1. Jorge Semprún es un personaje singular: exiliado en su juventud por razones políticas, resistente en Francia, deportado a Büchenwald, superviviente de un campo, combatiente antifranquista en la clandestinidad, escritor, guionista de éxito, ministro del gobierno español...Hay que decir que con la mitad de esto los franceses han hecho de André Malraux un mito nacional
2. Son muchos los perfiles que ofrece un personaje tan singular. Yo me voy a fijar en uno que tiene que ver con su inquietud filosófica, una inquietud que se ha trasladado a algunos ensayos, tales como Mal et Modernité o Se taire est imposible o sus Conferencias Aranguren pero que sobretodo impregna su literatura. Si la escritura de Semprún se hace de repente tan densa y profunda es porque asoman en ellas las preocupaciones filosóficas del resistente que fue detenido llevando en su mochila un ejemplar de la Crítica de la Razón Práctica de Kant.
3. Fueron precisamente las lecturas de Kant sobre el mal las que le llevaron a interpretar el nazismo como el mal absoluto.
El epicentro de ese mal le veía él en el tratamiento nazi de la muerte. Lo que se producía en esos lugares en cuya puerta de entrada figuraba el moto "el trabajo os hará libres", era la muerte. El nazismo era una inmensa " "fabrica de cadáveres", decía Arendt, pero Semprún quería decir algo más.
Lo específico, según Semprún, de esa "fabricación de cadáveres" no era la eficacia en la producción de muertos, sino la imposibilidad del morir. Muerte, sí; morir, no. Propio del morir es entender la muerte como una posibilidad de la vida. Rilke habla del morir como la maduración "de la gran muerte que llevaos dentro", es decir, como la culminación de la vida.
Eso es lo que no podían tolerar los nazis. Quería que para los deportados la muerte fuera una necesidad. La vida no podía ser vivida como un proyecto que culmina en la muerte, sino tan sólo como la antesala de la muerte. La muerte no podía ser para el prisionero una posibilidad sino un destino marcado no por los dioses sino por ellos, los nazis.
Si el mal absoluto consistía en reducir la vida de los demás a un destino que niega al otro la vida y el morir, no es difícil concluir que el momento de la muerte era un lugar de combate: un tiempo y un lugar en el que había que librar la gran batalla contra el nazismo. Y Semprún, que siempre dió la cara, también acudió a esta cita, proclamando, en primer lugar la libertad del morir. Mueren en el Lager porque han decidido vivir libremente. Por eso se enfurece contra quienes, desde la lejanía, afirmaban, “como ese cabronazo de Wittgenstein (que) ‘la muerte no es un acontecimiento de la vida” (209). Ellos son la prueba viviente de que se hay una relación entre la muerte impuesta y la libertad de vivir.
Pero a Semprún no le basta la aclaración teórica dirigida a filósofos como Witggenstein. El quiere dejar bien claro que cada muerte en el Lager es un acto libre, por eso habla tanto de la fraternidad del morir. La "muerte fraterna" es una obsesión de Semprún, una expresión extraña porque nada hay tan propio e inalienable como la muerte. Se muere solo. Semprún lo sabe pero la experiencia del campo le ha enseñado demasiado bien la complicidad entre vida y muerte. El título de su novela Viviré con tu nombre, morirás con el mío, es bien elocuente o la historia de Juan Larrea, en La Montaña blanca, que “se suicidó, muerto en mi lugar".
El sentido fraterno de la muerte es lo que le lleva a la cabecera de los que están muriendo "como si el débil estertor de un moribundo fuera la patria a la que no pudiera escapar". Necesita acompañar a los agonizantes en esa batalla decisiva para decirles que no mueren porque Hitler les haya condenado sino porque han elegido libremente la vida y el morir. Acude a la cabecera de los moribundos para arrebatar la muerte al nazi, susurrando al moribundo que “todos nosotros, que íbamos a morir, habíamos escogido la fraternidad de esta muerte por amor a la libertad”.
Este gesto fraterno , supremo, lo encontramos en el relato de la muerte en sus brazos de su maestro Maurice Halbwachs, el autor de extraordinarias investigaciones sobre la memoria, y en la agonía del bravo Diego Morales, un joven combatiente republicano que había pasado por Auschwitz. En uno y otro caso echa mano de la poesía, de Beaudelaire o de César Vallejo, para acompañar al moribundo Al fin la batalla/y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre/y le dijo: “¡no mueras, te amo tanto!”/pero el cadáver, ay, siguió muriendo...”. César Vallejo.
4. Ese apunte por la vida, por la libertad no era sólo asunto intrapersonal sino también político, por eso en su testamento espiritual, el texto leído en su última visita a Büchenwald, invita a esta Europa, a punto de zozobrar, que vuelva al lugar en el que nació, que sea fiel a sus raíces, el Lager.
Sobre Europa se ha pensado y escrito mucho. También lo ha hecho la filosofía. Kant, por ejemplo, propuso la utopía de una federación de pueblos. Pero no ha sido la utopía sino la memoria de los desastres pasados lo que ha desencadenado el proceso de unión europea. Por eso nos insta Semprún a visitar Büchenwald "para meditar sobre el origen de Europa y sus valores".
Es un aviso que se agradece. Si Europa zozobra no es sólo por el despilfarro que se supone a los Südländer, a la gente del sur, sino porque afloran los viejos demonios, los nacionalismos, como se encargaba de recordar el excanciller alemán Helmut Schmidt. La querencia a los intereses nacionales sólo se neutraliza desde la memoria de la barbarie que simbolizan los KZ, los campos de concentración y de exterminio.
5. El peligro de la filosofía es sustraer los conceptos a sus significaciones históricas, jugando con ellos como si tuvieran un origen virginal. En ese error no cae Semprún. Llama "cabronazo" a Wittgenstein por quitar a la muerte ese momento de libertad sin el que la fraternidad del morir sería imposible; denuncia la impostura de ese Heidegger, filósofo, para quien "el mundo espiritual de un pueblo" nada tiene que ver con cultura, valores o conocimientos, sino "con las fuerzas primarias de la raza y de la tierra"; abraza cálidamente a Patoska y saluda la vocación europeísta de Husserl. Semprún lee la filosofía desde la experiencia de Büchenwald.
Decía Thomas Mann que había que evitar leer cualquier libro editado con autorización de la censura nazi. Puede ser una exageración, pero tiene su aquel. La vida en efecto discurre entre blancos y negros, con muchos grises. Pero el sufrimiento de la humanidad está pintado, como diría Primo Levi, en tecnicolor, para concentrar la mirada. Semprún no rehuyó ese colorido. Le combatió, cuando pudo, y luego, como escritor, siempre le tuvo presente, fiel al dictum adorniano de que "dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad". Por eso Jorge Semprún es tan grande y por eso le rendimos homenaje.
Reyes Mate
20 diciembre del 2011
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