Por Ricardo Forster
“El primer gran foco de cultura de la Edad Media
occidental es Toledo. La historia se repite: en el siglo XII, lo que Toledo fue
para el mundo cristiano, lo fue Bagdad para el mundo musulmán (...). Es
suficiente recordar que es Toledo donde Avicena fue traducido al latín, esto
es, por un pequeño grupo compuesto, como mínimo, por Ibn Daud, judío arabófogo,
que aseguraba la traducción del árabe al castellano; y Domingo Gundisalvo,
cristiano, que aseguraba la traducción del castellano al latín (...). En realidad,
si en el siglo XIII hubo una filosofía y una teología llamadas ‘escolásticas’,
es ante todo porque Avicena fue leído y explotado desde finales del siglo XII.
Es Avicena, no Aristóteles, quien inició a Occidente en la filosofía.” Alain de
Libera, Pensar la Edad Media.
Me pareció oportuno comenzar estas reflexiones
sobre la tragedia de Charlie Hebdo, con la que tantas páginas e imágenes se han
multiplicado a lo largo de los últimos días y a través de todas las geografías
del planeta, citando al filósofo francés y eminente especialista en pensamiento
medieval, Alain de Libera. Con erudición y elegancia conceptual destruye un
acendrado y persistente prejuicio que supone que la tradición occidental se
continuó ininterrumpidamente desde Grecia y Roma, atravesando la Edad Media,
para llegar a nosotros pura de toda influencia, en especial la que provendría
del Oriente islámico. No hay, desde esta concepción autoctonista y
antimusulmana, contaminación en la línea que va de Aristóteles a Santo Tomás o
en la que va de Platón a Marcilio Ficino.
Bajo la estructura de la autorreferencialidad
cultural (punto de partida del esencialismo nacionalista), Europa quiso, desde
que buscó limpiar su genealogía, desprenderse de esa verdad que cualquier
erudito medieval sabía sin siquiera tener que investigarlo: que el pensamiento
filosófico, que las grandes tradiciones que alimentaron a la escolástica
cristiana, tenían una estación ineludible en los filósofos y pensadores de
origen árabe, persa y musulmán. Que sin Avicena y Averroes, sin Farabi e Ibn
Sina, sin Ghazali e Ibn Rusd, y –claro– sin la enorme influencia sobre el
filósofo judío Maimónides de la tradición árabe, seguramente Santo Tomás de
Aquino –que leyó a Aristóteles a través de musulmanes y judíos, y que se detuvo
particularmente en la Guía de los perplejos del rabino cordobés– nunca hubiera
podido escribir su Suma Teológica. Extraordinaria genealogía que hace añicos
cualquier intento por borrar las huellas de las influencias y, sobre todo,
demuestra la estupidez de los ontologismos nacionalistas que buscan encontrar
la esencia incontaminada de su verdadera lengua cultural.
Un viaje cultural que atravesó siglos y continentes
para desmentir el relato de una Europa sólo deudora de sí misma; eje alrededor
del cual se desplegó la civilización científico-técnica y cuna de los ideales
filosóficos y políticos fundados en una racionalidad exclusivamente afincada en
su territorio. Lo que nos señala con énfasis Alain de Libera es precisamente la
potencia de los intercambios culturales, lingüísticos, religiosos y filosóficos
que fueron preñando el complejo camino de la propia Europa, un continente que
prefiere escribir la historia del mundo desde una particularidad, la suya,
convertida en universalidad y, para ello, borra las huellas de sus propias
deudas. En ese gesto omniabarcativo lo que es destituido es aquello que marca
la diferencia en el interior de la supuesta univocidad. Las herencias nacidas y
provenientes del Islam, aquellas que también a su vez recibieron las
influencias de los griegos de la época clásica, están en la base de la
reapropiación europea de su “olvidada” tradición filosófica.
Sin ese camino laberíntico que se inició en la
lejana Persia allá por el siglo IX, que continuó por la península arábiga y se
materializó en la gran Siria de los siglos XI y XII, y que ingresaría a Europa
por diversas vías; atravesando las llanuras búlgaras; siguiendo las huellas de
innumerables caravanas capaces no sólo de llevar mercancías de Oriente a
Occidente sino también ideas, herejías y libros; cruzando el Mediterráneo desde
el norte del Africa musulmana hasta llegar a la España de las tres culturas, un
territorio de las mezclas y los intercambios que, como ya vimos, permitió que
en una ciudad como Toledo traductores judíos de lengua árabe y cristianos que
dominaban el latín le devolvieran a la cristiandad occidental un tesoro
rescatado desde Oriente y, claro, profundamente contaminado por la civilización
mahometana. Una genealogía vergonzante para una Europa que no podía aceptar que
fueran los árabes y persas, además de los judíos, los responsables de
reconstruir los puentes con el pensamiento antiguo. Extraña filiación a los
ojos de quienes, en otro tramo de su historia, no dudaron en ejercer una
violencia homicida sobre los que se encargaron de proteger de la oscuridad de
la Alta Edad Media aquellos legados filosóficos y científicos. Al pueblo de
Maimónides casi lo exterminaron en los campos de la muerte forjados por el
régimen nazi; y a los descendientes de Avicena y Averroes los sometieron al
dominio colonial.
Un breve paréntesis para pensar, nuevamente y con
un relato más detallado, el absurdo de la autoctonía nacionalista y de las
tradiciones que se cierran sobre sí mismas, tratando de expulsar la memoria de
las herencias, las influencias y las contaminaciones. Maimónides, como señalé
líneas arriba, nació y vivió parte de su vida en Córdoba, la ciudad de
Averroes, ese gran filósofo árabe que intentó ir más allá, de la mano de su
lectura herética de Aristóteles, de las religiones abrahámicas. Al que
probablemente conoció al escucharlo en la famosa biblioteca de Córdoba, siendo
apenas un niño casi adolescente, y cuyo pensamiento dejó algunas huellas en sus
reflexiones filosóficas. Es también factible que quizás hayan compartido el Jardín
de los Naranjos de la biblioteca que, según cuenta la tradición, llegó a tener
más volúmenes que la famosa Biblioteca de Alejandría, compartiendo el mismo
trágico destino: la de ser quemada junto con todos sus incontables libros y
papiros, esos que guardaban las más diversas tradiciones de Oriente y de
Occidente, capaces de unir Bizancio, Bagdad e Islamabad con la península
ibérica para luego alcanzar, cruzando los Pirineos, Francia y, más lejos, las
tierras germanas.
La lectura que Maimónides hizo de la tradición
filosófica, particularmente de la tradición aristotélica, estuvo absolutamente
impregnada por los grandes reintroductores de los griegos y sobre todo del
aristotelismo en la tradición de Occidente que fueron los árabes. Por un lado,
la tradición persa de la escuela de Avicena, y por el otro la de la escuela
averroísta. Maimónides escribió su obra filosófica –por ejemplo, la fundamental
Guía de perplejos– en árabe. Por supuesto, también escribió sus obras de
interpretación de la Mishná y del Talmud en hebreo. Y a su vez, obviamente,
podía utilizar sin inconvenientes el castellano. Es deudor de gran parte del
trabajo de los traductores que se realizó sistemáticamente, como señalaba Alain
de Libera, en esos siglos en Toledo; traducciones en las que trabajaron judíos
y cristianos llevando el árabe, pasando por el castellano, al latín, y
construyendo los puentes indispensables para la recuperación de la tradición
griega por el mundo cristiano-latino.
Se conoce que Santo Tomás de Aquino no sabía
griego, y que leyó a Aristóteles a través de transcripciones hechas por
traductores árabes, judíos y cristianos españoles, y que a través de la Guía de
perplejos de Maimónides, profundamente influenciado por ella, construyó su
propia visión de Aristóteles. Con lo que uno podría decir que la Suma
Teológica, fundamento de la teología de la escolástica cristiana, fundamento
arquitectónico clave de la visión católica del mundo, se sustenta en un árabe
herético que ni siquiera creía en Alá –como era Averroes– y en un judío que
leyó a Aristóteles a través de Averroes y Avicena, que escribió en árabe y que
sin embargo fue un fiel seguidor del Talmud. Y así volvió a Occidente el núcleo
de la tradición griega; así volvió Hipócrates, corazón de la tradición médica:
árabes y judíos fueron sus custodios y difusores. Médicos persas y médicos
judíos fueron la esencia de la tradición médica que retornó a Occidente. Y así
regresó gran parte de la tradición filosófica helenística en el enclave
renacentista italiano que se abriría apenas iniciada la decadencia de la Edad
Media a través de la escuela de traductores de Toledo que cumplieron un papel
fundamental como puentes entre dos mundos, impregnando a ambos con su propia
visión filosófica y cultural.
Esto muestra la mediocridad, la estupidez enorme,
de “civilización o barbarie”, del “choque de civilizaciones”, o de un mundo que
guarda y posee la cultura y el otro que es el lugar de la barbarie. Para
cualquiera que haya tenido la oportunidad de estar en Córdoba, hay una imagen
muy impresionante: uno entra a la Mezquita de las Mil Columnas, que es una obra
maravillosa, y en medio de la mezquita está la catedral. Construyeron la
catedral en el medio de la mezquita, y hubo una rebelión del pueblo de Córdoba,
porque la idea era derruir la mezquita. Y el pueblo de Córdoba, el pueblo
cristiano de Córdoba –estamos hablando del siglo XVI– se rebeló contra la
decisión de destruir la mezquita, porque sabía que era una obra única y
emblemática. Y cualquiera que haya tenido la oportunidad de pasarse un rato
inolvidable en la Alhambra, sabe que los bárbaros eran otros.
Un largo camino histórico, un desvío por el tiempo,
para escapar del más brutal de los reduccionismos, que intenta convertir la
cultura musulmana en una cultura de bárbaros, mientras que hace de Europa la
cuna de toda civilización posible. Un prejuicio montado, a su vez, sobre la
expansión imperial de esa misma Europa que supo, a sangre y fuego, llevar “su
cultura” a ese otro mundo considerado como tierra de idólatras. Revisar los
legados y las confluencias, hurgar en los tesoros de un pasado que nos ofrece
otra realidad muy distinta de la que los vencedores nos han contado, significa
romper los prejuicios y aprender a mirar de otro modo la compleja urdimbre de
nuestras sociedades y de nuestras concepciones religiosas y filosóficas. Y
también hoy, cuando la ceguera y el prejuicio se despliegan en el interior de
la ignorancia, se vuelve decisivo refundar la tradición de un humanismo
silenciado y desguarnecido.
Y este intento por reivindicar la memoria de los
desplazados y de los olvidados, por reconstruir las rutas de las culturas y sus
intercambios, no busca exculpar el horrendo crimen cometido contra los miembros
de la revista Charlie Hebdo. Apenas si constituye un intento por romper el cerco
del prejuicio y de la islamofobia que parece desplegarse en una Europa
aterrorizada ante la barbarie terrorista. Una barbarie, me apresuro a escribir,
que nada tiene que ver con esa enorme tradición cultural a la que intenté hacer
presente a lo largo de un artículo que nació de la necesidad de romper el cerco
de violencia y odio que amenaza con hacer cada día más invivible nuestro tiempo
histórico. No son los centenares y centenares de millones de musulmanes de todo
el mundo los asesinos de periodistas y dibujantes, ellos también son las
víctimas del integrismo fanático amparado por los dueños árabes de las riquezas
petroleras y socios de Estados Unidos, y de una sociedad, la europea
occidental, que no ha sabido o no ha querido romper las barreras de la desigualdad
y el prejuicio. El mejor homenaje que les podemos rendir a las víctimas de
Charlie Hebdo y de tantos otros asesinados por el odio y la injusticia, por la
ceguera del fanatismo y por la avidez desenfrenada del capital, es sostener,
hoy más que nunca, su mirada desprejuiciada y capaz de ejercer el más puro
espíritu libertario.