Publicado en : Asociación Analisis Freudiano, Catriel, Madrid 2011, ISBN: 978-84-87688-33-1
A Luis G. Ruiz Flores in memoriam
Si el análisis tiene importancia es
porque la verdad del discurso del
amo está enmascarada.
Lacan
La flauta mágica
Seguramente ya le consideraban uno más entre ellos cuando por fin, aquí entre nos, se lo
dijeron. No se trataba de cualquier cosa, fue la revelación de su secreto más secreto, y para
Godelier el descubrimiento más importante de sus 30 años de trabajo etnográfico entre
los baruya de Nueva Guinea. Aquel día único le hicieron saber que en los primeros
tiempos un baruya —aprovechando que las mujeres habían dejado sola su casa comunal—
entró en ella. Ahí, entre la ropa teñida con sangre menstrual, encontró el instrumento
que ellas habían creado: la flauta. Desde entonces es patrimonio de los hombres. «Un
puro a veces es sólo un puro» —dijo Freud en un momento dado. Una flauta a veces
también es sólo una flauta, pero esto no es así en «la casa de los hombres baruya». Por eso
la protegen de la visión de los niños y de las mujeres, es su valuarte más sagrado:
representa su masculinidad.
Este mito fundacional de los baruya, es traído a cuento por la autora de «La
escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez»1 en su artículo
«Antropología y psicoanálisis. Posibilidades y límites de un diálogo»2 donde con el ánimo
de defender y criticar a Lacan en un solo movimiento, sugiere que el hallazgo de Godelier
es la mejor refutación a las críticas que él mismo hace al pensamiento de Lacan, pero
también la evidencia de «la célula violenta [contra las mujeres] que Lacan no vio».
Los trabajos de la antropóloga son tan sugerentes como la «anécdota» que nos
regala, pero al examinar el camino que utiliza para mostrar lo que a su juicio «Lacan no
vio», nos encontramos con la confusión conceptual que reina en los planteamientos de
algunos feminismos cuando hablando del «falocentrismo» de Freud o de Lacan para
criticarlos, muestran una insuficiente comprensión de «La significación del falo» que les
lleva —entre otras cosas— a desconocer la distinción entre su dimensiones imaginaria y
simbólica.
El desconocimiento de la distinción referida se articula con la necesidad que han
sentido algunos feminismos, de probar que la subordinación de las mujeres en nuestras
sociedades, se debe a factores «meramente culturales» que nada tienen que ver con la
diferencia biológica entre hombres y mujeres. Al parecer, lo han considerado
imprescindible para justificar sus denuncias y reivindicaciones. La idea subyacente parece
ser que si la subordinación de las mujeres se debiera a su diferencia anatómica con los
hombres, al no ser ésta responsabilidad de nadie, ni la indignación, ni la lucha por un
cambio, ni la esperanza en conseguirlo tendrían sentido. Atendiendo a esta idea y con el
ánimo de distinguir lo meramente cultural de lo biológico o natural, se construye el
concepto de 'género', que a partir de entonces se utilizará en contraposición al de 'sexo'.
Las identidades de género son entendidas como construcciones culturales, y el sexo como
un rasgo anatómico dado por naturaleza. Es así como —en aparente paradoja— su
intención liberadora les lleva a adoptar una postura que retrocede en relación con
aquellas aportaciones revolucionarias del psicoanálisis que ampliaron y profundizaron
nuestra concepción de la sexualidad dejando completamente trastocado el dualismo entre
el soma y la psique, entre «lo natural» y «lo cultural». El concepto psicoanalítico de 'libido' (trieb) que se contrapone al de 'instinto' es elocuente en este sentido. El cuerpo humano y
todos los fenómenos que le animan, es humano en la medida en que es un cuerpo
subjetivado. En 1925 Freud escribe sobre «Algunas consecuencias psíquicas de la
diferencia anatómica de los sexos» aludiendo precisamente a los procesos de subjetivación
de los que es objeto esta diferencia. La idea del sexo como aquello que refiere a lo
«meramente biológico» en el ser humano es también —como señala Judith Butler— una
construcción conceptual de la que habría que dar cuenta, sobre todo en vista del
retroceso dualista que implica y de la tendencia a ignorar lo sexual que al parecer ha
traído consigo, pues resulta que cuando se habla de la relación entre hombres y mujeres
en términos de género, no se toca el sexo, o al menos no con la profundidad que
corresponde después de los hallazgos freudianos. En este sentido, habiendo surgido de
una intención liberadora, a fuerza de la más pudorosa corrección política, el concepto de
género, ha venido a cumplir en la teoría —metaforiza Fraisse— con la misma función que
una hoja de parra sobre el cuerpo. Una hoja de parra hecha a la medida de la angustia
que produce aquello que intenta encubrir: el deseo, la inexistencia de un objeto que lo
colme y la manera irreductiblemente singular con que irrumpe en cada quien. «La
sexualidad —es decir— el destino de las pulsiones, los objetos de placer, las condiciones
eróticas; es múltiple y no puede dar cuenta de ello ni la dualidad de los sexos ni la de los
géneros. […] Para las perspectivas de género, la identidad es un punto de partida; para el
psicoanálisis, [es] una defensa frente al enigma de la diferencia entre los sexos, […que
intenta eliminar mágicamente…] las contradicciones inherentes al sujeto.»3
'Hombre'/'mujer', 'masculino'/'femenino', no son conceptos que se correspondan
unívocamente. A partir de la diferencia sexual se da el proceso de sexuación en el que nos
posicionamos como sujetos deseantes del lado femenino o masculino, de un modo más o
menos claro, siempre con algún grado de ambigüedad e independientemente de lo que
marca nuestra anatomía, pero —por supuesto— no sin que ésta cumpla una función
crucial en semejante avatar. La diferencia sexual se entiende en psicoanálisis como uno de
los rasgos característicos de nuestra especie, tan característico como el lenguaje que viene
a significarla en términos de presencia o ausencia, atendiendo a lo que aparece en el
campo de visión: la imagen.
El falo imaginario, es aquél que encarna en la fase del espejo cuando el niño
consigue narcisizarse, identificándose con la imagen de un cuerpo perfecto que es lo que
le refleja la mirada de la madre ante su imagen en el espejo, apareciéndole así, su propia
imagen, como si fuera la del objeto que colmaría el deseo de ésta. El triángulo madre–
niño—falo imaginario se deshace cuando el niño se percata de que el deseo de su madre
se dirige hacia algo que está más allá de él —idealmente hacia un padre al que el niño
también pueda amar. Esto permite al niño caer del lugar imaginario de objeto y
constituirse como sujeto mediante el proceso de simbolización que implica la metáfora
paterna. Antes de este proceso es presa de una captura imaginaria, se encuentra celoso del
reflejo de su propia imagen en la que encuentra esa perfección que él no tiene. En el
espejo ve su cuerpo como un todo perfecto iluminado por la sonrisa y la mirada amorosa
de su madre; en cambio, más acá de la imagen «en sus carnes», la falta de control motriz
hace que perciba su cuerpo desmembrado. En el plano imaginario la alternativa es «o tú o
yo» —por eso es terreno fértil para la violencia. En este sentido, podríamos pensar que al
menos en algunos casos, el amante celoso que agrede a su pareja, lo hace siendo presa de
una captura imaginaria una vez que ha creído ver el reflejo de «el otro» en los ojos de su
pareja. La situación es otra cuando se ha realizado con éxito la metáfora paterna, el falo
viene a representar aquello que le falta a la madre causando su deseo y entonces ya no hay
falo a la vista que valga. El falo imaginario deviene simbólico, no ocupa un lugar en el
campo de visión sino que ejerce una función, es «[ … ] un significante […] destinado a
designar en su conjunto los efectos del significado […]»4 Designa una ausencia que
permite la constitución del sujeto como tal, sujeto dividido, sujeto deseante. Así pues, si
lo que se representa con la flauta entre los baruya es algo que se puede robar y hay que
proteger de la visión, sería una representación paradigmática del falo imaginario en su
irreductible diferencia con el simbólico.
Volviendo a Nueva Guinea y escuchando el mito secreto de los hombres baruya
como si de un sueño se tratara, primeramente tenemos que un baruya trasgresor entra en
la casa comunal de las mujeres y ahí encuentra un falo envuelto en telas teñidas de sangre
… ¿menstrual? Partiendo de los hallazgos freudianos podríamos preguntarnos si no será
que aquí la sangre menstrual representa —más bien— el rastro de la tan temida castración
que el niño supone ha tenido que sufrir cualquier semejante que no tenga aquel pedacito
de carne que él sí tiene y tanto gustito le da; temida como el riego al que cree le expone su
deseo de entrar en donde no debe, identificándose con el objeto que colmaría el deseo de
su madre (falo imaginario). Se podría tratar entonces, de la transformación del falo
imaginario en falo simbólico: gracias a la angustia de castración el intrépido baruya
consigue renunciar a ser el falo de mamá; salir de la casa comunal de las mujeres —como
quien vuelve a salir del vientre materno— pero ahora como sujeto y con la flauta en la
mano (falo simbólico). Ahora bien, los hombres baruya dicen en su mito secreto que esta
flauta había sido originalmente creada por las mujeres. Esto nos hace pensar en el hecho
de que es la madre —o quien cumpla su función– quien con su mirada hace aparecer ante
el niño en el espejo «la flauta mágica»; es ella quien convierte eso que de él se refleja en el
espejo, en la imagen del falo «tomando cuerpo». Si esto no ocurre, nada podrá ocurrir
después. Es también la madre quien crea para su hijo todo un mundo cuando le deja ver
que su deseo se dirige hacia algo que está más allá de él, haciendo posible la
transformación del falo imaginario en falo simbólico. Hay entonces muchos nacimientos,
el real, cuando el bebé se abre paso desde el vientre de su madre para venir por primera
vez a ver la luz; el imaginario, mediante el cual consigue encarnar en el espejo como falo
imaginario; y el simbólico, por el que nace como sujeto. En cualquier caso no es tanto por
ello que la flauta envuelta en las ropas teñidas de sangre podría ser también un falo bajo
la forma de un recién nacido, sino porque resulta que en el mito baruya hay todavía un
cuarto nacimiento: gracias al robo fundacional de la flauta «los hombres pueden
reengendrar a los niños fuera del vientre de las mujeres, pero deben mantenerlas
separadas de sus propios poderes […] »5
Cabe mencionar que no resulta anodino el hecho de que sea una flauta lo que
representa al falo. Se trata de un falo hueco por el que transita, nada más y nada menos
que la voz de los espíritus. En un texto de Godelier posterior al que cita Segato, se
entiende que el robo fundacional no es tanto de la flauta como de la capacidad de sacar
sonido a este instrumento, tal como hacen los baruya en las ceremonias de iniciación
masculinas. Las mujeres oyen su música a los lejos, y los hombres les hacen creer que es la
voz de los espíritus comunicándose con ellos. La importancia que tiene esta mentira
«institucional» puede calibrarse por el hecho de que para el baruya que la revele está
establecida la pena de muerte.6 Al parecer, este pacto secreto que permite a los hombres
manipular el imaginario de las mujeres, apareciendo frente a ellas como quienes tienen el
falo y se comunican con los espíritus, es fundamental para mantenerlas bajo su dominio.
Por otra parte, pudiera pensarse que una vez que el falo ha devenido simbólico haciendo
posible el pacto entre los hombres baruya, dada la pérdida que ello les implica, fantasean
con su «reencarnación» en el hijo cuya propiedad se aseguran reengendrándolo fuera del
vientre de las mujeres. Fantaseando de este modo renegarían de la pérdida preservando la
ilusión de que es posible detentar el falo (representado por la propiedad de los hijos y
también de las mujeres) creyéndolo existente más allá de su función simbólica; un intento
por salvar la fantasía que —confundiendo la imposibilidad con prohibición— enmascara
«la verdad del discurso del amo»: su división subjetiva. Pero … habría que seguir
escuchando a los baruya.
El psicoanálisis propone escuchar los mitos como si de un sueño se tratara. A su
vez nuestra autora propone leer las teorías como si de mitos se trataran atendiendo a su
función social y nos dice que es un mérito de la mitología baruya contar entre su haber —
aunque sea en el baúl de los secretos— con un mito que registra el hecho de que los
hombres han usurpado a las mujeres lo que ellas crearon. El robo que revela la mitología
baruya secreta es —según Segato— la célula originaria de la violencia contra las mujeres
que sostiene al patriarcado y que —a su entender— Lacan no registra. Pero como se dijo
más arriba, en su crítica distorsiona los conceptos que creó Lacan a partir de su lectura de
Freud. En estas circunstancias el intento de señalar las limitaciones y paradojas que de
hecho existen en el campo psicoanalítico, tiene pocas posibilidades de acertar,
independientemente del valor de su apuesta transdisciplinar y de la lucidez de las
intuiciones que le animan. Nuestra autora acusa a Lacan de haber hecho de sus teorías un
mito en el que «[…] tanto la trasgresión o crimen masculino que da inicio al tiempo
actual, como el acto violento fundacional y la violencia permanente requerida para
reproducir la ley […] se encuentran forcluidos […] » 7
Resulta sorprendente esta acusación, cuando es partiendo del descubrimiento de
la pulsión de muerte que Freud consigue develar la imbricación indisoluble entre la ley y
la violencia, el amor y el odio, el sentimiento de comunión con los semejantes y la
segregación del otro distinto, etc. y es precisamente el de la pulsión de muerte uno de los
descubrimientos freudianos que Lacan reivindica con su «retorno a Freud»,
profundizando además en la concepción de la función significante que tiene la mujer en
relación con la diferencia sexual y con lo femenino. En este sentido Lacan señala que «a
todo ser que habla esté o no provisto de los atributos de la masculinidad —aun por
determinar— le [es posible] tal como lo formula expresamente la teoría freudiana,
inscribirse [en el lado femenino]. Si [lo hace —por definición—] vetará toda universalidad
[…]»8 apuntando a «un goce adicional, suplementario respecto a lo que designa como goce
la función fálica»9 un goce que —en esa medida— escapa a la simbolización y a la
regulación de la ley con que se instaura el pacto entre los hombres, el lazo social. Se trata
—entonces— de la excepción que hace la regla. Lo que queda fuera del conjunto y permite
la existencia del mismo como tal.
La violencia del lazo social contra lo femenino
La violencia en que se cimienta el lazo social ha sido tematizada en muchos momentos de
la historia del pensamiento desde diversos campos de reflexión. «El hombre es el lobo del
hombre» dice Hobbes para dar cuenta del lazo social. Desde las ciencias políticas se sabe
que «el estereotipo por excelencia en las situaciones de polarización social es el de 'el
enemigo'. Sirve para encarnar la causa de todos los males sociales y para justificar las
acciones en su contra, que, de otro modo, resultarían inaceptables ética y políticamente
[…] El enemigo […] permite afirmar la propia identidad […] y ser esgrimido como amenaza
permanente para movilizar los recursos sociales hacia los objetivos buscados por el poder
político establecido […].»10
Desde la perspectiva psicoanalítica que parte de la escucha de lo más íntimo,
también ha quedado muy claro. Para cohesionarse no hay nada mejor que un enemigo
común. «[La] religión, incluso cuando se llame la religión del amor, tiene que ser dura y
distante con quienes no pertenecen a ella»11, dijo Freud en uno de aquellos momentos en
los que tanto nos recuerda a Nietzsche. Hablamos «aquí entre nos» del otro distinto… mal
—por supuesto. De un modo más o menos discreto, más o menos cínico, más o menos
intelectual, con más o menos saña, con más o menos humor, con más o menos
hipocresía, incluso —cuando se trata de un otro muy próximo— alegando que lo hacemos
«por su bien». Una manera de refrendar las amistades, las relaciones de pareja, de trabajo,
la alianza entre familiares, etc. Una manera aparentemente inofensiva, pero que no
obstante comparte modus operandis con expresiones más brutales que —carentes de toda
simbolización— lo muestran al desnudo. Hace algún tiempo se presentó en la televisión
un video en el que se ve a un hombre huir corriendo, le persiguen varios hombres —cada
uno con un palo en la mano— lo alcanzan y derrumban a golpes acabando de ese modo
con su vida, y lejos de lo que cabría esperar, su muerte no bastó para detener a los demás
hombres que venían detrás y no habiendo llegado a tiempo para participar en su
asesinato fueron —cada uno en su turno— dando al cadáver el golpe correspondiente para
refrendar así su lazo con los que lo habían perpetrado.
En el mejor de los casos —si ha tenido lugar un proceso de simbolización— los
seres humanos nos agrupamos alrededor de un ideal rechazando todo lo que no coincide
con él. Cuando el ideal encarna en un líder revestido por la imagen del padre, la
fraternidad del grupo se sostiene mediante el intento de ser todos iguales ante este padre.
La culpa y el miedo a perder su amor aparecen cuando no se cumple con el ideal que éste
representa. En la medida en que se trata de una formación reactiva contra los celos, la
envidia y la rivalidad, tiende a fracasar. Pero mientras dura se obedece al mandato de la
igualdad alrededor de una misma idea —significante amo— que lleva a perseguir un mismo
objetivo y a hablar el mismo idioma. Por eso «una palabra que rompa el sentido habitual
va a ser rechazada [ … ] se trata de que todo se comprenda, [ … ] de que todo esté
abarcado, de que todo esté sobre entendido [ … ] algo que viene a romper el sentido es
rápidamente eliminado o absorbido [ … ] ‘No, lo que vos querés decir es [en realidad] tal
cosa’»12 En el mejor de los casos decía, pues gracias a la simbolización no se hace
necesaria la liquidación literal del otro, el conflicto se tramita en el plano de las palabras
—aunque no sin consecuencias que en ocasiones las trascienden— es ahí donde se efectúa
la eliminación o absorción del otro distinto requerida para la preservación del grupo. La
violencia contra las mujeres podría explicarse entre otras cosas, precisamente en la
medida en que representan aquello que no se puede simbolizar, con lo cual, su absorción
dentro de un discurso es imposible. Por eso estaría fuera de lugar decirle a un místico que
nos intentase transmitir su experiencia de goce femenino, «No, lo que vos querés decir es
[en realidad] tal cosa»; tampoco se lo podríamos decir a la Santa Teresa de Bernini, si una
vez pasado el trance, tratara de explicarnos qué le pasaba, por qué ponía esa carita.
Como se sabe, el mito que utiliza Freud para explicar lo que subyace al lazo social
—y que puede considerarse como otra versión del Edipo freudiano— no es precisamente
idílico: en la horda primitiva un padre que goza sin límite alguno y posee a todas las
mujeres, es asesinado por sus propios hijos que —acto seguido— ingieren sus restos para
sellar mediante ese rito un pacto entre ellos. Le odiaban por la violencia con la que se
oponía a su deseo de poderío y a sus apetencias sexuales, pero al mismo tiempo, le
amaban y admiraban al creerlas en él realizadas, así las cosas, habiendo consumado su
asesinato surge en los hijos el remordimiento y el sentimiento de culpabilidad que hacen
del padre muerto, ahora idealizado, una instancia con mucho mayor poder que cuando
aún vivía, en lo que toca a la represión de aquellas mismas necesidades de poderío y de
aquellas apetencias sexuales que les habían llevado a su asesinato.13 La ingestión del
cadáver del padre, remite al proceso de identificación y a la introyección de la ley que se
produce con su asesinato, a partir de la ambivalencia de sentimientos que éste suscita,
tanto en la horda fraterna rebelde como en el neurótico. El asesinato del padre de la
horda primitiva y la consecuente instauración de la ley, representa en otra escena el
drama íntimo del neurótico, es decir, del ser humano. Los dos tabúes fundamentales del
totemismo se corresponden con los dos deseos correlativos reprimidos en el Edipo: el
asesinato del padre y el incesto.14 La psicología individual es también psicología social, en
la medida en que 'el otro' es un elemento indisociable de la vida anímica individual, dirá
Freud al inicio de su Psicología de las Masas.15 Las instituciones sociales pueden entenderse
como réplica de las instituciones psíquicas que rigen en la vida anímica más íntima de los
individuos que las conforman. Hay un mecanismo común que rige tanto en el grupo
como en el individuo, una misma estructura, un mismo discurso, dirá Lacan.
Son tres las versiones más importantes del Edipo freudiano; la que remite a la
tragedia griega y que aparece en La Interpretación de los sueños, el mito del padre de la
horda primitiva que aparece en Tótem y Tabú y finalmente, la que aparece en Moisés y la
religión monoteísta. En esta última, el proceso por el que se vuelve a instaurar la religión
monoteísta después de haber pasado por un periodo de latencia es entendido por Freud
como una reedición del asesinato del padre de la horda primitiva, una reedición que
considera ejemplo histórico del retorno de lo reprimido y que alude a la necesidad de
reiterar la violencia originaria del lazo social para perpetuarlo. La propuesta de Lacan para
«historizar» y «desmitoligizar» estas tres variantes narrativas es escucharlas como si se
tratara del contenido manifiesto de un sueño cuyo análisis nos lleva a un contenido
latente en el que se puede reconocer «ya no un mito, ni siquiera una historia, tampoco
una genealogía, sino una estructura esencialmente política [ … ] la ejemplificación por
antonomasia del discurso del amo o de la metáfora paterna en tanto que efecto del
lenguaje y principio fundamental de la subjetivación.»16
Así pues, el interés de estos mitos no radica en la dudosa realidad histórica del
hecho que relatan, sino en la verdad inconsciente que denuncian escondida detrás de
todo lazo social. La pulsión de muerte está imbricada en la propia ley. Las tendencias
agresivas del ser humano requieren desahogo y la condición del vínculo amoroso entre los
hombres es que queden fuera de este vínculo otros contra los que esta agresividad pueda
descargarse. («Contra Franco vivíamos mejor», se escucha decir entre broma y broma.)
Pero ¿y las mujeres? Dado que para hacer lazo «aquí entre nos» se requiere segregar al otro
distinto, si el «nos» del que se trata es el de los hombres; nada mejor que las mujeres para
cumplir con esta función.
La diferencia sexual implica un tránsito distinto por el Edipo. En las mujeres está
ausente la angustia de castración, no temen perder aquel pedacito de carne que ven en los
niños, se preguntan —en cambio— por qué ellas no lo tienen y fantasean con haberlo
perdido. La ausencia de la angustia de castración en las mujeres viene a determinar una
relación diferente con la ley que el Edipo instaura. Desde una perspectiva psicoanalítica
esto explica —al menos en parte— por qué aquel goce que excede a las posibilidades de
simbolización, el goce femenino, se asocia de manera unívoca con las mujeres,
estableciendo una falsa equivalencia entre lo femenino y las mujeres, cuando —tal como
lo describió Freud— el posicionamiento de una mujer en el lado femenino es más bien de
carácter contingente. En cualquier caso, la cuestión es compleja y espinosa, entre otras
cosas porque una cierta manera de entender «lo femenino» instrumentalizada como ideal
o exigencia dirigida hacia las mujeres, ha tenido una función muy clara en su
dominación. (Ya lo sabemos, «calladitas nos vemos más bonitas»). Por eso resulta tan
oportuno abordarla desde distintos campos de reflexión. Aquí apenas se aspira a dejar
entrever algunos de los aspectos que la conforman y a esbozar algunos de los elementos
que aporta el psicoanálisis, para entender algo de lo que podría estar ocurriendo en la
violencia contra las mujeres hoy.
Si el padre muerto de la horda primitiva representa la instancia psíquica que
aparece impidiendo a sus hijos el goce del que ellos creen que él disfrutaba, habiendo
sido la excepción a la regla prohibidora que viene a instaurarse aun con más fuerza
después de su asesinato; y —al mismo tiempo— las mujeres representan un goce que escapa
al universal de la ley, que es lo mismo que representaba aquel padre al que en su día hubo
que asesinar para instaurar el lazo entre hermanos; empieza a resultar legible la idea de
que la violencia contra el cuerpo de la mujer pueda —en un momento dado— hacer ley. Es
el tema de un trabajo que —junto con los trabajos de Segato— motivó el texto que aquí
presento.
El trabajo aludido fue una de las participaciones de las Jornadas que —a su vez—
dieron origen a este libro. En ella se habló de cómo la vigencia e incluso el
recrudecimiento que muestra la violencia contra las mujeres hoy, viene a contrariar
nuestras expectativas después de lo que habíamos entendido como grandes avances
históricos en este rubro. Al parecer, siempre se ha tratado y se trata de someter «la
heterogeneidad absoluta» que ellas representan tal como lo evidencia —entre otras cosas—
el hecho de que su pertenencia al genero humano haya sido cuestionada en diversos
momentos de la historia, nos dice su autor. Los ejemplos abundan. El racismo y la
violación se dan la mano en los crímenes de guerra desde siempre y de manera muy clara
cuando de lo que se trata es de deshacer el linaje del enemigo17. La moda musical de
nuestros días pareciera basar su éxito en un renovado encarnizamiento contra las mujeres.
Los chicos jóvenes se refieren a ellas con mayor desprecio que nunca y de un tiempo a
esta parte, en la periferia de París se realizan una especie de «ritos iniciáticos» conocidos
como «la tournante» en los que los miembros de una banda abusan colectivamente de una
chica. Lo más sorprendente —señala Lévy— es que en ocasiones la chica, novia de uno de
ellos, consiente con ser el objeto del ritual para formar, también ella, parte de la banda.
Al parecer —concluye— estamos frente a «un nuevo amo» que no se ha simbolizado
«donde la violencia contra el cuerpo de la mujer haría ley. [Donde se hace] necesario que
todos hayan violado en lugar de haber todos matado al padre que ya está muerto.» 18
Así pues, hay motivos para afirmar que la explicación psicoanalítica del lazo social
y su consideración de la diferencia sexual —entendida como diferencia anatómica
subjetivada— y del goce femenino, lejos de encubrir revela en qué medida, la violencia
contra las mujeres puede ser —al menos entre otras cosas— el sostén pulsional del
patriarcado. Por eso resulta sorprendente la acusación que hace Segato, más aun cuando
la hipótesis que ofrece para explicar los enigmáticos feminicidios de Ciudad Juárez guarda
una tan llamativa afinidad con la explicación psicoanalítica del lazo social y de la función
que para su preservación tiene la segregación a partir de la diferencia sexual; y a pesar de
que ella misma considera que partiendo de múltiples hallazgos etnográficos, puede
reconocerse la universalidad con la que el « […] drama simbólico [… del …] proceso
edípico y la emergencia del sujeto al mundo humano de La Ley es repetido por […las
diversas comunidades humanas estudiadas hasta hoy… ]».19 Al parecer nuestra autora ha
pasado por alto la relación —que Freud establece y que Lacan formaliza con su teoría de
los discursos— entre el Edipo y el mito de la horda primitiva. De otro modo es difícil
entender por qué está ausente toda referencia a las aportaciones del psicoanálisis en el
desarrollo de una hipótesis tan cercana a este campo de reflexión. Un hecho elocuente de
que el diálogo transdisciplinar que nos propone es tan oportuno como incipiente.
Un amo sin nombre «aquí entre nos»
Entre girasoles se hallaba el cuerpo de Alma Brisa ya sin vida, en el mismo solar en que
había sido hallado antes el cuerpo de Brenda Berenice. Un solar en pleno centro de
Ciudad Juárez (Chihuahua, México) ubicada en una de las fronteras más grandes del
mundo, no sólo por su dimensión en kilómetros, sino por la distancia de los extremos de
opulencia y pobreza que separa20, por su peligrosidad, por el lucro de los negocios ilícitos
que en ella se practica (tráfico de drogas y cuerpos), por la transferencia de plusvalor que
representa toda vez que deja en uno de sus lados a una de las manos de obra más baratas
del mundo, y en el otro a una de las más caras, etc. —apunta Segato en su artículo ya
citado sobre este tema. Es precisamente esta frontera la que presta su escenario a la
«mayor y más prolongada […serie…] de ataques y asesinatos de mujeres con modus operandi
semejante de que se tiene noticia en "tiempos de paz"». Las mujeres agredidas son
extremadamente jóvenes, de un mismo tipo físico y la mayor parte de ellas trabajadoras o
estudiantes humildes. En cuanto al modus operandi, se trata del secuestro, tortura,
violación tumultuaria, mutilación, estrangulamiento y muerte segura. No es el tipo de
feminicidio más numeroso que se realiza en esta ciudad, pero sí el más enigmático. Una
vez perpetrado el crimen las pistas son extraviadas por las fuerzas de la ley. Las
autoridades presionan para inculpar a ciudadanos marginales claramente inocentes.
Abogados y periodistas sufren amenazas y atentados. Los crímenes se perpetran desde
1993 hasta la fecha sin que ninguna línea de investigación muestre resultados.21
Grandes propietarios, respetados jefes de familia parecen estar involucrados en el
horror. ¿Cuál podría ser su móvil? se pregunta nuestra autora22, y formula una hipótesis a
partir de una investigación que había dirigido anteriormente acerca de la idiosincrasia de
los condenados por violación. En ella pudo confirmar el descubrimiento de Menacher
Amin (1971) de que, la mayoría de las veces —contrariamente a lo que solemos pensar—
los violadores que realizan ataques de manera anónima a víctimas desconocidas no actúan
en soledad. El hecho reviste una gran importancia pues deja claro que son dos los
destinatarios del mensaje que emite con su acto, que su «conducta antisocial» de
antisocial tiene muy poco. De acuerdo con lo que Segato pudo escuchar en la
penitenciaria de Brasilia; mientras el mensaje que el violador dirige a la víctima es de
carácter punitivo, actuando como representante de una moral social en la que está
prescrito que «el destino de la mujer es ser contenida, censurada, disciplinada, reducida»;
el que dirige a sus pares es de carácter burocrático —por decirlo de algún modo— a fin de
cuentas, se trata de la solicitud de ingreso a la sociedad de los hombres. Estamos frente a
dos mensajes que pertenecen a un mismo discurso —podemos decir con Lacan— un
discurso dentro del cual el violador busca su lugar. La violación hace las veces de un ritual
iniciático en el que la mujer violada cumple la función de víctima sacrificial, concluye
nuestra autora. Se trata entonces, como en «la tournante», de la afirmación de un lazo
social regido por un amo que al no estar simbolizado hace necesario «haber todos violado
en vez de haber todos matado al padre que ya está muerto», en palabras de Lévy. Esto es
así para el violador aparentemente «solitario» que ya sea de manera literal o imaginaria, se
hace acompañar por un testigo.
Estudios transculturales —nos informa Segato— dan evidencias de que la
masculinidad es un status «condicionado a su obtención» y revalidación continua. (Esto
recuerda al «Moisés y la religión monoteísta» de Freud que —como se dijo anteriormente—
habla de la necesidad de reiterar la violencia originaria del lazo social para preservarlo.) Se
trata de un status que —como cualquier otro— existe en la medida en que otro no lo tiene.
(En la dialéctica del amo y el esclavo que describe Hegel y retoma Lacan, el amo sólo
puede serlo en la medida en que el esclavo lo reconoce como tal. Los hombres baruya lo
tienen muy claro, por eso mantienen en secreto, con tanto celo, su pacto engañador
frente a las mujeres.) «Para que un sujeto adquiera su status masculino […] es necesario
que otro sujeto no lo tenga pero que se lo otorgue a lo largo de un proceso persuasivo o
impositivo que puede ser […] descrito como tributación. En [las] condiciones sociopolíticamente
[…imperantes…] nosotras, las mujeres, somos las dadoras del tributo; ellos,
los receptores y beneficiarios. [En esa medida, además de la violencia explícita … ] todas
las [ … ] escenas de la vida social [están] regidas por la asimetría de una ley de status».23
Así pues, partiendo de estas premisas, Segato defiende la hipótesis de que la serie
de feminicidios que se han llevado a cabo impunemente en Ciudad Juárez desde 1993
hasta la fecha con el modus operandis ya descrito, cumplen con la función de un ritual
sacrificial que busca «sellar […] un pacto de silencio [y] lealtad inviolable a cofradías
mafiosas que operan a través de la frontera más patrullada del mundo [rituales como los
que] cimentan la unidad de sociedades secretas y regímenes totalitarios donde el valor
más martillado es el nosotros […] La víctima [ … ] parte de un territorio dominado, es
forzada a entregar el tributo de su cuerpo a la cohesión y vitalidad del grupo y la mancha
de su sangre define la […] pertenencia al mismo por parte de sus asesinos [ … ] un pacto
de sangre en la sangre de las víctimas.»24
Además, en la capacidad de cometer crímenes de lesa humanidad impunemente
durante años y años, quien los lidera da muestras inequívocas —a socios y competidores—
del enorme grado de «cohesión, vitalidad y control territorial de la red corporativa que
comanda» ejerciendo mediante el terror el poder disciplinario de la «ley paralela» que de
este modo instaura. Estamos frente al poderío de un «grupo o red que administra los
recursos, derechos y deberes propios de un Estado paralelo» que domina claramente en la
región, y que también tiene ingerencia en las cabeceras del país. Los crímenes que comete
son típicos de los abusos del poder político: el sujeto que los comete no aparece
personalizado y la víctima carece de identidad singular, no se ataca a una mujer por ser
quien es, sino porque ciertas características la convierten en un determinado tipo de
mujer, nos dice Segato haciendo además dos señalamientos que nos resultan
particularmente significativos. Por una parte —creemos que desmarcándose de una teoría
conspirativa— aclara que su hipótesis no precisa de «una conciencia discursiva
intencional» por parte de los que lideran y/o participan en la trama macabra. Habla más
bien de «acciones constitutivas de su mundo. […] un universo de sentidos entrelazados y
motivaciones [implícitas pero] inteligibles.» Por otra parte, al caracterizar los enigmáticos
feminicidios de Ciudad Juárez como crímenes de un Estado paralelo, señala que este
segundo Estado es un Estado sin nombre. La falta de nombre para Segato es relevante en
la medida en que implica la carencia de categorías jurídicas que pudieran encarar
legalmente a sus dueños y a toda la red que gobiernan. Desde una perspectiva
psicoanalítica, la falta de palabras o de lo que nuestra autora llama «un discurso
consciente intencional», la falta de explicitud en relación con las motivaciones y —más
claro aún— la falta de un nombre para referir a ese organismo cuasi-estatal responsable de
los crímenes; puede asociarse a la figura del nuevo amo no simbolizado en una versión
aterradora.
¿Cuáles son las condiciones de posibilidad de esta falta de simbolización? Es la
pregunta que aparece de manera casi automática. Por una parte, nuestra autora señala
que la descentralización, en un contexto de desestatización y de neoliberalismo puede
estar en el origen de lo que caracteriza como un «totalitarismo de provincia» provocando
«una conjunción regresiva entre postmodernidad y feudalismo, donde el cuerpo femenino
vuelve a ser anexado al dominio territorial» recordando el «derecho de pernada» al que
también aludió Lévy. Se trata —agrega— de una situación de desigualdad extrema por la
extracción desregulada de ganancia, una asimetría sin la cual la impunidad distintiva de
los enigmáticos crímenes de Ciudad Juárez no se podría explicar. Pero, por la otra, más
allá de estos señalamientos marxistas que considero tan oportunos, Segato avanza una
propuesta explicativa que muestra —una vez más— gran afinidad con la perspectiva
psicoanalítica. En primer lugar nos dice que quien lidera estos crímenes tendría que
valorizar la ganancia y el control territorial por encima de todo, incluso por encima de su
propia felicidad, y como es sabido, este tipo de renuncia es característica del amo tal como
—retomando a Hegel— es descrito por Lacan. En segundo lugar nos dice que habida
cuenta de que el capital se caracteriza por una búsqueda de ganancia sin límite que a su
vez produce una segregación también sin límite, y de que sería tautológico explicar la
búsqueda de ganancia por la ganancia misma; podríamos concebir la segregación, no
como consecuencia accidental del capital, sino como su «telos» más profundo. Desde esta
perspectiva, las mujeres asesinadas impunemente en Ciudad Juárez, no nos estarían
hablando —como suele pensarse— de la barbarie propia del subdesarrollo que aqueja a
tierras distantes, entendido como daño colateral del capitalismo; sino de su éxito más
rotundo, que hace de sus cuerpos torturados e inertes, su mayor trofeo, el más
emblemático. «¿[Q]ué lugar podría ser más emblemático del sometimiento que el cuerpo
de la mujer mestiza, de la mujer pobre, de la hija y hermana de los otros que son pobres y
mestizos? ¿Dónde podría significarse mejor la otredad producida justamente para ser
vencida?» pregunta nuestra autora.
En consonancia con esta idea —de acuerdo con Lacan— creer que la abolición de
la propiedad privada de los medios de producción puede poner fin a la explotación, es no
saber lo que es la plusvalía —además del plus que trabajando puede producir un ser
humano, más allá del valor de cambio necesario para reponer su valor de uso— es no
saber lo que con la plusvalía se expolia, ni para qué. «No por nacionalizar los medios de
producción […] se acaba con la plusvalía, si no se sabe qué cosa es.»25 dice Lacan en 1969,
para quien «lo que Marx […] denuncia en la plusvalía, es la expoliación del goce».26
En un sentido análogo, en relación con la violencia contra las mujeres, podríamos
decir que no por decretar «tolerancia cero» se va a eliminar un machismo, sin inaugurar
otro ismo27, si no se sabe lo que es; si no se vislumbra algo de lo que cada «macho» deja
fuera para hacer ismo con todos los demás. Y aún sabiéndolo; dada la complejidad del
fenómeno de la violencia contra las mujeres, dada la profundidad con que está enraizado
—tanto la violencia «impersonal» que se da en el terreno público, como la que se da en las
relaciones «amorosas» en el ámbito privado— es difícil ser optimista. Quisiéramos ver en la
educación la gran esperanza, en la igualdad de oportunidades y el resquebrajamiento del
«techo de cristal» la solución definitiva, y en las leyes una herramienta eficaz. De hecho,
hay todavía mucho por hacer dentro de estos ámbitos. Tan sólo en lo que toca a las leyes
todavía «en el año 2000 había menos de 30 países que tenían leyes contra la violación
conyugal. Más de 700 países siguen sin contar con leyes contra la violencia doméstica.
Más de 120 países carecen de leyes contra el acoso sexual, y más de 50 países tienen leyes
que discriminan activamente a la mujer. […]»28 Ahora bien, una vez reconocida la enorme
importancia que tienen la educación, las leyes y su correcta administración, los recursos
de atención social, las condiciones objetivas de igualdad para las mujeres en todos los
ámbitos que inciden en su desarrollo, resultaría ingenuo —por decir lo menos— cerrar los
ojos a la inquietante realidad de la que habló Lévy en su presentación. El registro de
agresiones contra mujeres ha crecido en los últimos años en países tan desarrollados
como Suecia. Ello frustra nuestras expectativas en un sentido muy específico. Cuestiona,
no la pertinencia, pero sí el alcance de las soluciones que se pueden implementar
partiendo de esa base; hace sentir que a pesar de los recursos más avanzados, de los
mayores esfuerzos y de las mejores voluntades … hay algo que se nos escapa.
Con una guerra en sus espaldas y otra en el horizonte, Freud se declara falto del
ánimo necesario para erigirse como profeta y ofrecer algún consuelo.29 Volviendo a él,
Lacan dirá que lo más subversivo del psicoanálisis es no ofrecer ninguna solución.30 Se
cuida de no hacerlo —entre otras cosas— porque en el momento en que lo hiciera estaría
enarbolando un ideal, haría lazo entre quienes lo compartieran dejando fuera a quien no
se identificase con él, a quien representase la diferencia, a quien —por decirlo del algún
modo— le tocase «hacer de mujer». Con todo, tal vez no hay ideal más ambicioso que
carecer de ideales. Por eso creo que tanto el valor de la apuesta psicoanalítica, como la
magnitud de sus contradicciones, es directamente proporcional al afán de imposible que
le anima, aunque este consista precisamente en dejar —a ver cómo— de aspirar a lo
imposible. Se trata de un ideal peculiar que reniega de su condición como tal y sin
embargo, se mueve.
Recordarnos que estamos divididos entre lo que queremos decir y lo que —sin
querer— decimos, o entre lo que queremos hacer y lo que —sin querer— hacemos;
recordarnos que el querer y el desear no suelen ir de la mano, que estamos divididos
entre lo que quisiéramos desear y lo que —en el fondo, sin saber y sin querer— deseamos;
es parte de la labor crítica —diría autocrítica— del psicoanálisis. La distinción entre el
sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación desemboca en la teoría de los discursos
de Lacan que vehiculiza buena parte del potencial crítico del psicoanálisis. El valor de
acto de una enunciación determinada, depende más de la posición subjetiva de quien lo
emite que de los significantes que lo constituyen. Se pueden decir cosas completamente
distintas y sin embargo estar funcionando dentro de una misma estructura discursiva. Por
la misma razón, un mismo enunciado puede tener en su enunciación valores de acto
distintos al ser distinta la estructura discursiva en la que se inscribe.
Así pues, queda pendiente analizar hasta qué punto la caracterización de las
diversas modalidades de lazo social en términos de estructuras discursivas que propone
Lacan —el discurso del amo, el discurso universitario, el discurso de la histérica, el
discurso capitalista y el discurso del analista— permite develar funcionando estructuras
discursiva idénticas o equiparables en fenómenos de violencia contra las mujeres que de
otro modo podrían percibirse disociados entre sí: las violaciones tumultuarias, la agresión
que comete el violador «solitario», la violencia del hombre que ataca a su pareja, la
manera de entender el amor de quien recibe la agresión admitiéndola como ingrediente
de su relación, y —en un momento dado— la manera que tuviera de actuar en la clínica, el
profesional de la «salud mental» al que ella tal vez acuda un día. En el mismo sentido,
queda pendiente ver de qué manera el discurso analítico se desmarca de estas
modalidades de lazo social pudiéndose caracterizar —tal como lo hace Lacan— como
«reverso del discurso del amo» que es matriz de todos los demás31, y hasta qué punto esto
tiene que ver precisamente, con la semejanza que guardan entre sí la posición del analista
y la posición femenina. Habiendo iluminado estas cuestiones podría calibrarse con mayor
precisión «el potencial crítico del psicoanálisis».
Y por último, queda abierta la pregunta en relación con la posible especificidad de
algunos episodios de violencia contra las mujeres particularmente enigmáticos, dentro del
discurso capitalista que impera hoy, tal como lo concibe Lacan. Una hipótesis —afín a la
de Segato— podría ser, que dado que la estructura del discurso capitalista más que
instituir disuelve el lazo social, las nuevas ediciones de violencia contra la mujer podrían
entenderse como síntoma de esta disolución y de la consecuente falta de simbolización
que caracteriza a aquél «nuevo amo» del que nos habló Lévy. Un nuevo amo sin nombre
del cual serían una versión monstruosa los totalitarismos de provincia a que Segato alude,
refiriéndose a la violencia criminal contra las mujeres que reina hoy todavía impune en
Ciudad Juárez32.
En el camino resultaría iluminador hacer interactuar la concepción psicoanalítica
del lazo social con otras teorías, que en su diferencia se encuentran preñadas de
aportaciones; pues —tal como lo advirtió su creador— el psicoanálisis ni pretende, ni
puede ser una concepción totalizadora del mundo. Por ahora ojalá al menos se haya
podido mostrar cómo, la hipótesis psicoanalítica que vislumbra una misma estructura
subyacente a todo lazo social, aunada a la concepción del cuerpo de la mujer como
significante de la diferencia y del goce femenino, tiene gran afinidad con lo que se está
diciendo desde otros campos de reflexión. Y —más importante aún— cómo nos deja sentir
algo de la violencia contra las mujeres que habita «aquí entre nos», permitiéndonos
sospechar —al menos— que en nuestro hermoso jardín también se tocan flautas y crecen
girasoles.
1 Segato, Rita Laura, «Territorio, soberanía y crímenes de segundo estado: la escritura en el cuerpo de las mujeresasesinadas en Ciudad Juárez», Números 362 de la Serie de Antropología del Instituto de Ciencias Sociales de laUniversidad de Brasilia, 2004
2 Segato, Rita Laura, «Antropología y psicoanálisis. Posibilidades y límites de un diálogo», Número 330 de la Serie deAntropología del Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad de Brasilia, 2003
3 Tubert, Silvia (ed.) Del sexo al género. Los equívocos de un concepto, Serie Feminismos, Cátedra, Universitat de València,Instituto de la mujer, Madrid, 2003.
4 Lacan, Jaques, Escritos, Siglo Veintiuno Editores. México, D.F. 1984, p. 670
5 Godelier citado por Segato, Ibidem. 2003.
6 Godelier, Maurice. Cuerpo, parentesco y poder: Perspectivas antropológicas y críticas, Cap I: Cuerpo, Abya-Yala, Ecuador,2000
7 Segato, Rita Laura, Ibidem. 2003
8 Lacan, Jaques, Seminario XX, Aun, Piadós, Buenos Aires, 1975, p. 97
9 Ibidem, p. 89
10 Concha, Miguel, «El catolicismo y la violencia», en Adolfo Sánchez Vázquez (Editor), El mundo de la violencia, UNAM y FCE. México, D.F. 1998
11 Freud citado por Peter Gay en Freud. Una vida de nuestro tiempo, Piadós Barcelona, 1989, p. 455
12 Álvarez, Alicia La teoría de los discursos en Jaques Lacan. La formalización del lazo social. Letra Viva. Buenos Aires, 2006, p. 40
13 Es esta paradoja y la pérdida que implica lo que podrían estar intentando eludir los baruya con aquella fantasía en la que reengendran a los hijos fuera del vientre de las mujeres.
14 Freud, Sigmund,
Tótem y Tabú, Trad. López Ballesteros. Alianza Editorial, Madrid,1970
15 Freud, Sigmund,
Obras Completas, Trad. López Ballesteros. Biblioteca Nueva, Madrid, 1974, p. 2563
16 Arribas, Sonia, «Edipo sin complejos: la ley en crisis bajo los efectos del capitalismo» en la revista Arbor, CSIC. Madrid, 2007, pp. 45-7
17 Y si «el enemigo» son las mismas mujeres, habría de buscarse la manera de reengendrar a los hijos fuera de su vientre, tal como —al parecer y como se recordará— piensan los baruya.
18 Lévy, Robert, «La inactualidad de la violencia contra las mujeres», Jornadas internacionales. La violencia contra las mujeres hoy. ¿Quién bien te quiere te hará sufrir? Aportaciones desde el psicoanálisis y otros campos de reflexión, organizadas por Análisis Freudiano con la colaboración de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid, 2007.
19 Segato, Rita Laura, Ibidem. 2003, p. 14
20 «En los primeros siete meses del año, 246 [personas (contando sólo mexicanos)] fallecieron [por deshidratación] en su intento por cruzar la frontera con Estados Unidos sin documentos» Georgina Saldierna, La Jornada, 30 de agosto de 2009.
21 Dos periodistas, Diana Washington —a quien el FBI no permite cruzar la frontera sin escolta— y Sergio González — autor de «Huesos en el Desierto» que fue brutalmente golpeado por guaruras anónimos en los días que realizaba su investigación— recogieron datos muy interesantes que han sido sistemáticamente desestimados por la policía a lo largo de los años.
22 Que también tuvo que salir de Ciudad Juárez antes de lo previsto para proteger su vida pues la señal de televisión se calló —con precisión aterradora— en el momento que iba a iniciarse la transmisión en vivo de un programa donde iba a presentar su hipótesis.
23 Segato, Ibidem. 2004.
24 Ibidem.
25 Lacan, Jaques, Seminario XVII «El reverso del psicoanálisis», Paidós, Buenos Aires, 1996, pp. 113.
26 Ibidem. P. 85
27 «-ismo. (del gr. -ισμος. a través del lat. ismus.) suf. de sustantivos que suelen significar doctrinas, sistemas, escuelas o movimientos […]» es decir, modalidades de lazo social. (Diccionario de la lengua española. RAE, Espasa Calpe, 1998.)
28 Irene Khan, Secretaria General de Amnistía Internacional, «Una Guerra Secreta», La insignia, marzo, 2006.
29 Freud, Sigmund, Ibidem. 1974, p. 3067.
30 Lacan, Jaques, Ibidem. 1996, p. 74
31 Aunque el caso del «discurso capitalista» tenga que considerarse aparte, puesto que la imposibilidad —elemento estructural de todos los demás discursos— en el discurso capitalista no se inscribe.
32 «Durante el pasado fin de semana los cadáveres de cuatro mujeres fueron encontrados en distintos puntos de Ciudad Juárez, Chihuahua, con lo que el número de feminicidios cometidos en esa ciudad fronteriza [de 1,313,338 habitantes] asciende a 62 en lo que va del año, es decir, prácticamente una víctima cada cuatro días.» En «Ciudad Juárez: violencia eclipsa violencia.» Editorial del diario mexicano La Jornada del 17 de agosto de 2009.