempre a la conciencia.
Aun de lo inconciente sólo podemos tomar noticia haciéndolo conciente.”
(Idem). De acuerdo con esta forma de comprender las funciones psíquicas
existe un constante tránsito de un área a la otra a partir de un puente
que se define como preconsciente (Idem). Un hallazgo fundamental
del psicoanálisis es el papel del lenguaje en este sistema de transferencias.
Las palabras, cuando son pronuncian, movilizan energías que están en el
inconsciente, de ahí que se puede definir esta terapia como cura por la
palabra.
La explicación de esta dinámica se enfoca en
el desarrollo mismo de la psique. El recién nacido es asistido por un adulto que
lo alimenta, cobija y limpia: todas estas acciones, cargadas de estímulos
sensoriales, se acompañan de palabras. La recepción del lenguaje en esta fase
produce una asociación entre las percepciones acústicas y las funciones
orgánicas fundamentales.
Estas representaciones-palabra son restos mnémicos;
una vez fueron percepciones y, como todos los restos mnémicos, pueden devenir
de nuevo concientes. Antes de adentrarnos en el tratamiento de su naturaleza,
nos parece vislumbrar una nueva intelección: sólo puede devenir conciente lo
que ya una vez fue percepción cc[conciente]; y, exceptuados los
sentimientos, lo que desde adentro quiere devenir conciente tiene que intentar
trasponerse en percepciones exteriores.
Esto se vuelve posible por medio de las huellas mnémicas. (Freud, S.,
1993 Vol. XIX, p. 22)
3.2. Huellas mnémicas y lenguaje.
Antes de abordar lo relativo al lenguaje nos
parece pertinente ahondar en aquello que el psicoanálisis entiende por huella
mnémica. Freud, en sus investigaciones sobre la función del sueño
–publicadas como La interpretación de los sueños (Freud, S. 2002, Vols.
IV y V)–, la define de la siguiente manera: “De las
percepciones que llegan a nosotros, en nuestro aparato psíquico queda una
huella que podemos llamar «huella mnémica». Y la función atinente a esa huella
mnémica la llamamos —«memoria».” (Freud, S. 2002, Vol. V, p. 531) Existen
infinidad de percepciones que el individuo registra a lo largo de su vida y
solo algunas dejan una marca en el inconsciente, sólo aquellas “que nos
produjeron un efecto más fuerte” (Freud, S. Vol. V, p. 533). La razón por la
que algunos estímulos quedan registrados con mayor intensidad está relacionada
con una función orgánica donde la memoria es determinante. Para subsistir, el
animal hombre requiere de bebidas, alimentos y calor; su carencia genera
sufrimiento que desaparece con su satisfacción. Cuando vuelve a presentarse la necesidad,
la psique reconoce el dolor de la sed, el hambre o el frío y lo asocia con el
placer que produce su mitigación, así es como Freud explica este proceso y
entiende el deseo.
Un componente esencial de esta vivencia es la
aparición de una cierta percepción (la nutrición, en nuestro ejemplo) cuya
imagen mnémica queda, de ahí en adelante, asociada a la huella que dejó en la
memoria la excitación producida por la necesidad. La próxima vez que esta
última sobrevenga, merced al enlace así establecido se suscitará una moción
psíquica que querrá investir de nuevo la imagen mnémica de aquella percepción y
producir otra vez la percepción misma, vale decir, en verdad, restablecer la
situación de la satisfacción primera. Una moción de esa índole es lo que llamamos
deseo; la reaparición de la percepción es el cumplimiento de deseo, y el camino
más corto para este es el que lleva desde la excitación producida por la
necesidad hasta la investidura plena de la percepción. Nada nos impide suponer
un estado primitivo del aparato psíquico en que ese camino se transitaba
realmente de esa manera, y por tanto el desear terminaba en un alucinar. Esta
primera actividad psíquica apuntaba entonces a una identidad, perceptiva,
o sea, a repetir aquella percepción que está enlazada con la satisfacción de la
necesidad. (Freud, S., 2002, Vol. V, pp. 557-558)
Después de haber aclarado a qué se refiere
Freud con el término huella mnémica retomaremos lo relativo al lenguaje
y a qué se refiere cuando afirma que la representación palabra es un resto
mnémico[6]. Los estímulos que llegan al sujeto en las
primeras etapas de su vida dejan su impresión y van configurando la estructura
psíquica. Los sentidos van percibiendo lo que llega del exterior para ser
articulado en el interior de la vida anímica. Lo que se ve, se escucha, se
huele y se siente va dejando su marca y, a partir de lo que se percibe se
configura el conocimiento, tanto en el consciente como en el inconsciente. Las
palabras que se escuchan se reciben como estímulos acústicos, dentro de la
infinidad de sonidos que la consciencia registra ya que en los primeros
momentos no existe significado.
Con el crecimiento, aquellos registros
acústicos primarios que se expresaron con palabras y que estuvieron asociados
con otros estímulos pasan a ser enlaces entre la consciencia y lo que permanece
reprimido en el inconsciente. Tomemos como ejemplo la palabra mamá, que
es de los primeros fonemas que escucha y luego reproduce el bebé. La palabra es
pronunciada por la misma madre cuando atiende a su hijo, cuando lo alimenta, lo
limpia y abraza. Cuando el pequeño emite el sonido mamá, que articula
como palabra, realiza una de las operaciones más complejas del aparato psíquico
en el que asocia el vocablo con las satisfacciones sensoriales que quedaron
registradas como huella. En este sentido, la palabra que se reproduce en la
consciencia se conecta con aquellas sensaciones que quedan reprimidas en el
inconsciente.
Lo que descubrió el psicoanálisis fue que los
pacientes, cuando describen sus afecciones, relatan sus sueños, reproducen sus
recuerdos y analizan sus experiencias verbalizando, están conectando su
consciencia con el inconsciente a partir de las huellas mnémicas de la
representación palabra. La cura consiste en ir liberando, por medio de la pronunciación,
las energías inconscientes que quedaron reprimidas. Para explicarlo retomemos
el ejemplo del paciente que relata un recuerdo o un sueño y habla de su madre
diciendo mi mamá. Lo que acompaña a la emisión del vocablo son todas las
cargas afectivas reprimidas en el inconsciente, están todas las sensaciones
primarias como hambre, sed o frío, pero también el rastro de su satisfacción y
del deseo lo cual va saliendo a flote por medio de la asociación con las otras
palabras que integran el relato. El proceso analítico consiste en poder
verbalizar todas aquellas energías reprimidas en el inconsciente y que enferman
al paciente. Al poder nombrarlas se hacen conscientes y se facilita su
atención.
3.3. Yo, ello y superyó
Para explicar el funcionamiento del aparato
psíquico, Freud habla de otra forma distinta de caracterizar las funciones y
que complementa la división entre consciente e inconsciente: las denomina: yo,
ello y superyó (Freud, S. 1993, Vol. XIX, pp.1-66). La primera corresponde a la organización e
integración consciente, la segunda está conformada por las pulsiones y la
tercera a la de la represión de la que hablamos anteriormente. Para
poder comprender a cabalidad cómo se produce el proceso de identificación a
partir de la representación palabra es conveniente recuperar algunos
elementos de estas funciones.
Cuando uno se refiere a uno mismo como yo
se está realizando una operación compleja donde se agrupa y sintetiza lo que
identifica como propio separándolo de lo ajeno o extraño. Este posicionamiento
se realiza de manera consciente, pero contiene elementos que se relacionan con
el inconsciente y que corresponden, de acuerdo con esta caracterización, al ello
donde las pulsiones se reprimen por el super yo. Uno de los elementos
centrales que le adjudicamos al yo es el de la capacidad de controlar
las pulsiones.
La represión evita que las pulsiones y traumas
amenacen al yo, este mecanismo es el que Freud denomina superyó.
En uno de sus libros, en donde describe cómo el hombre controla sus pulsiones
para vivir en sociedad, explica las características de esta función, lo hace
abriendo una pregunta: “¿De qué medios se vale la cultura para inhibir, para
volver inofensiva, acaso para erradicar la agresión contrariante?” (Freud, S.
2004, Vol. XXI, p.119) Y la respuesta que da es que: “la agresión es
introyectada, interiorizada, pero en verdad reenviada a su punto de partida;
vale decir: vuelta hacia el yo propio” (Idem). Lo que experimenta el
individuo cuando surge un deseo en donde lo pulsional, que se encuentra en el ello,
busca irrumpir y destruir así el equilibrio del yo, es una sensación
dolorosa e inhibidora que Freud define como sentimiento de culpa.
Llamamos «conciencia de culpa» a la tensión entre el superyó que
se ha vuelto severo y el yo que le está sometido. Se exterioriza como necesidad
de castigo. Por consiguiente, la cultura yugula el peligroso gusto agresivo del
individuo debilitándolo, desarmándolo, y vigilándolo mediante una instancia
situada en su interior, como si fuera una guarnición militar en la ciudad
conquistada. (Freud, S., 2004, Vol. XXI., pp.119-120)
El yo se constituye a partir de la
represión de las pulsiones que están en el ello por medio del superyó.
Para poder realizar nuestras actividades, mantener vínculos sociales, realizar
proyectos y procurar una vida satisfactoria, debemos controlar los deseos y los
impulsos que amenazan nuestra integridad y la de los que nos rodean. Desde el
estrato pulsional, los otros se nos presentan como rivales potenciales u
objetos de deseo que, de no ser por la instancia inhibidora, tenderíamos a
agredir o abusar de ellos. De manera consciente nos reprimimos con la sensación
de controlar, aunque sea parcialmente, las demandas pulsionales.
La importancia funcional del yo se expresa en el hecho de que
normalmente le es asignado el gobierno sobre los accesos a la motilidad. Así,
con relación al ello, se parece al jinete que debe enfrenar la fuerza superior
del caballo, con la diferencia de que el jinete lo intenta con sus propias
fuerzas, mientras que el yo lo hace con fuerzas prestadas. Este símil se
extiende un poco más. Así como al
jinete, si quiere permanecer sobre el caballo, menudo no le queda otro remedio que
conducirlo adonde este quiere ir, también el yo suele trasponer en acción la
voluntad del ello como si fuera la suya propia. (Freud, S., 1993, Vol. XIX,
p.27)
El resultado del control de las pulsiones que ejerce el yo
por medio del superyó se entiende, a nivel consciente, como consciencia
moral, en donde lo permitido se considera bueno y lo prohibido malo.
Los valores morales, que guían la vida de los individuos y regulan la
convivencia social, son producto de representaciones palabra fijadas en
la conciencia en los primeros años de la vida. La voz de la madre fija los
parámetros de la moral cuando asocia lo bueno con su complacencia y lo malo con
su rechazo. La incorporación de la figura del padre, introducida por la madre,
tiene la función de personificar la instancia del superyó y traducir el
sentimiento de culpa en miedo a la autoridad. Dicho de otra manera, las
represiones de lo pulsional se convierten en leyes que establece el padre y
cuyo cumplimiento obedece al miedo de ser castigados por él.
3.4. La ley del padre
El descubrimiento de la figura del padre, introducida por
la voz de la madre, y su relación con la represión del deseo le permitieron a
Freud comprender el funcionamiento del superyó. Relacionó la exploración
que hizo del desarrollo de la civilización a partir del tabú del incesto
(Freud, S., 2002, Vol. XIII) con lo que aparecía en las terapias: la
vinculación entre deseos y angustias que se manifestaban como miedos a la
retaliación, donde la figura del padre aparecía como amenaza. En
realidad, esta personificación obedece a una representación palabra de
la respuesta inconsciente negativa en forma de sentimiento de culpa, donde la
represión opera para proteger al sujeto. La ley moral, que se verbaliza a
partir del lenguaje, tiene su origen en la misma estructura de la psique, a
esto se refiere Lacan cuando dice que la Ética:
Comienza en el momento en que el sujeto plantea la
pregunta sobre ese bien que había buscado inconscientemente en las estructuras
sociales -y donde, al mismo tiempo, es llevado a descubrir la vinculación
profunda por la cual lo que se le presenta como ley está estrechamente
vinculado con la estructura misma del deseo. Si no descubre de inmediato ese
deseo último que la exploración freudiana descubrió bajo el nombre de deseo del
incesto, descubre qué articula su conducta de manera tal que el objeto de su
deseo se mantenga siempre para él a distancia (Lacan, J., 2007, p.96)
No se trata de una prohibición que hace el padre real o de una
amenaza de retaliación si se viola el tabú del incesto; ésta sería una
explicación burda e incorrecta de lo que el psicoanálisis entiende por superyó.
La ley moral responde, más bien, al mecanismo psíquico por medio del cual
evitamos que nuestras pulsiones nos destruyan y la manera en la que, por medio
de representaciones palabra, se articulan estos mecanismos como
prohibiciones que se configuran como leyes. Lacan (2007, p.11) lo explica de la
siguiente manera:
La experiencia moral como tal, a saber, la referencia a
la sanción, coloca al hombre en cierta relación con su propia acción que no es
sencillamente la de una ley articulada, sino también la de una dirección, una
tendencia, en suma, un bien al que convoca, engendrando un ideal de conducta.
Todo esto constituye también, hablando estrictamente, la dimensión ética y se
sitúa más allá del mandamiento, es decir, más allá de lo que puede presentarse
con un sentimiento de obligación.
El psicoanálisis nos permite comprender cómo funciona el aparato
psíquico y el papel de la represión de las pulsiones en la configuración del
sujeto y su interacción colectiva. Su acercamiento al tema, como ya se mencionó
anteriormente, es desde la clínica y se sustenta en el material que aparece en
el análisis de los pacientes. Es en este ámbito en donde se ha descubierto el
funcionamiento de la consciencia y el lugar que ocupa el inconsciente; es
también en este terreno donde se pudieron determinar las condiciones que
permiten la adquisición y desarrollo del lenguaje y de la formación de la
conciencia moral. Todo este aprendizaje ha permitido trascender el plano del
análisis individual para pasar al análisis del lenguaje como expresión
colectiva.
4.
La deconstrucción derridiana
La transición de lo individual a lo colectivo en el estudio
psicoanalítico de la cultura se fundamenta en el papel del lenguaje y de su
transmisión por lo que, en el desarrollo de sus investigaciones, se abordaron
los aspectos relativos a las narrativas que constituyen la consciencia
colectiva. Uno de los pensadores que se abocó al estudió del vínculo entre
identidad y lenguaje fue el filósofo Jacques Derrida. Su aproximación, a
diferencia de la del médico, no parte de la clínica ni del testimonio de los
pacientes, sino más bien del estudio de los textos, lo que lo conduce por una
ruta de exploración distinta. Lo que podremos constatar a continuación, cuando
comparemos las conclusiones de ambos, son sus afinidades en lo relativo al tratamiento
del tema de la identidad.
4.1. Confesar lo inconfesable
Jacques Derrida desarrolló
una filosofía en donde, a partir de un análisis deconstructivo del lenguaje,
logró establecer la manera en la que se instrumentan los mecanismos de
dominación por medio de las identificaciones y cómo se transmiten a partir de
las palabras. En este sentido afirmaba, en un texto que se publicó en 1996 con
el título El monolingüismo del otro, o la prótesis de origen: “Toda cultura es originariamente
colonial. No consideremos únicamente la etimología para recordarlo. Toda
cultura se instituye por la imposición unilateral de alguna “política” de la
lengua. La dominación, es sabido, comienza por el poder de nombrar, de imponer
y de legitimar los apelativos” (Derrida, J. ,1997, p.12)
Derrida nació en El-Biar Argelia en 1930, que
en esa época era una colonia francesa. Su familia era parte de la comunidad
judía marginada tanto por musulmanes como por cristianos. Durante la Segunda
Guerra Mundial fueron víctimas de discriminación por el régimen pronazi. Unos
años después del fin de la guerra, en 1952, viajó a París, en donde estudio
filosofía; ahí vivió y murió en el 2004. Para comprender su postura con
respecto a sus identificaciones recuperaremos un fragmento de la conferencia
que presentó en un Coloquio de intelectuales judíos de lengua francesa
que se desarrolló en París en 1998; en esa ocasión se refirió al tema de la
siguiente manera:
“A
propósito del «declararse judío», prefiero confiarles, y quizá confesar, que
esas necesidades filosóficas que se me han impuesto en primer término a través
de la modesta experiencia de alguien que, antes de convertirse en lo que llaman
ustedes un «intelectual judío de lengua francesa» fue un joven judío de la
Argelia francesa entre tres guerras (antes, durante y después la Segunda Guerra
Mundial, antes, durante y después de la llamada Guerra de Argelia). En un país
en el que el número y la diversidad de comunidades históricas eran tan amplios
como en Jerusalén, de Este a Oeste, ese niño judío sólo podía soñar en una
pacífica multipertenencia cultural, lingüística, nacional, incluso, a través de
la experiencia de la no – pertenencia; separaciones, rechazos, rupturas,
exclusiones. Si no me prohibiese a mí mismo todo discurso largo en primera
persona (pero ¿puede haber un « vivir juntos » que no sea entre
« primeras personas »?), describiría el movimiento contradictorio
que, en el momento del celo antisemita de las autoridades francesas en Argelia
durante la guerra, ha empujado a un niño, expulsado del colegio sin comprender
nada, a sublevarse, para siempre, contra dos maneras de « vivir
juntos »: a la vez contra la gregariedad racista, y así, la segregación
antisemita, pero también, más oscuramente, más inconfesablemente sin duda,
contra el encierro de conservación, de autoprotección de una comunidad judía
que, pretendiendo naturalmente, legítimamente, defenderse, constituir o
reconstituir su conjunto frente a esos traumatismos, se replegaba sobre sí
misma, afanándose en lo que yo resentía ya como una especie de comunitarismo
exclusivo, incluso funcional. Creyendo empezar a comprender lo que podía querer
decir «vivir juntos», el niño del que hablo tuvo que
romper entonces, de forma tanto irreflexiva como reflexiva, por los dos lados,
con esos dos modos de pertenencia exclusivos, y en consecuencia excluyentes.[7]
En esta
confesión, el filósofo anunció que abordaría el tema de las identificaciones y
su relación con el lenguaje desde el análisis de su biografía, lo cual deja
claro que para él estas cuestiones debían ser revisadas por el sujeto
investigando su propia genealogía en la formación de su yo. En este sentido vemos como el método
deconstructivo propuesto por Derrida coincide con el psicoanálisis en el papel
del autoanálisis. Todos estos datos biográficos son relevantes ya que, como lo
expuso él mismo, vivió siempre en una suerte de exilio lingüístico, donde
aquello que lo hacía ser, refiriéndose al lenguaje, era, al mismo
tiempo, aquello que lo enajenaba.
4.2. Derrida y el
monolingüismo del otro
En
el texto El monolingüismo del otro, citado anteriormente, y hablando de
sí mismo en tercera persona, Derrida afirmaba lo siguiente: “El monolingüe del
que hablo habla una lengua de la que está privado. El francés no es la
suya. Debido a que está por lo tanto privado de toda lengua y ya no tiene
otro recurso –ni el árabe, ni el berebere, ni el hebreo, ni ninguna de las
lenguas que habrían hablado los ancestros–.” (Derrida, J., 1997, p.101) El punto de partida de Derrida, dada su propia
experiencia, es la de enajenación y apropiación simultanea del vehículo
formador de la identidad: la lengua.
Como veremos a continuación, la escritura
derridiana se elaboró a partir de la enunciación de un sistema complejo de
paradojas y aporías en las que se exhibía lo no dicho en lo dicho. Para
comprender esta forma de expresión habrá que considerar la teoría
psicoanalítica del lenguaje que expusimos anteriormente y en la cual se expone
como las palabras, que se van integrando en la formación del yo,
reprimen y liberan, inhiben y subliman las energías que surgen del
inconsciente. Al nombrar se ejerce la dominación, pero también se establece una
suerte de resistencia frente a la pretensión de establecer una verdad. La
manera en la que Derrida reprodujo este movimiento paradójico que genera todo
enunciado discursivo es lo que entiende por deconstrucción ya que en él
se evidencia la imposibilidad de imponer un sentido único. Es así como el
filósofo, de manera deconstructiva, explicó su exilio-morada del lenguaje, que,
viviendo siempre de afuera, lo constituía.
“Soy monolingüe.” Mi monolingüismo mora en mí y lo llamo morada; lo
siento como tal, permanezco en él y lo habito. Me habita. (1997, p.13)
1.
Nunca se habla más que una sola lengua.
2.
Nunca se habla una sola lengua
1.
Nunca se habla más que una sola lengua, o más bien un
solo idioma
2.
Nunca se habla una sola lengua, o más bien no hay idioma
puro (1997, pp.
20-21)
La situación en la que
vivió, y su muy particular experiencia, lo llevaron a tomar esta distancia con
respecto a la adquisición y uso del lenguaje, condición que definió como: monolingüismo
del otro. El que hablaba era él,
pero al mismo tiempo, al pronunciar cada palabra la identificaba con lo otro,
que le venía de afuera; dicho de otra manera, afirmaba que uno no tenía más que
una lengua, la propia, y al mismo tiempo reconocía que era impuesta.
El
monolingüismo del otro sería en primer lugar esa soberanía, esa ley
llegada de otra parte, sin duda, pero también y en principio la lengua misma de
la Ley. Y la Ley como Lengua.
Su experiencia sería aparentemente autónoma, porque debo hablar esta ley
y adueñarme de ella para entenderla como si me la diera a mí mismo; pero
sigue siendo necesariamente -así lo quiere, en el fondo, la esencia de toda
ley- heterónoma. La locura de la ley alberga su posibilidad
permanentemente en el hogar de esta auto-heteronomía. (Derrida, J., 1997, p.58)
Se podría argumentar que
el caso específico de Derrida no es representativo de la condición humana y por
lo mismo no deja de ser anecdótico. Sin embargo, lo que encontró el
psicoanálisis en sus investigaciones, como lo expusimos anteriormente, es que
la adquisición del lenguaje en los primeros años de vida se produce al asociar
los estímulos acústicos externos con los procesos fisiológicos internos,
proceso que deja huellas y orienta la manera de comportarse. Viene de otra
parte y se instaura como propia, se recibe como ley externa heterónoma y se adopta como propia autónoma. Este proceso se presenta en todas
las personas por lo que las reflexiones autobiográficas del filósofo no se
restringen a su situación individual. Lo que sí sucedió, en su caso, es que las
condiciones especiales que vivió le permitieron tener una perspectiva distinta
a la de la mayoría de las personas que no experimentan el distanciamiento con
la lengua que hablan.
La experiencia de ser un
exiliado de su propia lengua llevó a Derrida a evidenciar un mecanismo similar
con otros elementos constitutivos de la cultura con los que nos identificamos.
Por medio de la palabra, que presuponemos que surgió en nosotros pero
que en realidad nos viene de afuera y se nos impone como ley, se nos fomenta el
nacionalismo y la religión, o se nos adscribe en cierta tradición y se nos
reconoce una determinada ciudadanía.
Este proceso, que el filósofo define como colonizador, aludiendo
al ámbito político, opera desde el interior de la subjetividad a partir del uso
de la lengua propia que nos viene de otro.
El
monolingüismo impuesto por el otro opera fundándose en ese fondo, aquí por una
soberanía de esencia siempre colonial y que tiende, reprimible e
irreprimiblemente, a reducir las lenguas al Uno, es decir, a la hegemonía de lo
homogéneo. Se lo comprueba por doquier, allí donde esta homo-hegemonía sigue en
acción en la cultura, borrando los pliegues y achatando el texto. Para ello, el
mismo poderío colonial, en el fondo de su fondo, no necesita organizar
iniciativas espectaculares: misiones, religiosas, buenas obras filantrópicas o
humanitarias, conquistas de mercados, expediciones militares o genocidas. (Derrida, J., 1997, p. 58)
En la
revisión deconstructiva que presenta Derrida se encuentra con aquello que Freud
ya había entendido: que todo proceso civilizatorio se acompaña de un componente
de violencia y que, para que el yo se entienda en la hospitalidad
de su propia casa, debe advertir que la hostilidad del otro
también lo constituye. Por medio de un rastreo filológico nos muestra cómo en
el mismo lenguaje podemos encontrar las marcas o huellas de esta realidad
paradójica en la que solamente puede producirse identidad en el
reconocimiento de su otredad y que la certeza de lo propio está
condicionada por la presencia amenazante de lo ajeno.
Nuestra cuestión es siempre la
identidad. ¿Qué es la identidad, ese concepto cuya transparente identidad
consigo misma siempre presupone dogmáticamente en tantos debates sobre monoculturalismo
o el multiculturalismo, sobre la nacionalidad, la ciudadanía, la pertenencia en
general? Y antes que la identidad del sujeto, ¿qué es la ipsidad? Ésta no se
reduce a una capacidad abstracta de decir “yo” [“je”], en una cadena
donde el “pse” de ipse ya no se deja disociar del poder, el
dominio o la soberanía del hospes (me refiero aquí a la cadena semántica
en obra tanto en la hospitalidad como en la hostilidad: hostis, hospes,
hosti-pet,posis, despostes,^ potere, potis sum, possum, pote est, potest, pot
sedere, possidere, compos, etcétera).[8]
4.3.
Mal de archivo
Después de haber abordado el papel del lenguaje en la
formación de las identificaciones, Derrida se ocupó también de aquello que
Freud definió como huellas mnémicas, recurriendo a su análisis deconstructivo
del lenguaje en un texto que tituló Mal de archivo: una impresión Freudiana (1997a).
El libro fue el resultado de una polémica que surgió a partir de lo que el
historiador Yosef Haim Yerushalmi escribió en su libro: El Moisés de Freud: judaísmo terminable e interminable (Yerushalmi, 1996) publicado
en 1991.[9] Lo
que se aborda en este fecundo debate es el tema del psicoanálisis y la
identidad judía y que parte del análisis de lo que escribió Freud en su último
libro titulado Moisés y la religión monoteísta (Freud, S., 2004, Vol.
XXIII), publicado en 1939.
En este trabajo podemos observar como la aproximación
filosófica de Derrida complementa lo que la mirada del médico descubrió en su
consultorio. Al referirse a los hallazgos del psicoanálisis con respecto a la
formación de la identidad y lo que se impone como obligación de ser,
afirmó que “por una parte, nadie ha aclarado mejor que Freud
eso que hemos llamado el principio arcóntico del archivo, lo que en el archivo
supone no como arkhé originario sino el arkhe nomológico de la
ley, de la institución, de la domiciliación, de la filiación. Nadie ha
analizado mejor que él, vale decir también deconstruido, la autoridad del
principio arcóntico.”(Derrida, J., 1997a, p.102)
El análisis filológico concuerda con los diagnósticos médicos
que permiten el tratamiento de las enfermedades de carácter mental o emocional;
en los dos acercamientos metodológicos el tema de las identificaciones ocupa un
lugar central. En el análisis deconstructivo del lenguaje que realiza Derrida
lo que surge es muy revelador ya que muestra cómo todo proceso, individual o
colectivo, que tiene como propósito buscar la «identidad» en un determinado
origen o principio, está determinado por un mandato que obliga a recordar.
“No
comencemos por el comienzo, ni siquiera por el archivo. Sino por la palabra
« archivo » - y por el archivo de una palabra tan familiar. Arkhé,
recordemos, nombra a la vez el comienzo y el mandato. Este nombre
coordina aparentemente dos principios en uno: el principio según la naturaleza
o la historia, allí donde las cosas comienzan –principio físico,
histórico u ontológico-, mas también el principio según la ley, allí donde los
hombres y los dioses mandan, allí donde se ejerce la autoridad, el orden
social, en ese lugar desde el cual el orden es dado – principio
nomológico.” (1997a, p.9)
Desde esta perspectiva se podría afirmar que la configuración
de las identidades a partir de las identificaciones responde
siempre al llamado de una voz que nos instruye desde el interior de
nuestra conciencia pero que viene de afuera, de un otro que alucinamos
como propio. La obligación de ser y la exigencia de pertenecer,
que acompañan las reivindicaciones religiosas, comunitarias o culturales son
mandatos arcónticos que al obedecer nos enajenan. La necesidad de escapar a
este mecanismo, y al no poder conseguirlo, volver compulsivamente a intentarlo,
repitiendo el ciclo una y otra vez, es lo que Derrida denomina mal de
archivo:
Lo turbio del archivo se debe a un mal de
archivo. Nos puede el (mal de) archivo (Nous sommes en mal d’archivé).
Escuchando el idioma francés, y en él el atributo «mal de», que nos pueda el (mal
dé) archivo puede significar otra cosa que padecer un mal, una perturbación
o lo que el nombre «mal» pudiera nombrar. Es arder de pasión. No tener
descanso, interminablemente, buscar el archivo allí donde se nos hurta. Es
correr detrás de él allí donde, incluso si hay demasiados, algo en él se
anarchiva. Es lanzarse hacia él con un deseo compulsivo, repetitivo y
nostálgico, un deseo irreprimible de retorno al origen, una morriña, una
nostalgia de retorno al lugar más arcaico del comienzo absoluto. Ningún deseo,
ninguna pasión, ninguna pulsión, ninguna compulsión, ni siquiera ninguna
compulsión de repetición, ningún «mal-de» surgirían para aquel a quien, de un
modo u otro, no le pudiera ya el (mal de) archivo.(p.98)
La búsqueda de un origen o principio que nos defina como
sujetos y como miembros de un colectivo y una tradición, nos conduce a un lugar
donde lo que se exhibe es lo contrario a lo esperado, es decir la inexistencia
de todo aquello que se supone debería estar. La voz interna donde el
yo se reconocía como uno se termina identificando con lo externo,
lo otro aquello que, desde el exterior me mandata a ser lo que
estoy obligado a ser. Así lo
entendió Derrida en lo relativo a sus propias identificaciones, lo podemos
constatar en las palabras que pronunció en el Coloquio de intelectuales
judíos de lengua francesa que citamos anteriormente. Como lo anuncia el
título del encuentro, se le invitó por considerarlo un judío que hablaba
francés y él aceptó la invitación. No negó que fuera judío o francoparlante,
pero problematizó sus identificaciones aclarando que en su niñez: “tuvo que
romper entonces, de forma tanto irreflexiva como reflexiva, por los dos lados,
con esos dos modos de pertenencia exclusivos, y en consecuencia excluyentes.
(Derrida, J., 2002, pp. 162-3) Y, sin embargo, a pesar de haber roto, se
presentaba ahí.
4.4. La apropiación como resultado de la
deconstrucción.
Con su presentación en el coloquio, Derrida aceptó la
paradoja inherente a todo proceso de identificación. Como lo expuso en su
participación, la manera de abordar el mal de archivo debía partir del
reconocimiento propio de la necesidad psíquica “buscar el
archivo allí donde se nos hurta”. Él no podía ocultarse a sí mismo que, con la
palabra judío, con la que se le llamaba desde una voz exterior, se
detonaba el mecanismo interno que le ordenaba serlo y advertía que su
negación traería como consecuencia una retaliación producida por el sentimiento
de culpa. Algo similar le sucedía con la lengua francesa con la que elaboraba
sus pensamientos y expresaba sus ideas, concientemente reconocía que le fue
impuesta, la identificaba con lo exterior, lo ajeno y la opresión, pero era la
única que tenía y no podía dejar de pensar, hablar y escribir por medio de ella.
Para los judíos argelinos no había otra posibilidad:
En cuanto a la lengua, en sentido restringido,
ni siquiera podíamos recurrir a algún sustituto familiar, a algún idioma
interior a la comunidad judía, a una especie de lengua de retiro que hubiera
asegurado, como el yiddish, un elemento de intimidad, la protección de una
“casa propia” contra la lengua de la cultura oficial, una ayuda complementaria
en situaciones sociosemióticas diferentes. El “ladino” no se practicaba en la
Argelia que yo conocí, en particular en las grandes ciudades corno Argel, donde
estaba concentrada la población judía. (1997, pp.77-78)
La solución que propone
Derrida es la deconstrucción: una toma de distancia, una suerte de
desdoblamiento en la que el sujeto, desbarata la lengua que lo busca
enajenar, la reconfigura y se apropia de ella. Este proceso es factible
por la manera en la que opera el lenguaje, en su sentido antinómico, paradójico
y aporético, que señalamos anteriormente.
La “escritura”, sí: entre otras
cosas, se designaría así cierto modo de apropiación amante y desesperada de la
lengua, y a través de ella de una palabra tan interdictoria como interdicta (la
francesa fue ambas cosas para mí), y a través de ella de tomo idioma
interdicto, la venganza amorosa y celosa de un nuevo adiestramiento que intenta
restaurar la lengua, y creo que reinventarla a la vez, darle por fin una forma
(en principio deformarla, reformarla, transformarla), y de tal modo hacerla
pagar el tributo de la interdicción o, lo que sin duda viene a ser lo mismo,
satisfacer ante ella el precio de la interdicción.(1997, p.51)
Por medio de la escritura,
el filósofo se apropia de la lengua materna que le fue transmitida desde el
exterior como suya, haciendo alusión al terreno del erotismo se refería a este
proceso como “apropiación amante y desesperada” de la palabra prohibida. Para
comprender lo que esto significa entendamos que la interdicción de la que
hablaba en esta conferencia se relaciona con el uso del idioma francés en el
que le habló su madre pero que era la lengua del antisemita que lo marginaba y
le negaba sus derechos. Las palabras tenían una resonancia cargada de
ambigüedad, eran las voces amorosas de casa y al mismo tiempo los sonidos del
odio y la exclusión. El adulto se rebela y desconoce el edicto que
pretende expulsarlo de su propia lengua y como “venganza amorosa” se convierte
en un artífice de la palabra adentrándose en sus secretos y mostrando que nadie
puede adjudicarse su derecho de propiedad. El judío argelino se apropia del francés
y lo deconstruye de tal manera que nadie puede adjudicárselo en una apropiación
excluyente.
En el caso concreto de
Derrida entendemos que se refería a la relación con la lengua del colono
francés antisemita, pero podemos ver como su reflexión buscaba alcanzar un
plano universal entendiendo su experiencia individual como un caso extremo de
aquello que le sucede a todas las personas[10].
En la mayoría de los casos no resulta para nada evidente que el lenguaje que se
habla tiene un origen exterior y se transmite como mandato arcóntico; sin
embargo, para el filósofo, el mecanismo de identificación por medio de la
palabra opera, como lo entendió el psicoanálisis, por la manera en la que se
adquiere el lenguaje en la infancia independientemente de los entornos
sociales. Lo que sucedió en su caso concreto fue que su experiencia de
marginación lo confrontó con aquello que no resulta tan evidente para la gran
mayoría que no sufre una exclusión tan radical.
La deconstrucción derridiana
debe entenderse como una reconfiguración de las identificaciones a
partir de la apropiación del lenguaje. Pensamos, hablamos y escribimos por
medio de palabras que, desde que las adquirimos, nos dicen quiénes somos
a partir de qué no somos, está contradicción nos persigue siempre y nos
conduce al mal de archivo, a la delirante compulsión de inventarnos un
origen que sabemos (inconscientemente) que no existe. Derrida nos abre
una manera de entendernos como los artífices de este lenguaje particular que,
desde lo no dicho, nombra todo lo que elegimos poder ser en constante
rebelión con la obligación de tener que ser.
5. Conclusiones:
Después de esta breve revisión de lo que
significa la identidad, tanto para el psicoanálisis como para la
deconstrucción, podemos comprender mejor porque este tema ha ocupado las
reflexiones de los hombres de distintas tradiciones culturales a lo largo de
milenios y también por qué no existe una repuesta definitiva a los
cuestionamientos que suscita. Como pudimos constatar las creencias
generalizadas en la existencia de sustratos reales para las identidades
culturales, nacionales o religiosas se sostienen en imaginarios. En las
tradiciones religiosas se le adjudica a un ente metafísico la elección de sus
fieles mientras que los nacionalistas recurren a componentes químicos de la
sangre o fuerzas espirituales secularizadas, tenemos también a los que buscan
cimentar sus identificaciones en factores como el territorio, la lengua o las
expresiones culturales.
Lo que pudimos colegir de nuestra exploración
es que la manera en la que opera el aparato psíquico produce un efecto de
búsqueda compulsivo e inagotable de un objeto de identificación que
inconscientemente se sabe inexistente. El análisis del funcionamiento del
lenguaje se suma a esta conclusión y encuentra que, en la palabra transmitida,
se reproduce esta operación definida como mal de archivo. La adquisición
del habla y su transmisión reproducen este mecanismo que impone una obediencia
sin cuestionamiento al origen incierto con el que se nos mandata la
identificación: debemos creer en ese dios único, amar a la patria y ser dignos
herederos de la sangre que corre por nuestras venas.
Lo que también pudimos aprender de estas
aportaciones teóricas es la manera de enfrentarnos a estos dispositivos por
medio del mismo lenguaje que los articula. La apropiación de la palabra nos
permite enfrentar la irracionalidad con la que opera el mandato inconsciente,
al nombrar lo innombrable desaparece el espectro del padre
amenazador permitiéndole al yo decidir sobre su destino. La
deconstrucción del lenguaje nos permite identificar la violencia que encierra
el mandato arcóntico y apropiarnos de la lengua que nos fue impuesta para
transformarla en un llamado a la hospitalidad.
6. Bibliografía citada:
Anderson,
B. (1993) Reflexiones sobre el origen y la difusión del Nacionalismo,
traducción de Eduardo L. Suárez, Fondo de Cultura Económica, México, 1993.
Éxodo, 3- 13-14, en (1983) Humash Ha-Mercaz: Libro de la Torah y las
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glosario por Rabbi Meir Matzliah Melamed, Centro Educativo
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Derrida, J. (2002) “Confesar- Lo
Imposible. « Retornos »Arrepentimiento y Reconciliación” en,
Reyes Mate (ed.) (2002) La Filosofía después del Holocausto, edición
confiada al cuidado de Alberto Sucasas, versión castellana de Patricio
Peñalver, Riopiedras Ediciones, Barcelona. pp. 149-181.
________ (1997) El Monolingüismo del otro, o la
prótesis de origen, traducción de Horacio Pons, Manantial, Buenos
Aires.
_________ (1997a) Mal de archivo; Una
impresión Freudiana, Traducción de Paco Vidarte, Editorial Trota,
Madrid.
Freud, S.
(2004) El malestar en la Cultura, en,
Obras completas, vol.
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comentarios y notas de James Strachey, con la colaboración de Anna Freud,
traducción de José L. Etcheverry, Amorrortu
Editores, Buenos Aires.
________
(1993), El Yo y el Ello, en, Obras completas, volumen XIX, ordenamiento, comentarios y
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L. Etcheverry, Amorrortu Editores, Buenos Aires.
_________
(2002) La interpretación de los sueños, en,
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__________
(2004) Moisés y la religión monoteísta,
en Obras Completas, Vol.
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con la colaboración de Anna Freud, traducción
de José L. Etcheverry, Amorrortu Editores, Buenos
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(2002a), Tótem y Tabú, en Obras Completas, volumen XIII,
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Anna Freud, traducción de José L. Etcheverry, Amorrortu Editores, Buenos Aires.
Hobsbawm,
E. ( 2000) Naciones y nacionalismo desde 1780, Crítica, Barcelona.
Lacan,
J. (2007) La Ética del Psicoanálisis 1959 – 1960, en, El seminario de
Jacques Lacan Libro 7, Texto Establecido Por Jacques-Alain Miller
traducción de Diana S. Rabinovich, Ediciones Paidós, Buenos Aires – Barcelona
México.
Parménides
(1962) Poema, fragmento 3, versión de García Bacca, J.P. El
poema de Parménides, México.
Pilatowsky, M (2014) Las voces desterradas,
reflexiones en torno a los imaginarios judíos. Prólogo
de Alberto Sucasas, Plaza y Valdés Fes Acatlán, México.
Yerushalmi, Y. H. (1996)
El Moisés de Freud; judaísmo Terminable e Interminable, Traducción Horacio Pons, Nueva
Visión, Buenos Aires.
Mauricio Pilatowsky Braverman
Calle
Parral #78, interior 502. Colonia Condesa, Alcaldía Cuauhtémoc, CDMX, CP.
06140.
http://mauriciopilatowsky.blogspot.com/
[1]
Parménides, Poema, fragmento 3, versión de
García Bacca, J. P. García Bacca (1962) El poema de Parménides, México.
[2]
Éxodo, 3- 13-14. Consultamos la siguiente
versión: Humash Ha-Mercaz: Libro de la Torah y
las Haftarot, con traducción, comentario, explicaciones, introducción y
glosario por Rabbi Meir Matzliah Melamed (1983), Centro Educativo
Sefaradí de Jerusalem, Jerusalem.
[3]
Ver: Anderson, B. (1993), Reflexiones
sobre el origen y la difusión del nacionalismo, traducción de Eduardo L.
Suárez, Fondo de Cultura Económica, México y Hobsbawm, E. (2000) Naciones y nacionalismo desde 1780,
Crítica, Barcelona.
[4]En
las citas, se respetará la ortografía de las palabras inconsciente,
consciente y consciencia utilizada por los editores en español de
las obras completas de Freud.
[5]
Debemos considerar que el suicidio es un caso extremo de autodestrucción, pero
no es la única expresión de este tipo de patologías. En muchos casos se
observan situaciones en donde las personas se causan daño haciéndose heridas,
colocándose en situaciones peligrosas o dañándose, dejando de comer o
haciéndolo en exceso.
[6]
Ver apartado anterior.
[7]
Derrida, J. (19989) “Confesar- Lo Imposible.
« Retornos »Arrepentimiento y Reconciliación” en, Reyes Mate
(ed.) (2002) La Filosofía después del Holocausto, edición
confiada al cuidado de Alberto Sucasas, versión castellana de Patricio
Peñalver, Riopiedras Ediciones, Barcelona, pp. 149-181. pp. 162-3. Ponencia presentada en el « Colloque
des intellectuels juifs en langue francaise » (París), diciembre 1998.
[8]
Ver
Derrida, J., 1997, p. 27.
En el texto original se incluye la siguiente nota: “Es ésta una cadena
que, como es sabido, Benveniste reconstituye y muestra en varios lugares, en
especial en un magnífico capítulo consagrado a “L’ hospitalité” [“La
Hospitalidad”] (en 1983, Vocabulaire des institutions indo-européenes, t.
1, París, Minuit, 1969, págs. 87 y sigs.) Madrid Taurus, capítulo al que tal
vez vuelva en otra parte de manera más problemática o inquieta”.
[9]
Este tema es ampliamente tratado en: Pilatowsky, M.
(2014) “Identidad, historia y psicoanálisis; Derrida y Yerushalmi debaten sobre
el Moisés de Freud”, en Las voces desterradas, reflexiones
en torno a los imaginarios judíos. Prólogo de Alberto Sucasas, Plaza y Valdés Fes Acatlán, México,
pp.133-143.
[10]
En México podemos comprender el sentido que le da Derrida al francés si lo
aplicamos al español.